viernes, 24 de febrero de 2017

Carboeiro, la paciente venganza de Satán


Cuenta la leyenda que allá por el siglo X, los monjes que habitaban en el Monasterio de San Lourenzo de Carboeiro, desesperados por lo despacio que avanzaban las obras para la construcción de su majestuosa iglesia, decidieron que quizás éstas progresarían más rápido si llegaban a un pacto con el diablo.

Norte elevó su ceja izquierda, a la vez que una sonrisa socarrona se dibujaba en su rostro mientras guardaba con cuidado el folleto turístico que relataba la leyenda. Estaba en Galicia, una tierra donde nada es lo que parece, un territorio ajeno al paso del tiempo, donde el mito se enreda en la realidad, donde la magia y la fascinación caminan de la mano. Un lugar que Norte conocía muy bien y que, a pesar de ello, seguía sorprendiéndolo.


Nada más cruzar “A ponte do Demo”, un hermoso puente que salva las aguas del río Deza justo antes de llegar al cenobio, una amplia sonrisa volvió a iluminar su rostro. Por que imaginarse a una pequeña comunidad de monjes gallegos, entablando negociaciones con el mismísimo demonio para establecer  las condiciones del acuerdo, resultaba ciertamente divertido.

De inmediato visualizó la escena  y se imaginó a un viejo y curtido abad gallego, tratando de tú a tú a un desconcertado Satanás, que intentaba arrancar por todos los medios el acuerdo a aquel monje del que no sabía si subía o bajaba, o mejor dicho, si cruzaba el puente o no, y que lo máximo que obtenía de él era un lacónico “depende”, un rasgo de indecisión que se le achaca corrientemente a los gallegos que permanece inalterado a través de los siglos y que no es más que la prueba de que los gallegos ponían en práctica a diario la teoría de la relatividad mucho antes que el famoso físico alemán Albert Einstein la enunciara.


Es evidente que finalmente las negociaciones llegaron a buen término porque definitivamente acordaron que Lucifer levantaría una hermosa iglesia entre un viernes y un domingo, todo un reto incluso para el rey del Averno que, sin duda alguna, hoy en día despertaría la envidia de muchas modernas empresas constructoras.

A cambio, el diablo se llevaría a sus dominios las almas de los difuntos que falleciesen entre la misa del domingo y las vísperas, una condición que afortunadamente hoy en día no es necesaria para firmar la hipoteca de tu casa,… ¿o sí?

Y, de nuevo, Norte imaginó al abad con su “retranca”, ese mezcla de sarcasmo e ironía que los gallegos dominan a la perfección y que puede acabar con la paciencia del más tenaz e incansable interlocutor. No era ni más ni menos que la demostración del continuo coqueteo de los gallegos tienen con el ingenio y la mordacidad, unas capacidades que la mayoría de los nacidos en esta tierra conocen y practican.

Y lo cierto es que, tal y como habían pactado, ese domingo el abad se encontró con el más hermoso y bello monasterio jamás construido. Satán había cumplido su parte del acuerdo.


Debido a la avaricia de la nobleza y del arzobispado, que se habían negado a financiar su proyecto y para que la comunidad no desapareciese, ésta se había visto obligada a recurrir al diablo, a firmar un pacto con él. A Norte le parecía imposible que aquel buen hombre no pensase en las consecuencias y se imaginó que habría ideado un plan para burlar al maligno.

Y lo cierto es que así era. El abad tenía un as en la manga y además, como buen gallego, de  una buena dosis de astucia a prueba de las peores vicisitudes…, el monasterio contaba entre sus posesiones más valiosas un milagroso salterio, el “Ciprianillo”, capaz de mantener a raya al mismísimo rey de las tinieblas.


Finalmente los monjes ordenaron a los fieles entrar en la flamante iglesia y celebraron la misa dominical, y para cuando esta terminó y los asistentes se disponían a salir, el abad continuó con la celebración de vísperas ante el asombro de los fieles.

El diablo, insaciable prestamista sin escrúpulos que esperaba pacientemente la salida de los parroquianos para cobrarse sus víctimas, comprendió de pronto el engaño de los monjes e intentó entrar a reclamar las almas de los creyentes, pero el poder del salterio de San Cipriano se lo impidió. Se había consumado la treta urdida por la pequeña e ingeniosa comunidad de monjes.

«Es qué no hay nada peor que decirle a un gallego que no puede, … joder,  te llevarás una sorpresa» -pensó Norte rememorando un popular anuncio de una cadena de supermercados gallegos.

Derrotado y avergonzado, el demonio salió del monasterio y justo en medio de “A ponte de Demo”, el mismo lugar donde se había celebrado el singular acuerdo, prometió una represalia digna de él.


Lamentablemente, algunos siglos después, un obispo de Toledo, seguramente desconocedor de la historia, mandó trasladar el salterio a Toledo. Y dado que la venganza se sirve en plato frío y el monasterio carecía de la protección del libro sagrado, fue entonces cuando Satanás desató una terrible tormenta que dejó en ruinas el monasterio, cumpliendo su promesa.  


