domingo, 16 de agosto de 2015

El silencio de las piedras


- Déjeme aquí por favor –pidió Norte en cuanto avistó el ruinoso cartel de entrada al parque flanqueando la pista de tierra que le había permitido llegar cómodamente desde la pequeña localidad de Santa Elena, en la Isla Flores, hasta el corazón de la ciudad maya de Tikal.

Tras acordar con el afable taxista la hora a la que lo recogería, Norte se despidió y esperó a que la furgoneta se alejara, difuminándose lentamente entre la tenue bruma que lo envolvía todo y que comenzaba a desvanecerse a medida que amanecía.


Un silencio  atronador, lo envolvió tan pronto  el ruido del motor  dejó de oírse. Y, de pronto, la vegetación exuberante y opresiva que crecía a ambos lados de la pista forestal, pareció abalanzarse sobre él. Más allá de la exigua trocha abierta en la selva, Norte solo pudo distinguir la maleza enmarañada, la espesura verde, inquietante y sin límites que estremecía los sentidos.

Comenzó a caminar con una ligera sonrisa dibujada en su rostro. Verse allí solo, rodeado por la inmensidad del bosque húmedo subtropical de más de 11.000 años de antigüedad, le transportó a uno de sus sueños de juventud. Recordó cuando devoraba con pasión las narraciones de las aventuras de arqueólogos y exploradores. En cierta medida se sentía como uno de aquellos descubridores que sacaron a la luz los últimos secretos que escondía celosamente la madre tierra. Imaginó la emoción que debieron sentir John Lloyd Stephens y Frederick Catherwood cuando, a mediados del siglo XIX, exploraron los restos de la civilización maya en la selva de El Petén. Comprendió la obsesión de  Heinrich Schliemann para dar con la mítica ciudad de Troya o quizás la sensación de sorpresa y emoción que debió sentir Howard Carter cuando descubrió la tumba de Tutankamon.

Tan pronto cumplimentó los trámites de entrada al parque, se alejó de los escasos visitantes que había en aquella época del año y que se dirigían en masa hacia la  Gran Plaza; allí donde los habitantes de la ciudad-estado de Tikal habían decidido levantar las edificaciones más extraordinarias. Buscaban quizás beberse de un solo trago la visita, liquidar de un vistazo la excursión por uno de los lugares más bellos del mundo.

Él, sin embargo, se proponía paladear a pequeños sorbos cada rincón de aquel  lugar mágico y carismático, repleto de restos arqueológicos de una civilización desvanecida de una manera misteriosa después de 3.000 años de reinado absoluto.

Tomó un camino secundario que lo apartó de inmediato de las conversaciones nerviosas de los turistas y, poco a poco, se fue adentrando en la espesura de la selva. Esparcidos por todas partes, como si de un campo de batalla se tratase, los vestigios de las edificaciones levantadas por los mayas libraban todavía una dura batalla con la vegetación que, voraz e insaciable, los engullía, incorporándolos como un elemento más de su ecosistema.


Y, de pronto, la estrecha senda por la que avanzaba se ensanchó y Norte pudo, por fin contemplar una pequeña pirámide totalmente reconstruida. Presidiéndola, varias estelas se erigían orgullosas delante justo de la escalinata, dándole el toque solemne y pomposo a unas estructuras con pirámides gemelas que los mayas erigían al finalizar cada Ka´tun, es decir, cada 20 años en su calendario.


Continuó su marcha a través de la espesa vegetación hasta que los gritos guturales y profundos de una colonia de monos aulladores le dieron la bienvenida. Frente a él se levantaba orgulloso el Templo V,  una superestructura de 57 metros que sobresalía por encima de la vegetación hacia el cielo de El Petén.



Cuando, jadeante, Norte llegó a su cima pudo por fin contemplar un espectáculo único. A sus pies un océano  verde se extendía hasta el infinito y, a su alrededor, otros templos como islas pétreas, despuntaban sobre la espesura vegetal resistiendo las acometidas de la selva en un intento de perpetuar la memoria de sus constructores. 


Se sentó durante un buen rato, bajo los restos de la enorme crestería que coronaba el templo dedicado a Chak, Dios de la lluvia. Desde allí arriba los visitantes que caminaban por su base parecían pequeños insectos pululando a sus pies,… y se imaginó a los sacerdotes intercediendo entre los dioses y los súbditos desde la posición que él en ese momento ocupaba.


Deambuló sin rumbo fijo por sendas y restos que daban fe de las enormes dimensiones de aquella ciudad que tuvo que ser Tikal, una ciudad que algunos momentos llegó a albergar a más de 100.000 almas. Una ciudad construida, y una población mantenida gracias al maíz, la fuerza motriz del mundo maya. Una ciudad cuyo nombre en idioma maya Itzá significa “lugar de las voces” y que ahora sobrecogía hasta hacer estremecer a los visitantes por el silencio de sus piedras.

Se topó con la Gran Pirámide del Mundo Perdido, una superestructura de más de 30 metros de altura que formaba parte de un complejo ceremonial con una función fundamentalmente astronómica.


Finalmente se dirigió hacia la Gran Plaza. Su visión lo sobrecogió de tal forma que se detuvo durante un buen rato admirando un conjunto monumental único. La acrópolis central, un enmarañado complejo de templos y palacios se levantaba entre dos enormes y emblemáticas pirámides, el Templo I o la Pirámide del Gran Jaguar y el Templo II o de Las Máscaras.


Por fin, descendió hasta la Gran Plaza. Apenas quedaban turistas, así que se sentó allí en medio, con la Pirámide del Gran Jaguar como escenario único y majestuoso de la ciudad maya mas grande, jamás excavada, intentando quizás escuchar el silencio de sus piedras.


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