- Déjeme aquí por favor –pidió Norte en cuanto avistó el ruinoso cartel de
entrada al parque flanqueando la pista de tierra que le había permitido llegar
cómodamente desde la pequeña localidad de Santa Elena, en la Isla Flores, hasta
el corazón de la ciudad maya de Tikal.
Tras acordar con el afable taxista la hora a la que lo recogería, Norte se
despidió y esperó a que la furgoneta se alejara, difuminándose lentamente entre
la tenue bruma que lo envolvía todo y que comenzaba a desvanecerse a medida que
amanecía.
Un silencio atronador, lo envolvió
tan pronto el ruido del motor dejó de oírse. Y, de pronto, la vegetación
exuberante y opresiva que crecía a ambos lados de la pista forestal, pareció abalanzarse
sobre él. Más allá de la exigua trocha abierta en la selva, Norte solo pudo
distinguir la maleza enmarañada, la espesura verde, inquietante y sin límites
que estremecía los sentidos.
Comenzó a caminar con una ligera sonrisa dibujada en su rostro. Verse allí
solo, rodeado por la inmensidad del bosque húmedo subtropical de más de 11.000
años de antigüedad, le transportó a uno de sus sueños de juventud. Recordó
cuando devoraba con pasión las narraciones de las aventuras de arqueólogos y
exploradores. En cierta medida se sentía como uno de aquellos descubridores que
sacaron a la luz los últimos secretos que escondía celosamente la madre tierra.
Imaginó la emoción que debieron sentir John Lloyd Stephens y Frederick Catherwood cuando, a mediados del siglo XIX, exploraron los restos de la
civilización maya en la selva de El Petén. Comprendió la obsesión de Heinrich Schliemann para dar con la mítica
ciudad de Troya o quizás la sensación de sorpresa y emoción que debió sentir
Howard Carter cuando descubrió la tumba de Tutankamon.
Tan pronto cumplimentó los trámites de entrada al parque, se alejó de los escasos
visitantes que había en aquella época del año y que se dirigían en masa hacia
la Gran Plaza; allí donde los habitantes
de la ciudad-estado de Tikal habían decidido levantar las edificaciones más
extraordinarias. Buscaban quizás beberse de un solo trago la visita, liquidar
de un vistazo la excursión por uno de los lugares más bellos del mundo.
Él, sin embargo, se proponía paladear a pequeños sorbos cada rincón de aquel lugar mágico y carismático, repleto de restos
arqueológicos de una civilización desvanecida de una manera misteriosa después
de 3.000 años de reinado absoluto.
Tomó un camino secundario que lo apartó de inmediato de las conversaciones
nerviosas de los turistas y, poco a poco, se fue adentrando en la espesura de
la selva. Esparcidos por todas partes, como si de un campo de batalla se
tratase, los vestigios de las edificaciones levantadas por los mayas libraban
todavía una dura batalla con la vegetación que, voraz e insaciable, los
engullía, incorporándolos como un elemento más de su ecosistema.
Y, de pronto, la estrecha senda por la que avanzaba se ensanchó y Norte
pudo, por fin contemplar una pequeña pirámide totalmente reconstruida.
Presidiéndola, varias estelas se erigían orgullosas delante justo de la
escalinata, dándole el toque solemne y pomposo a unas estructuras con pirámides
gemelas que los mayas erigían al finalizar cada Ka´tun, es decir, cada 20 años
en su calendario.
Continuó su marcha a través de la espesa vegetación hasta que los gritos
guturales y profundos de una colonia de monos aulladores le dieron la
bienvenida. Frente a él se levantaba orgulloso el Templo V, una superestructura de 57 metros que sobresalía
por encima de la vegetación hacia el cielo de El Petén.
Cuando, jadeante, Norte llegó a su cima pudo por fin contemplar un
espectáculo único. A sus pies un océano
verde se extendía hasta el infinito y, a su alrededor, otros templos
como islas pétreas, despuntaban sobre la espesura vegetal resistiendo las
acometidas de la selva en un intento de perpetuar la memoria de sus
constructores.
Se sentó durante un buen rato, bajo los restos de la enorme crestería que
coronaba el templo dedicado a Chak, Dios de la lluvia. Desde allí arriba los
visitantes que caminaban por su base parecían pequeños insectos pululando a sus
pies,… y se imaginó a los sacerdotes intercediendo entre los dioses y los
súbditos desde la posición que él en ese momento ocupaba.
Deambuló sin rumbo fijo por sendas y restos que daban fe de las enormes
dimensiones de aquella ciudad que tuvo que ser Tikal, una ciudad que algunos
momentos llegó a albergar a más de 100.000 almas. Una ciudad construida, y una
población mantenida gracias al maíz, la fuerza motriz del mundo maya. Una ciudad
cuyo nombre en idioma maya Itzá significa “lugar de las voces” y que ahora
sobrecogía hasta hacer estremecer a los visitantes por el silencio de sus
piedras.
Se topó con la Gran Pirámide del Mundo Perdido, una superestructura de más
de 30 metros de altura que formaba parte de un complejo ceremonial con una
función fundamentalmente astronómica.
Finalmente se dirigió hacia la Gran Plaza. Su visión lo sobrecogió de tal
forma que se detuvo durante un buen rato admirando un conjunto monumental
único. La acrópolis central, un enmarañado complejo de templos y palacios se
levantaba entre dos enormes y emblemáticas pirámides, el Templo I o la Pirámide
del Gran Jaguar y el Templo II o de Las Máscaras.
Por fin, descendió hasta la Gran Plaza. Apenas quedaban turistas, así que
se sentó allí en medio, con la Pirámide del Gran Jaguar como escenario único y majestuoso
de la ciudad maya mas grande, jamás excavada, intentando quizás escuchar el silencio de sus
piedras.
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