domingo, 21 de junio de 2015

Recuerdos de los que allí vivieron


A esas horas de la mañana, solo las pisadas de sus botas y los rítmicos golpes metálicos de sus bastones resonaban en el suelo empedrado de las estrechas callejuelas de Herrán. Habían dejado aparcado su vehículo en una pequeña explanada, justo a la entrada del pueblo en la que, como perros fieles, esperaban a sus amos una gran furgoneta de matrícula francesa y un todo terreno con infinidad de pegatinas de parques naturales en su parte trasera, como si se tratase un viejo coronel que luciese cada una de las condecoraciones y honores recibidas en toda una vida de servcio.

No les hizo falta preguntar. El camino estaba suficientemente indicado, así que nada más atravesar el pueblo, un antiguo molino les marcó el inicio de la senda. Una senda mil veces hollada por las legiones romanas en su camino hacia el Norte y ahora tránsito pausado de excursionistas amantes de la naturaleza. Y de inmediato una sinfonía de aromas los alcanzó.  

- ¿Los reconoces? –preguntó de inmediato Francesca tras una profunda y larga inspiración-. Los matices frescos y agrestes del romero.

- Sí -contestó Norte deteniéndose unos instantes para admirar con perspectiva la profunda hendidura producida  por el río Purón en la Sierra de Árcena -. Y el boj, con su olor penetrante, intenso y almizclado, con un toque a tierra húmeda.


- ¡Y el olor resinoso y acre del enebro! –apuntó de nuevo ella, en un ejercicio de agudeza olfativa. ¿Sabes?, en mi tierra el enebro está asociado a muchas leyendas… pero especialmente se le considera como una planta protectora de las personas. Dice la leyenda –continuó Francesca con ese acento cálido y aterciopelado que a Norte le parecía irresistible- que protegió al niño Jesús, oculto bajo unas ramas de este árbol, cuando huía de Herodes con María y José. Imagino que es por ese sentido de protección que se le atribuyó que, en la Edad Media, se colgaban ramos de esta planta en las puertas para espantar a las brujas y todavía se utiliza para proteger establos de animales.

Para Norte el enebro era especial. Siempre le había atraído aquella especie arbórea capaz de sobrevivir en unas condiciones tan duras, en suelos pobres y con condiciones climáticas muy limitantes, así que enseguida comprendió que la senda que estaban realizando podría resultarle realmente atractiva.


Caminaron en silencio hasta llegar al desfiladero del río Purón, una angosta garganta labrada por el río que se salva gracias al puente de origen romano.

- ¡Allí arriba! –exclamó Francesca señalando  una pequeña edificación levantada al abrigo de un voladizo de una enorme peña.

Se trataba, de una pequeña ermita de la que apenas quedaban cuatro paredes y cuyos orígenes se remontaban al siglo IX. Según rezaba un pequeño panel informativo, había estado bajo la advocación de San Felices primero y San Roque más tarde y en su interior, por todas partes, cientos de firmas grabadas en sus paredes conformaban una abigarrada decoración, testimonio del paso efímero de otros tantos “artistas” más recientes que habían querido dejar su impronta.


Continuaron ascendiendo por una senda tallada en la roca, acompañando al río Purón mientras se precipitaba con estrépito, formando pequeñas cascadas que se remansan en pequeñas pozas para inmediatamente volver a despeñarse durante un nuevo tramo. Encaramados en las paredes, pinos, boj y encinas se empecinan en crecer a pesar de la ausencia de suelo.

Por fin, el desfiladero opresivo que los rodeaba se abrió, dando paso a un extenso pastizal enmarcado por las laderas del Vallegrull y Santa Ana. Y al fondo, encaramada sobre un promontorio rocoso, la Iglesia de San Esteban; vigilante silenciosa de un pueblo, Ribera, del que ya solos quedaban algunas paredes cubiertas de vegetación y los recuerdos de los que allí vivieron.

Los restos de un camino, ahora solo perceptible por los pasos de los caminantes ocasionales, ascendían cansinamente hasta llegar a lo más alto del lugar donde todavía se mantienen en un equilibrio precario el templo románico, testigo mudo de las historias sencillas de los moradores de aquel lugar.


- Bello! –exclamó Francesca nada más llegar al exiguo atrio que rodeaba la iglesia.

Una bella portada románica se mantenía milagrosamente en pie enmarcando la entrada a la iglesia. Por todas partes, creciendo libremente, restos de vegetación, consumando el plan de la naturaleza para reclamar y recuperar lo que le pertenecía. Y en el interior del templo unas bellas pinturas murales a punto de sucumbir, daban testimonio de la fe ciega que aquellas gentes habían depositado en la religión.

A su alrededor el extenso pastizal que acababan de recorrer se extendía a sus pies como una gigantesca alfombra enmarcada por los bosques que ascendían por las laderas del Santa Ana y mantenían vivos los recuerdos de los que allí vivieron.


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