viernes, 29 de julio de 2016

Trenzando letras y caminos


Lo había hecho infinidad de veces. Leer un libro cuya trama se desarrollaba en lugares reales para más tarde visitarlos, disfrutarlos, saborearlos,… intentar ponerse en la piel del escritor y descubrir el por qué ese territorio le había cautivado de esa manera, intentar descifrar qué le había llevado a situar la acción en ese lugar… desde siempre, le había producido un especial deleite. Y, últimamente, esa inclinación se había visto acrecentada... hasta tal punto que cuando se topaba con un pasaje en el que se integraban  territorio, con todo lo que conlleva el término, y una temática de interés, se apoderaba de él un deseo irresistible de conocer de primera mano el lugar o de volver, en que caso de que ya estuviese, y poder disfrutarlo desde esa nueva óptica que le aportaba el autor.

Y este era el caso. Norte conocía el lugar. Se trataba de la Ribeira Sacra y había estado allí con anterioridad en numerosas ocasiones, pero después de leer el libro que tenía en sus manos había decido volver y contemplarlo desde aquella otra perspectiva que le sugería el autor y que desarrollaba, como un tema secundario de su novela, el abandono y el dramático proceso de ruina y expolio al que se ven sometidos muchos elementos del patrimonio cultural.

Desde la majestuosa atalaya del castillo de Castro Caldelas, Norte disfrutó de una hermosa y privilegiada vista. A sus pies se extendía una fértil comarca en cuyo centro pudo vislumbrar la todavía imponente estructura del Monasteriode San Paio de Abeleda. No fue necesario abrir el libro.  Había interiorizado de tal modo esos pasajes, le habían impactado de tal manera que, ahora después de pasearse entre las ruinas de lo que un día fue un hermoso edificio, Norte comprendió que había llevado al autor a incorporar y denunciar en su novela el proceso de abandono y expolio que estaba sufriendo el antiguo cenobio.

En concreto, quería recobrar el momento en el que el protagonista de la novela narra en primera persona cuando se encuentra los restos de un cenobio abandonado y le produce una fuerte atracción desde su óptica de artista:

“Llevaba recorrido un buen número de kilómetros cuando, tras una curva muy pronunciada, se abrió ante mí un extenso valle. Prácticamente estaba ocupado por pequeñas, y aparentemente muchas de ellas abandonadas, parcelas agrícolas delimitadas por caminos, pequeños muros o líneas de setos casi arbóreos. En el centro, dominando una buena parte del territorio, se destacaba una enorme construcción ruinosa que rápidamente captó mi atención. En torno a una desvencijada iglesia se levantaban los altos muros semiderruidos, cubiertos de vegetación en muchas partes; entre las cubiertas hundidas, emergían poderosas como símbolos de pasado esplendoroso, las chimeneas de unos hogares que hacía muchos años que no se habían encendido. 


La visión de aquel conjunto me atrajo de inmediato. No sabía muy bien por qué pero, de pronto, ya no deseaba regresar con tanta urgencia y la necesidad de saber que era aquel formidable edificio y que circunstancias lo habían llevado a aquel estado de abandono se apoderó de mí. Me imagino que era fruto del historiador que todavía llevaba dentro.

Busqué un lugar al borde de la carretera donde parar y observarlo con más detenimiento. Aparentemente se trataba de un antiguo convento en ruinas del que solo la iglesia era claramente reconocible desde aquella distancia. El resto estaba compuesto por una amalgama de gruesos muros de mampostería en donde se apreciaban claramente las ventanas, huertos adyacentes con viñedos abandonados y árboles de grandes dimensiones creciendo sin control que completaban un cuadro decadente pero no falto de belleza. Traté de hacer memoria pero, por más que lo intenté, no lograba recordar de qué edificio se podía tratar.

La curiosidad dio paso al interés. Aquella construcción representaba muy bien la idea de los microcosmos que estaba buscando. A pesar de su abandono, de sus cubiertas caídas, de la maleza que crecía sin control entre los muros desconchados, todavía se podía apreciar que había sido el centro en torno al cual giró la vida de aquel valle y sus alrededores. Aún ahora, en ese estado, por lo menos desde la perspectiva del paisaje, su imponente presencia seguía marcando el eje alrededor del cual se configuraba la comarca. No cabía la menor duda que, de nuevo, me encontraba frente a una vista susceptible de convertirse en un paisaje esférico a través de uno de mis cuadros.

