viernes, 21 de octubre de 2016

Carretera al Sur del mundo


Después de varios días de una pertinaz y fría lluvia, el día amaneció claro, límpido, sin una sola nube que empañara el intenso color azul que ese día mostraba el cielo de Puerto Montt. Desde la ventana del hotel, la enorme Cruz que presidía el mirador de la isla Tenglo destacaba sobre el horizonte  y un esbozo de sonrisa se dibujó en su rostro. Estaba claro que la suerte le había acompañado y justo el día que había previsto, Norte podría cumplir uno de sus deseos más anhelados, y además con buen tiempo.

Porque en unos minutos, Norte iba a iniciar el recorrido por una ruta mítica, solo comparable a alguna de las carreteras más famosas del mundo, como la de Trollstigen (La Escalera del Troll) en Noruega o la Ruta 66 que recorre casi 4.000 km entre Chicago y los Ángeles.  Porque lo que él iba a transitar era, ni más ni menos, una parte de la Carretera Austral (CH-7) al Sur de Chile que comunica las ciudades de Puerto Montt y Villa O'Higgins, separadas por casi 1.300 km. Un recorrido verdaderamente hermoso y seductor que coquetea con los Andes Patagónicos y con fascinantes campos de hielo, que atraviesa ríos turbulentos y bordea espectaculares lagos. Todo ello a través de una carretera con firme de grava que se dirige al Sur del mundo, no apta para conductores sin experiencia.

Nada más accionar el contacto del todoterreno que había alquilado, Norte comprendió que la aventura soñada durante meses había comenzado por fin y que, a pesar de que solo tenía tiempo para recorrer un pequeño tramo, estaba a punto de comenzar un bello álbum de recuerdos que jamás se borraría de su mente.

Los primeros quilómetros, a medida que se alejaba de Puerto Montt, transcurrieron por una carretera asfaltada que serpenteaba entre suaves colinas, abandonando por momentos la costa para volver a asomarse al mar al cabo de unos quilómetros y que, a pesar de su belleza, hizo surgir en Norte un casi imperceptible sentimiento de decepción, deseoso de circular ya por la trocha abierta en la selva húmeda chilena.

Y de pronto, todo cambió. Nada más llegar a Caleta La Arena, la carretera se cortó abruptamente en una pequeña rambla que se perdía en el mar, como si ésta continuase por el fondo del océano. Encandilado con el paisaje que se abría ante sus ojos, redujo la velocidad de su vehículo hasta situarse tras un camión salmonero que pacientemente esperaba en el embarcadero la llegada del ferry, para trasladarlo hasta la Caleta Puelche al otro lado del seno del Rolancaví.


La corta travesía, de poco más de media hora, le permitió tener una nueva perspectiva y admirar la densa y exuberante vegetación, con los arrayanes, tepas y lumas que se precipitaban hacia el mar para detenerse abruptamente al borde del Océano Pacífico. Desde la embarcación, la visión del bosque, su conjunción con el mar que lo rodeaba, le pareció simplemente soberbia, un caos que sobrepasaba todos los sentidos.


Nada más doblar el cabo, como emergiendo del océano, nuevamente otra rampla conectaba con la carretera para continuar su lento y sinuoso avance por una vía de ripio y barro que se abría paso a través de una vegetación que se empeñaba obstinadamente en crecer sobre cada centímetro cuadrado de suelo. Porque el bosque fue una de las razones que impulsaron a Norte a emprender esa pequeña aventura y, al igual que en tiempos pasados el hombre navegó a esas tierras en la búsqueda de la madera de alerce, Norte viajaba ahora para ver los últimos vestigios de su presencia en aquellas tierras, apenas 70 años después de aquella vorágine que acabó con los bosques de alerce.


Porque lo que Norte podía ver ahora era una triste caricatura de lo que un día fueron hermosos bosques de alerces con ejemplares de 2000 y 3000 años de antigüedad (sí, has leído bien) que fueron talados sistemáticamente para aprovechar su madera debido a su resistencia a la putrefacción.  


A ambos lados de la carretera, la vegetación pugnaba por cerrar de nuevo la exigua trocha abierta en los bosques en los que hasta hace pocos años reinó el alerce. Condujo con precaución hasta habituarse a esa sensación de inestabilidad que uno tiene cuando circula sobre este tipo de firme, y Norte enseguida comprendió los numerosos consejos que le habían dado para transitar por carreteras de ripio en la oficina donde había alquilado el coche. Roderas, velocidad moderada, posibles pinchazos, barro, animales cruzando la calzada y un largo etc. de recomendaciones le mantuvieron alerta durante todo el viaje.

Por fin, un claro en el bosque le permitió ver un soberbio ejemplar. Apenas a unos metros de la carretera la inconfundible silueta piramidal de su copa contrastaba con el azul intenso del cielo austral, haciendo más bello si cabe el follaje apretado, irregular y siempreverde de la Fitzroya cupresoides, denominación científica del alerce cuyo nombre genérico fue puesto en honor al oficial de la marina británica, Robert Fitz Roy, comandante del Beagle que navegó por estos lugares acompañado nada menos que por Charles Darwin como naturalista.


A su lado enormes tocones, restos de antiguos árboles apeados ya hacía muchos años, atestiguan la ambición del hombre y nos recuerdan constantemente su desconocimiento en la gestión racional de los recursos naturales. Porqué, para Norte, todo lo relacionado con esta especie poseía un cierto halo de romanticismo derivado quizás de su milenaria longevidad que se pierde entre las brumas del tiempo. Desde su nombre en lenguaje mapuche (lawan), hasta el hermoso veteado de su madera rojiza empleada en las tejuelas de madera que recubren las iglesias de Chiloé, pasando por las talas masivas e incendios que llevaron a la especie al borde de la desaparición.

Finalmente regresó a su vehículo, no sin antes echarle una última mirada a aquel ejemplar que acumulaba unos cuantos siglos a sus espaldas y que permanecía en pie como mudo testigo de los avatares de la historia. Y por unos instantes se imaginó cómo sería un bosque dominado por esos colosos que desafían al tiempo con su lentísimo crecimiento. Ningún visitante podrá ver en los próximos 2 milenios los bosque de magníficos alerces que colonizaron esta tierra antes de que los primeros hombres llegaran. Esmirriados y míseros troncos muertos son el último vestigio de su presencia.

La carretera le acercó de nuevo a la costa, pasando del cromatismo de los miles de verdes de la pluviselva chilena a un nuevo universo de colores y aromas, ahora dominados por las aguas del océano. Porque en el sur de Chile la relación con el medio marino se intensifica a medida que nos acercamos al sur del mundo, cuando la carretera austral no existía y todo el transporte de mercancías y personas debía realizarse mediante la navegación; por medio de hermosas embarcaciones de madera que ahora descansan varadas en las orillas, a la espera quizás de que algún día vuelvan a ser utilizadas.




Finalmente la comuna de Hornopirén, a los pies del volcán homónimo  que recibe su nombre , de mapudungun pirén, en la lengua nativa y que significa "Horno de nieve"... un nombre arrebatadoramente bello para un lugar no menos hermoso en el que descansaría antes de continuar viaje hacia el Sur del mundo.