viernes, 28 de marzo de 2014

La mortaja púrpura


Avanzaron despacio entre el bosque de pilastras que conformaba la planta octogonal de San Vitale. La luz plomiza del exterior se matizaba adquiriendo tonalidades doradas al atravesar las ventanas de piedra fina e incidir sobre los miles de teselas de vidrio, madreperla y terracota esmaltada que decoran el interior. Pequeñas nubecillas de vapor salían de sus bocas cuando exhalaban el aire calentado en sus pulmones, lo que hacía más irreal, más inmaterial si cabe el ambiente recogido y silencioso de la iglesia. Tanto que a Francesca llegó a causarle cierta zozobra y buscó la mano firme y reconfortante de su acompañante para jugar con su dedo meñique, en un acto cándido y tranquilizador que la transportaba a su infancia.
Deambularon en silencio sin un rumbo fijo, admirando la, para ellos misteriosa, iconografía que aparecía representada en cada uno de los rincones de la enorme e inmaterial estancia. Mármoles, frescos, mosaicos y columnas, con elaborados capiteles tronco-piramidales, se distribuían con precisión geométrica dando como resultado el octógono, símbolo de la eternidad, resultante de la combinación del cuadrado o lo terrenal con el círculo, distintivo de lo celestial. 

Finalmente se detuvieron en los frescos de presbiterio. Allí Francesca, desde la nave epistolar, se fijó en ella por primera vez.

– ¡Qué hermosa debió ser! –exclamó mientras la observaba embelesada–. Con toda esa pompa y boato bizantinos. Enigmática, poderosa, ¡fue la perfecta emperatriz!

– No se sabe con seguridad de dónde era. De Siria, Chipre o Paflagonia, ¿qué más da?, ¡era maravillosa! –continuó Norte y sonrió maliciosamente al recordar e imaginarse la historia de la “Teodora actriz” interpretando Leda y el Cisne, una obra en la que yacía en el suelo completamente desnuda mientras esparcían cebada sobre sus ingles y una oca picoteaba el grano mientras ella fingía ser violada, en una clara alusión a Zeus.




Una fuerte nevada estaba cayendo sobre la Emilia-Romaña y Ravenna no era una excepción. A pesar del grueso plumífero con el que se protegía de las bajas temperaturas, estaba realmente atractiva. De pronto, Norte deseó volver al hotel en el que se alojaban e internarse con ella bajo el cálido edredón que cubría la cama tamaño King size de su habitación. Anheló pasar de las frías teselas que conformaban la hierática figura de Teodora, a acariciar la terrenal, cálida y perfumada piel de Francesca. Y volvió a sonreír maliciosamente.



– ¿Te imaginas Francesca?, ¿esa diadema, ese catatheistae y ese collar cuajados de grandes perlas? –Preguntó, tomándola de los hombros y acercándola hasta sentir como su perfume penetraba por sus fosas nasales hasta impregnar la médula de sus huesos–. Te quedarían fantásticas.

– Fíjate va ataviada con una clámide de púrpura bordada en oro símbolo del poder imperial. Solo ella lo lleva. –continuó, esta vez susurrándole al oído. 

– No seas tonto –respondió ella haciendo un delicioso mohín–. Eres un adulador. Esta mujer fue como una Diosa, hermosa e incomparable. 

– Y además de ejercer como una feminista convencida, ¿sabes que fue una precursora del erotismo? –Insistió Norte, dejando que los rizos de Francesca rozaran levemente su rostro, deleitándose de nuevo con su embriagador perfume–. Al parecer Teodora bailaba para Justiniano haciendo strip tease, hasta quedar solamente con sus joyas.

Francesca lo miró divertida, quizás imaginándose un magnífico plan para el resto del día e intentando hacer memoria sobre qué complementos se había traído para el fin de semana.
 

– Pero quizás su faceta más conocida es la de “Teodora emperatriz”, demostrada en la Revuelta de Niká. Una vez más –continuó tras realizar una pequeña pausa mientras rozaba con sus labios el lóbulo de la oreja de Francesca– sacó a Justiniano de un apuro. Asustado por las dimensiones que había alcanzado una revuelta popular en Constantinopla, ya estaba decidido a marcharse, con su equipaje preparado. Solo la serenidad Teodora permitió que la rebelión fuera finalmente sofocada por el general Belisario. 

– ¿Cómo lo logró? –preguntó curiosa Francesca.

– Haciendo comprender a Justiniano que es mejor morir como un emperador que lucha para defender y conservar su trono en lugar de huir asustado y vivir en el exilio. De ahí su famosa frase: “La púrpura es una excelente mortaja”.