Después de fotografiarlo decidí posponer durante un par de horas el viaje de vuelta y acercarme para observarlo con detalle. Continué por la carretera buscando alguna vía que me condujera hasta allí  y, tras un par de intentos  fallidos que me llevaron a ninguna parte, encontré una estrecha pista que serpenteaba bordeando un muro de piedra de poco más de un metro de altura que me condujo directamente a una gran explanada. Al fondo se encontraba limitada por una muralla en donde se abría una puerta cerrada por una verja y tras la cual se podía ver una gran plaza interior empedrada rodeada de edificios también en ruinas.

Mientras me aproximaba, rebuscaba en lo más profundo de mis recuerdos de alumno de historia el nombre de aquel cenobio, pues ya no me cabía duda alguna de que se trataba de un antiguo centro monástico, pero a pesar de mis repetidos esfuerzos por hacer memoria fui incapaz de recordarlo. En mi época de estudiante, la práctica totalidad de los monasterios de aquella zona se encontraban semi abandonados o en un estado de ruina absoluta y no fue hasta la década de los noventa en la que edificios emblemáticos como San Pedro de Rocas, San Estevo de Ribas de Sil o Santa Cristina de Ribas de Sil comenzaron a ser restaurados con mayor o menor fortuna. Lo que realmente me llamó la atención fue encontrarme con un convento de aquellas dimensiones en semejante estado de ruina cuando, por toda la comarca, se habían realizado importantes acciones para conservar su patrimonio artístico.

Un estrecho sendero me condujo hacia la parte trasera del conjunto. La decadencia y el abandono eran patentes en cada uno de los muros y de los edificios que me fui encontrando. Los cultivos de las huertas circundantes no eran una excepción y la maleza invadía los campos y viñedos más próximos a él. Continué caminando intentado sortear la vegetación, que en algunos tramos casi me impedía avanzar, hasta llegar justo al límite de los altos muros que rodeaban el conjunto de edificios. Allí una puerta cegada por altas zarzas me impidió explorar el interior así que rodeé las murallas traseras en un intento de dar con la entrada principal. Tras más de quince minutos de lucha contra una maleza que crecía sin control vi cómo, a lo lejos, un hombre se afanaba por tapiar una hermosa puerta con grandes bloques de cemento.


A medida que me acercaba percibía con mayor nitidez la melodía que canturreaba mientras, aparentemente sin apenas esfuerzo y con la habilidad de albañil veterano, colocaba uno tras otro las piezas que cegaban la entrada.

- ¡Buenos días! –saludé cuando apenas me restaban unos metros para llegar a su altura.

Tan ensimismado se encontraba que no se había percatado de mi presencia así que, sorprendido por el saludo, dio un respingo volcando el caldero con agua que tenía a su lado.

- ¡Joder que susto! –me respondió perplejo tras unos instantes de vacilación.

- Lo siento, no quería asustarlo –me disculpé− simplemente estaba buscando un lugar para poder ver el interior.

- Esto es una propiedad privada –me respondió en un tono brusco y seco− y no se puede visitar. Además está todo en ruinas y es peligroso.

- ¿Podría decirme de que edificio se trata? –insistí a pesar de sentir como me observaba con gesto desconfiado intentando descifrar mis verdaderas intenciones.

- Esta puerta que estoy tapiando es de la iglesia del convento de San Paio, aquí en Abeleda.

De inmediato recordé que en efecto había oído hablar de ese convento y que, ya en mi época de estudiante, se encontraba abandonado y en un serio estado de conservación y, por el aspecto que tenía, en todo ese tiempo nadie había sido capaz de detener el deterioro al que se había visto sometido.

Me encontraba en un pequeño atrio en el que se podían ver, surgiendo entre la maleza, algunas lápidas sepulcrales. A mi izquierda se abría, o quizás debía decir se estaba tapiando, la puerta que daba acceso a la iglesia. Se trataba de una hermosa portada coronada por un arco de medio punto cuyo tímpano estaba  decorado con unas hermosas pinturas todavía patentes a pesar de su evidente antigüedad. Justo enfrente, al otro lado del pequeño cementerio, se distinguía una magnífica puerta ojival invadida por las zarzas. 


- ¿Me podría dejar echar un vistazo? –me decidí a preguntar, tras un momento de titubeo, durante el cual el albañil no me quitó el ojo de encima ni un solo instante.