Norte, incrédulo, observaba con detenimiento la foto del folleto informativo que representaba el estado ruinoso del monasterio en la década de los setenta del pasado siglo, tras décadas de abandono y espolio, mientras comprobaba las obras de restauración que habían consolidado y recuperado, casi en su totalidad, el monasterio.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que posiblemente Satán no había valorado la obstinación y la tenacidad de los gallegos, especialmente su capacidad de trabajo, quizás una de sus características más universales, junto con la de negar con absoluta determinación de que en Galicia no llueve más que en otros lugares y que lo que en realidad ocurre es la existencia de un oscuro complot de los meteorólogos, empeñados en mostrar esta hermosa tierra bajo una nube permanente.


Porque si algo es cierto, es que Galicia es tierra de tradiciones y mitos que se enredan en las brumas del tiempo; lugares mágicos donde habitan las brujas y meigas que flirtean a diario con los gallegos. Porqué, con seguridad, sienten morriña por su tierra, pero tienen absolutamente claro que las meigas no existen,… no obstante habelas hailas.

viernes, 10 de febrero de 2017

Böttcherstrasse, la fantasía de un cafetero


Hacía un par de días que había llegado a la ciudad y desde entonces no había dejado de verlos representados por todas partes. En imanes para neveras, en osos de peluche, en tazas  y en todo tipo de menaje de cocina, en camisetas,... en todo aquello que un turista ávido de recuerdos pudiera imaginar. Eran la representación de un célebre cuento de los hermanos Grimm y, sobre todo era el símbolo de la ciudad. Eran los músicos de Bremen.


Y ahora que los tenía delante no pudo evitar sonreír al imaginarse la escena. Un asno a cuyos lomos se encarama un perro, sobre el que a su vez se aúpa un gato y al que finalmente se sube un gallo, no era nada frecuente, y menos que los cuatro animalitos escaparan de sus respectivos amos para convertirse en músicos. Un cuento que ponía de manifiesto valores como el de la superación personal y al trabajo en equipo, tan propios de la mentalidad de la época.


Había dado con la pequeña escultura que los representaba, en un lateral del Rathaus (Ayuntamiento) justo en la Marktplazt, la antigua plaza del mercado en la que se levantan los edificios históricos más importantes  de la ciudad. Una plaza a la que tendría tiempo de volver; porqué su destino era otro, un lugar mucho más modesto, también fruto de la fantasía, pero en este caso de un comerciante de café. Se trataba de la Böttcherstrasse (literalmente la calle de los toneleros), una pequeña calle de apenas 100 metros de largo que antiguamente había servido de comunicación entre la plaza del mercado y los muelles comerciales del río Weser.

A pesar del frío, Norte caminó despacio por la calle estrecha y anodina que servía de transición entre la deslumbrante riqueza arquitectónica gótico-renacentista de los edificios de la Marktplazt hasta darse de bruces con el pintoresco pasaje de estilo expresionista, construido íntegramente en ladrillo rojo. Un corto paseo que le trasladó, en solo unos pasos, desde el siglo XV hasta el primer cuarto del siglo XX, cuando entre 1922 y 1931 Ludwig Roselius mandó construir la mayoría de los edificios de la Böttcherstrasse en un intento de representar la manera de pensar alemana. 

Era como un ejercicio de descompresión, necesario para que su mente se adaptara al cambio brusco que suponía la rotunda transición antes de darse de bruces con el enorme relieve dorado que destacaba, como un faro en la fría niebla de Bremen,  sobre el rojo de los ladrillos de la pequeña entrada a la calle.


Fue entonces cuando Norte se detuvo para contemplar con detenimiento la imagen de San Jorge luchando contra el dragón, para muchos una alegoría de Hitler salvando a Alemania de las tinieblas. Porqué para él, esa era la clave del lugar, ya que Ludwig Roselius, simpatizante del nacional socialismo, quiso rendir tributo a Hitler quizás en un intento destacar su misión de iluminar el “irreemplazable valor de la raza nórdica”.  


Nada más traspasar aquel pórtico, Norte se vio sumergido en una especie de ensoñación fantástica que lo desbordó. Por todas partes, a pesar de lo angosto de la calle, los relieves del ladrillo, desdibujados por la bruma perenne de Bremen, parecían cobrar vida en las paredes rojizas y hacían destacar, todavía más, las hermosas forjas de hierro que decoraban ventanales y balcones.


En realidad Norte no era un especialista en arte, pero enseguida se sintió seducido por aquellos edificios construídos con un estilo premodernista, único e innovador tanto en la utilización de nuevos materiales como en el empleo de formas biomórficas que dieron lugar a un estilo que los especialistas lo calificaron como expresionismo con ladrillos.


A pesar de la estrechez de la calle, allí a donde mirase, Norte se topaba con un derroche de fantasía en ladrillo difícil de imaginar. Un pequeño ensachamiento en aquella angosta calle, llamado Plaza de San Pedro, dibujó una sonrrisa en su rostro. Allí  un grupo de turistas esperaban pacientemente a que el carrillón de campanas de porcelana de Meissen iniciase una de las melodías marineras, mientras en la torre circular aparecían tablas con representaciones de famosos navegantes.


Y la Casa Roselius, una casa en el estilo del Renacimiento, construída en 1588 que el inventor del café descafeinado renovó con el resto de la calle y que convirtió en su hogar.


A medida que caminaba, Norte comprendió que estaba disfrutando del capricho arquitectónico de un comerciante de café que hizo realidad sus fantasías. Un corto paseo repleto de fuentes escondidas,…


… y hermosas casas


Era la fantasía de un cafetero,…  Ludwig Roselius.