Subió a buen ritmo la senda jalonada
de árboles que unía el aparcamiento con Santa María del Naranco. Un intenso
olor a tierra mojada impregnaba el ambiente después de la tormenta que había
descargado sobre Oviedo hacía apenas un par de horas. Respiró profundamente en
un intento de empaparse de ese aroma que de inmediato le produjo una enorme
sensación de bienestar y que le hizo olvidar la elevada pendiente del camino. No
sabría explicar el porqué, pero el caso es que para Norte, esa era una de las
cosas sencillas de la vida, esas que dibujaban una sonrisa en su rostro y evocaban
recuerdos felices.
Por fin, el camino desembocó en la
parte baja de un enorme prado de un intenso color verde. En la parte alta,
destacando sobre un cielo, que en ese momento mostraba retazos de un intenso
color azul, se levantaban los casi 1.200 años de historia del Aula Regia que el
rey Ramiro I mandó construir en el siglo IX.
Y de nuevo el intenso olor a
tierra mojada volvió a invadirle. Y es que la asociación era instantánea. Aroma,
cerebro y emoción. Tres variables de una ecuación que se resuelve
instantáneamente y que, sin embargo, resulta difícil de explicar. Norte siempre pensó que era el resultado de
una “conexión” con la naturaleza. Porque sensaciones similares se las producían
la brisa marina en la cara, el ruido de las olas rompiendo en una playa o el
olor a hierba recién segada.
Todavía le quedaban unos minutos
hasta el comienzo de la visita guiada que había concertado, así que se dedicó a
admirar el bello y armonioso edificio, prácticamente simétrico y con una gran
sensación de verticalidad. Pero lo que a Norte le llamó la atención fueron los pequeños
detalles. En la fachada oriental tres pequeñas ventanas, en ese momento
iluminadas por el sol, destacaban por su sencillez.
Por fin, puntual, el guía los
convocó para la visita al interior. Frente a las escaleras de acceso se
congregaron los apenas media docena de visitantes que esperaban inquietos a que
diese comienzo el pequeño viaje por la historia.
Si el exterior llamaba la atención,
el interior superó todas sus expectativas. Fiel a su idea de no contaminar sus
viajes con excesiva información, Norte se cuidó de buscar información gráfica en
detalle sobre el edificio y, poco a poco, las metódicas y precisas explicaciones
del guía dejaron de interesarle, abandonándose a la simple contemplación de la
armoniosa estancia que era la planta superior.
Recordó entonces que muchas de esas
cosas sencillas que le venían a la mente formaban parte del decálogo vital de
Francesca. Y de pronto deseó tenerla allí, a su lado y disfrutar juntos del sol
sobre sus rostros, de la brisa en su cara y del olor a tierra mojada. De recrearse
con la simple contemplación de aquellas piedras milenarias cargadas de
historia, que habían sido capaces de llegar hasta nosotros como testimonio de
otras gentes, de otra forma de pensar y que formaban parte del entorno como si
fuese un elemento más, como si la naturaleza las hubiese integrado como algo
suyo.
Aprovechando la extensa
explicación del guía, Norte salió a una de las balconadas exteriores y tomó su
teléfono para enviar un wasap a Francesca. Simplemente escribió la última frase
de su decálogo personal: “Sonreír al darte cuenta de que no necesitas nada más
para ser feliz”.
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