De nuevo recibí una parca negativa, así que decidí insistir un poco más explicándole las razones por las que quería conocer con un poco más de detalle aquel edificio.

- Mire usted, perdone que insista, pero le agradecería mucho que me permitiese ver el interior del edificio. Me llamo Diego Sobral, soy pintor y vivo en Pontevedra. Llevo desde ayer viajando por A Ribeira Sacra buscando modelos para mi nueva exposición de pintura y cuando vi este edificio desde la carretera me pareció muy sugestivo. Le pido por favor que me permita visitar el interior para conocer un poco más de él y así poder plasmar su verdadera esencia.

Tuve un atisbo de esperanza cuando un gesto en su rostro me pareció indicar que se lo estaba pensando pero, de nuevo, volvió a negarse, esta vez con un escueto movimiento de cabeza.

Desilusionado y un poco frustrado  me despedí del hombre, no sin antes echarle un último vistazo a aquella hermosa puerta que estaban tapiando y que seguro era solo la antesala de una bella iglesia.
Llevaba apenas un centenar de metros desandados cuando oí la llamada del albañil.

- ¡Oiga!, espere un momento.

Me giré y tras de mí, por el sendero que yo había abierto en la vegetación, avanzaba el operario haciendo señas con el brazo para llamar mi atención.

- Espere un momento –me dijo nada más llegar a mi altura− voy a acabar de tapiar la entrada de la iglesia y hasta que me traigan el marco y la puerta de metal que encargamos no se podrá volver a entrar. ¿Quiere echarle un vistazo?

- ¡Muchas gracias! –le contesté agradecido− le aseguro que solo será un momento. Ha sido una suerte encontrarlo aquí.

- Lo que fue una suerte es que no lo haya visto la guardia civil rondando por el convento. Llevamos varios robos seguidos y estos días están muy atentos. ¿Vino en coche?

- Sí, lo tengo aparcado en la explanada que hay aquí al lado.

- Pues lo más probable es que en cuanto lo vean desde la carretera se acerquen a comprobar de quién se trata y que hace aquí.

- Le aseguro que soy un pintor y que solo quiero conocer un poco más a fondo el edificio para documentarme todo lo posible. Por lo que vi hasta el momento su tipología no responde a los modelos clásicos que todos conocemos.

- Da igual. A estas alturas, como no se lleven las piedras de los muros, ya poco queda. Hace unos años –continuó cada vez más confiado− cogimos un camión que se llevaba la pila bautismal del monasterio y ahora la tenemos en la capilla de San Antonio que está entre las casas y es más difícil que la roben.

Cuando llegamos a la altura de la puerta de entrada a la iglesia pude contemplar un panorama desolador. A través del hueco que todavía no había tapiado se podía ver la única nave de la iglesia con las cubiertas caídas y la maleza invadiéndolo todo. En medio de toda aquella desolación, destacaban las pinturas policromadas repartidas por muchas zonas del edificio, en especial los capiteles decorados con bestias imaginarias y motivos vegetales.


- No entiendo mucho –continuó− soy un albañil pero creo que esto no es para tenerlo en este estado. Hace unos años se llevaron los retablos e incluso columnas de piedra, por eso digo que apenas queda ya nada por expoliar.

- ¿Pero nadie hace nada?, ¿la Iglesia no lo cuida?

- Esto ahora es privado. La diócesis de Ourense lo cedió por no sé cuantos años a unos empresarios para hacer un hotel pero la cosa no arranca y cada vez hay más retrasos. De cuando en cuando, nos enteramos que falta algo. Sin ir más lejos el otro día el encargado se encontró una enorme piedra tallada colocada en la base de un muro que rodea el convento, seguramente la tenían preparada para venir a buscarla con un coche. Buscamos y nos encontramos que correspondía a una parte de la lareira.

- Es terrible ver como impunemente se expolia el patrimonio –me quejé amargamente.

- La puerta que estoy tapiando es para evitar que la gente entre y acceda a las pinturas, posiblemente lo único que queda de valor. Hace apenas una semana  tiraron abajo la puerta de madera carcomida que había. Como ya le dije, se encargó una puerta y un marco de metal pero como tardará unos días, se tapia de momento toda la puerta por precaución.

Me fijé con más detenimiento y, a pesar de la distancia que me separaba de ellos, los capiteles policromados destacaban por sus vivos colores sobre el fondo crema de las paredes. También arcos y otros elementos constructivos presentaban el mismo tipo de policromía.

