viernes, 9 de septiembre de 2016

Entre la bruma del Pacífico


Después de tres horas de viaje, un gesto casi imperceptible, parecido quizás a una leve sonrisa, se dibujó en su rostro fatigado. Por fin dejaría la Carretera Panamericana Sur, atestada de enormes camiones y jalonada de cientos de anuncios publicitarios, para dirigirse a su destino. A pesar del confort del moderno 4x4 que había alquilado en Lima, lo cierto es que la ruta desde la capital le había resultado muy fatigosa y cansina. Más de 250 quilómetros a través de un terreno árido e inhóspito,  un desierto costero con colinas suaves, que alternaba con localidades al borde de la carretera no particularmente atractivas. De cuando en vez, algún que otro arbusto espinoso creciendo obstinadamente en aquel terreno reseco, subsistiendo quizás de la condensación de las brumas de la mañana y, cuando los acuíferos que bajan de las montañas lo permitían, se alternaban zonas con cultivos de algodón, vid o frutales.


Durante todo el viaje, y a medida que se aproximaba a la ciudad de Pisco, Norte no pudo dejar de revivir los sucesos ocurridos hacía ya 8 años, cuando poco después de abandonar aquella ciudad un enorme terremoto de magnitud 8 la asoló, dejando tras de sí un rastro de miles de damnificados, una destrucción casi total de la ciudad y un gran número de muertos. Y no pudo evitar recordar a Don Guillermo Huyhua, un barman de origen aimara con el que había compartido una generosa cantidad de pisco (aguardiente) hasta altas horas de la mañana hablando de lo divino y de lo humano. Tampoco pudo evitar acordarse de William, el guía que le acompañó a la Reserva de Paracas, un biólogo enamorado de su profesión que también, como otros muchos compatriotas, le confesó su deseo de ir a España a completar sus estudios de Ecología.

Era la primera vez que volvía a Perú después de aquel trágico suceso y parecía que los 8 años transcurridos no habían obrado el efecto benefactor que se suele atribuir al tiempo, ese lapso temporal que lentamente transforma el dolor en recuerdo.

Tan pronto llegó a la localidad de Paracas se dirigió hacia su destino. Quería volver a visitar La Reserva Nacional de Paracas, un lugar mágico en el que se puede contemplar como las frías y ricas aguas de la Corriente de Humboldt dan refugio y alimentación a una fauna asombrosamente numerosa.  


Un océano repleto de vida con una gran diversidad de peces y mamíferos marinos que continúa en la franja costera, con acantilados y playas en donde anidan y viven millones de aves.

Como otras muchas veces, Norte había tenido suerte; no había rastro de visitantes, así que detuvo el coche y caminó los últimos metros hasta asomarse a los acantilados y, una vez más como había ocurrido hacía 8 años, asombrarse por el estallido de vida, que apenas a unos metros de donde él se encontraba, se empeñaba en manifestarse en forma de leones marinos y pingüinos de Humboldt.


A su izquierda, aprovechando el abrigo que proporcionaban los estratos erosionados de la roca volcánica un grupo de piqueros incubaba pacientemente los huevos con el objetivo de sacar adelante una nueva generación que perpetuara su especie, en un ejercicio de abnegación y altruismo que a él siempre le había asombrado.


A lo lejos una gigantesca colonia de aves guaneras le hizo retrotraerse de nuevo en el tiempo, cuando su amigo William le mostraba una "pajarada" semejante compuesta por decenas de miles de piqueros, alcatraces y guanayes mientras le explicaba entusiasmado como cada individuo forma parte del complejo dispositivo que las corrientes frías de Humboldt originan, dando lugar a uno de los ecosistemas más productivos del planeta. Y de nuevo recordó con tristeza a Don Guillermo, a William y a tantas otras personas con la durante esos días había compartido unos momentos y de los que no había vuelto a saber.


Pero a Norte, lo que realmente le fascinaba de la Península de Paracas era quizás lo que menos le llamaba la atención a los visitantes. Sus llanuras desérticas que se extendían hasta el infinito, solo interrumpidas por la bruma del Pacífico que proporcionaba un velo sutil y etéreo a las arenas del desierto, teñidas de tonalidades rojizas, rosadas o amarillentas.

Y por unos instantes, como había ocurrido 8 años antes Norte se sintió como un astronauta en la superficie de un planeta hostil pero arrebatadoramente bello, oculto por la bruma de un océano inmenso.



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