Por fin, tras una pronunciada
subida, Norte detuvo el coche en una pequeña explanada. Un profundo silencio,
solo interrumpido por el viento frío y seco que azotaba sin tregua la colina sobre la que resistían una parte de
los viejos lienzos de la muralla del Castillo Califal de Gormaz, realzaba todavía
más la hermosa panorámica que se extendía hasta el horizonte.
Un cielo plomizo y amenazador
servía como telón de fondo a campos arados y sabinares hasta donde alcanzaba la
vista. Y, en primer plano, el río Duero serpenteaba rodeado de choperas teñidas
de otoño, dando una pincelada de color a aquel cuadro.
Era el mismo río, que ahora
discurría tranquilo, el que había servido de frontera divisoria entre culturas;
formas de ver y sentir la vida diametralmente opuestas.
Se miraron y, sin cruzar una sola
palabra, se pusieron los guantes, ajustaron sus bufandas y con resignación
salieron del coche. Allí afuera, la sensación de frío, posiblemente
incrementada por el viento, les recordó que la meseta soriana no estaba hecha
para gente del Sur.
Antes se habían detenido en la
Ermita de San Miguel, a media ladera, y se habían quedado fascinados por sus
pinturas. Como en el caso de San Baudelio, también sus muros fueron recubiertos con frescos románicos, allá por el siglo XI.
Escenas de la Natividad, combates entre caballeros, los tres Reyes Magos
dirigiéndose al Palacio de Herodes y, sobre todo, el pesado de las Almas con
San Miguel y un diablo.
Francesca se sorprendió,
acostumbrada a la riqueza arquitectónica de su país, de la simplicidad del
pre-románico o mozárabe, realizado por los cristianos liberados del yugo
sarraceno y todavía sin influencias europeas. Era tierra recién reconquistada.
Tierra nueva, llena de esperanza pero también repleta de peligros e
incertidumbres.
Caminaron a buen paso desde el
cálido ambiente del automóvil hasta la puerta de entrada a la fortaleza
procurando protegerse el uno al otro del viento helado que soplaba en la
meseta.
Una vez en el interior, al amparo
de las murallas, se sintieron repentinamente reconfortados y se encontraron ante
una amplia explanada rodeada de murallas semiderruidas, erigidas en una atalaya
natural desde que se divisaba prácticamente toda la comarca. Resultaba de una
belleza sencilla y tosca, pero a la vez fascinante ya que las ruinas de la
antigua fortaleza califal parecían haber
sido incorporadas por la naturaleza al cerro, integrándolas en el paisaje.
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