- Allí, tapada por la maleza –dijo señalando hacia el extremo opuesto a la iglesia− hay otra puerta, dicen que gótica, pero la parte más trabajada, con las figuras que la adornan, está orientada hacia el patio del convento, así que no se pueden ver. Es una lástima porque tiene mucho mérito.

Me despedí, después de agradecerle que me hubiese dejado echarle un vistazo, y volví sobre mis pasos para retomar el camino de vuelta. Sin embargo, tal y como me habían presagiado tan solo hacía un rato, en cuanto alcancé a ver mi coche pude comprobar que, aparcado a su lado, se encontraba un vehículo de la guardia civil y que un agente estaba tomando nota de algo mientras su compañero miraba con atención en el interior de mi viejo Peugeot a través de los cristales.” 
(La mujer que miraba las estelas de los aviones - A. Rodríguez, 2014)

sábado, 9 de julio de 2016

La caricia iridiscente


La calidez del sol primaveral sobre su rostro le ayudó a superar momentáneamente el pequeño bache anímico que le había producido la Barcelona que se había encontrado. No recordaba con exactitud cuánto tiempo había pasado desde su última visita a aquella hermosa ciudad, quizás 5 o 6 años y, a pesar de no suponer un lapsus de tiempo demasiado grande, lo cierto era que la ciudad que se encontró lo había decepcionado enormemente.

La ciudad que él recordaba se situaba a años luz de aquel hervidero de gente de un sinfín de  nacionalidades que pululaba por todas las esquinas, en una vorágine consumista de tópicos transformado en souvenirs de baja calidad. En un primer momento pensó que quizás ese fuese el precio de la fama, ese caro peaje que se debe pagar cuando una ciudad alcanza el éxito, esa pérdida de identidad aliñada con el “todo vale” cuando se manejan los fríos números de las cuentas de resultados de los negocios abiertos por y para los turistas. Durante un instante intentó ponerse en la piel de miles de barceloneses y barcelonesas que debían sufrir el martirio diario de las hordas de turistas en busca de lo obvio, de lo trivial; de los desembarcos diarios de miles de cruceristas que toman, como si de una cabeza de puente se tratara, las zonas más populares de la ciudad tratando de beberse de un solo trago toda la belleza que atesora Barcelona.

Se alejó de las Ramblas, atestadas de turistas hasta llegar al Moll de la Fusta, un hermoso paseo que discurre paralelo al Paseo de Colón. Norte disfrutaba de un agradable paseo refrescado por una ligera brisa del mar, ajeno al ajetreo que con toda seguridad tenían otras zonas de la ciudad. Desde allí podía ver, con la tranquilidad que proporciona la distancia, el Maremagnun y los enormes cruceros que, a esas horas, se encontraban dispuestos a partir no sin antes recoger a los últimos rezagados que habían desembarcado esa misma mañana.


Aunque Norte no era ajeno al turismo masivo y había estado en lugares en dónde sufrían la misma problemática como Venecia, Florencia o Brujas, para él Barcelona se había convertido en la primera ciudad en la que pudo comprobar de primera mano esa transformación tan radical. Había conocido una ciudad más humanizada, quizás más provinciana y en cierta medida cándida, mucho más amable… y ahora se había encontrado  con la trivialización de muchos de sus elementos de identidad. Recordó entonces un artículo que había leído recientemente “Bye bye Barcelona” que abordaba la problemática que estaba sufriendo la ciudad utilizando precisamente un documental contra el turismo masivo.


Continuó caminando hasta darse de bruces con un artista callejero que trataba de llamar la atención de los viandantes realizando enormes pompas de jabón. Como si se tratase de uno más de los niños que las miraban extasiados, Norte se sintió atrapado de inmediato por la hermosa iridiscencia de las burbujas de jabón brillando contra el cielo azul. A pesar de tratarse de uno más de las decenas de malabaristas, cantantes, acróbatas, estatuas vivientes y demás oficios artísticos que se repartían por toda la ciudad, Norte se dejó seducir por su etérea y efímera belleza, especialmente cuando una enorme burbuja arrastrada por la ligera brisa estalló en minúsculas partículas al contacto con su rostro,… como si de una caricia iridiscente se tratara.

Allí no había monumentos, ni iconos visuales que funcionaran como elementos de atracción para el turismo de masas y sin embargo estaba viviendo emociones acordes con su estilo de vida. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que quizás el turismo debería ser concebido como un ejercicio de convivencia urbana entre iguales.