viernes, 17 de junio de 2016

El inventor de momentos


La llovizna pertinaz que los acompañó durante todo el viaje seguía cayendo obstinadamente cuando llegaron a Rotherburg ob der Tauber. También allí, una tenue neblina envolvía el paisaje que difuminaba los contornos y le daba un aspecto ilusorio, casi irreal a la hermosa campiña de Baviera.  El color de los tiernos brotes primaverales de los tilos, sauces y arces rivalizaban con el verde intenso de los prados, salpicados por pequeñas pinceladas de color de los cerezos y manzanos cuajados de flores. Y como telón de fondo, conformando una de las ciudades medievales más fascinantes de toda Europa, un apretado racimo de hermosas casas con entramado de madera, fachadas multicolores y empinados tejados que pugnaban por desafiar el abrazo de las murallas que las rodeaban.


Deambularon sin rumbo como hacían a menudo, buscando en silencio una de las muchas entradas que permitían acceder al interior del recinto amurallado y el azar los llevó hasta la Puerta de Röder. Nada más traspasarla, la atmósfera medieval, que impregnaba hasta la última piedra de aquella ciudad, los atrapó.


Era como si el tiempo se hubiese detenido. Atravesar aquella puerta los había transportado, en apenas una docena de pasos, hasta la Edad Media. Atrás quedaban los edificios de aspecto anodino e insustancial, impregnados por el pragmatismo y la rigidez de la normativa urbanística germana que tanto desagradaba a Norte y que Francesca, quizás por su origen, detestaba. 

Caminaron dejándose llevar por la intuición, sabedores de que quizás esa habilidad para conocer, comprender o percibir algo sin la intervención de la razón es la mejor guía de viajes. Avanzaron despacio, paladeando cada rincón, cada casa, cada una de las torres hasta toparse con la Marktplatz, lugar donde antaño se articulaba la vida económica y social de la población y que ahora  se había convertido en el centro neurálgico del turismo. Porqué, a pesar del día lluvioso, un buen número de viajeros merodeaba por el lugar, quizás a la espera de que en el reloj artístico del Ratstrinkstube se representase el “Trago Magistral”; una escena que se repetía, una y otra vez, como si se tratara de un bucle temporal en que los turistas quedaban atrapados, desde que en el año 1631, el alcalde Nusch tomara de un solo trago los 3,25 litros de vino ante la mirada del Conde de Tilly, para así salvar a Rothenburg de la destrucción durante la guerra de los 30 años. 


Enfrente, justo al otro lado de la plaza, una gran fuente presidida por la figura del caballero San Jorge con su espada matando dragones, hacía de antesala al práctico mirador que un alcalde de la ciudad mandó construir en 1488 para poder ver más cómodamente las ejecuciones que tenían lugar en el centro de la plaza.


Descendieron por la calle para darse de bruces con el Burggarten, una hermosa zona ajardinada que ocupaba el solar en el que antaño se había erigido un castillo. A Norte, más que un jardín, le parecían una extensión en miniatura de la bella campiña que había atravesado para llegar hasta aquella localidad. Senderos tortuosos, parterres de flores y pequeñas praderas con árboles y arbustos creciendo al azar, daban a aquellos jardines un aspecto  silvestre, con apariencia de naturaleza anárquica.


Mientras él realizaba estas cábalas, Francesca, como hacía con frecuencia, se preguntaba qué era lo que realmente le atraía de Norte. En realidad él mismo le había hecho esa pregunta en infinidad de ocasiones..., entonces ella desgranaba, uno a uno, muchos de los rasgos de su personalidad que más le atraían. Hasta que, en ese momento, cayó en la cuenta de que era lo que realmente le gustaba de él. Era simplemente su modo especial de ver la vida; esa capacidad que él tenía de maravillarse y sorprenderse por cuanto los rodeaba. En su compañía Francesca era capaz de disfrutar de cada instante. Para ella, Norte era un inventor de momentos, capaz de hacerle descubrir una inesperada fuente de bienestar en las cosas más simples.

- ¿En qué piensas? -preguntó de pronto Norte, con ese rictus tan característico de sus cejas cuando hacía una pregunta.

- Eh, en nada, … en nada,... -respondió Francesca sorprendida por la pregunta, justo cuando llegaban al Plönlein, quizás el lugar más fotografiado de Rothenburg, que con frecuencia sirve de imagen de portada para muchas guías de Alemania y que ellos, afortunadamente, desconocían hasta ese momento.


Y Francesca sonrió al comprobar por el rabillo del ojo que Norte elevaba su ceja izquierda, quizás dispuesto a inventar uno de esos momentos que a ella le fascinaban.