martes, 26 de septiembre de 2017

Oteando el horizonte


La subida se hacía más pronunciada por momentos y, a medida que ganaba altura, aquí y allá, en los tramos en los que la vegetación lo permitía, como retazos de una película, comenzaba a vislumbrar el espectáculo que se descubría a sus pies. Hacia el Oeste, tras un telón de eucaliptos, el Océano Atlántico en estado puro, difuminando su color azul hasta fundirse con el cielo en el horizonte infinito. Y un poco más hacia el Sur, el lugar donde el río Miño se pierde en las aguas del océano para diluirse poco a poco. Un lugar especial, lleno de magia, tradición e historia. Un lugar donde las aguas dulces y las saladas, del río y del océano, libran un pulso diario que se decanta a favor de uno o de otro… al ritmo de las mareas.


Redujo la marcha de su automóvil para poder superar la fuerte pendiente y, de pronto tras una cerrada curva, una nueva panorámica se abrió ante sus ojos. Esta vez hacia el Este, pudo disfrutar de unas hermosas vistas del tramo final del río. Hasta donde alcanzaba la vista, el enorme curso de agua serpenteaba entre las tierras de A Guarda en España y las de Viana do Castelo en Portugal… y lo que en otros tiempos sirvió de frontera entre dos países que se miraban con recelo, constituye hoy en día un lugar de encuentro entre las gentes de ambas riberas. 


Continuó la ascensión al Monte de Santa Tegra, disfrutando de las hermosas vistas que a cada cambio de dirección le proporcionaba la sinuosa carretera cuando de nuevo, tras una pronunciada curva, a ambos lados de la vía, surgieron los restos pétreos de un castro celta.  Un sinfín de muros circulares pugnaban por el espacio, constreñidos por la muralla que hacía de linde, de límite exterior de una ciudad que lo fue entre los siglos I antes de Cristo y I después de Cristo, y que llegó a contar con más de 3.000 habitantes.

Norte sonrió al pensar que ya en las ciudades de la Prehistoria y en concreto en la cultura castreña, el urbanismo también era una asignatura pendiente. No obstante, tenía que reconocer que en cuestión de la belleza de los emplazamientos que elegían eran alumnos aventajados,… aunque sus preferencias viniesen determinadas más por cuestiones estratégicas o de defensa que por aspectos estéticos.


Se detuvo unos durante unos instantes, disfrutando de aquel bellísimo y desordenado conjunto de construcciones y recordó de inmediato que las formas circulares de los castros celtas tenían un motivo mitológico,… y hermoso, ya que todo el mundo sabía que al carecer de esquinas, los espíritus no podían quedar retenidos en ellas.


No podía ser de otro modo –pensó Norte- en una tierra de meigas, seres mitológicos y leyendas.


domingo, 3 de septiembre de 2017

Al resguardo del tiempo


En Concarneau, en Bretaña, en los confines del Finisterre francés, resguardada en una hermosa bahía de aguas tranquilas, la “Ville Close”, el pequeño islote de apenas 380 metros  de longitud, destacaba como un enorme  barco pétreo varado en aguas poco profundas.

A esas horas de la mañana, una bruma húmeda y pegajosa que servía de vínculo de unión entre el mar gris y el cielo bajo y nuboso, daba un aspecto irreal, casi místico, al baluarte que defendía desde hacía siglos la entrada al pequeño enclave fortificado.

Norte se había levantado temprano. La dueña del pequeño hotel en el que se alojaba en Lorient, a escasos quilómetros de Concarneu, le había advertido que en pleno agosto la diminuta isla se pondría hasta arriba de turistas, no en vano era uno de los lugares más visitados de Bretaña. Así que no lo dudó y se puso en marcha nada más amanecer.

Y es que el interés de Norte por la pequeña localidad era doble; por un lado le atraía visitarla y conocer de primera mano el pequeño enclave fortificado, con sus callejuelas y sus caminos de ronda en sus murallas, pero quizás lo que más le atraía era rememorar una novela que había leído ya hacía mucho tiempo y que de pronto le había venido a la cabeza cuando decidió visitar la ciudad.


Atravesó “Le Pont du Moros”, la única entrada a pie a la ciudadela, para darse de bruces con el pequeño patio triangular del cuerpo de guardia, dominado por la Casa del Gobernador y la Torre Major. Mirara hacia donde mirara se podía leer su pasado marítimo ligado a sus tradiciones, a su historia, a sus murallas y a sus casas, hogar de  grandes navegantes.

Paseó por el entramado de calles adoquinadas que daban cobijo a estrechas casas de granito que pugnaban por hacerse un hueco, constreñidas por el cinturón de murallas que las rodeaba. Por todas partes restaurantes y tiendas para turistas, aprovechaban cada centímetro cuadrado de los bajos de las casas, ofertando sus productos a los turistas que deambulaban día a día por sus calles.


Continuó su paseo disfrutando de cada rincón antes de que la marea humana anegara de forma sistemática sus calles. Fue entonces, aprovechando la tranquilidad que reinaba en aquel lugar,  cuando intentó rememorar alguno de los pasajes de un libro que había leído hacía ya mucho tiempo y que era el otro motivo de Norte para visitar la localidad. Se  trataba de  “Las señoritas de Corcarneau” una novela  que  Georges Simenon escribió allá por 1934.


A pesar del tiempo que había transcurrido, todavía podía recordar con bastante claridad su argumento, que además se relacionaba con  el vínculo pesquero y marítimo que la ciudad mantenía desde sus orígenes. Precisamente la trama se desarrollaba en torno a la historia de su protagonista, un patrón de una pequeña flotilla de barcos atuneros que tenían su base en aquel puerto pesquero en la primera mitad del siglo XX.

A lo largo de la novela, el autor describía como era el día a día de aquella sociedad de provincias allá por 1934 y Norte sentía revivir en su memoria muchos de los pasajes a medida que se perdía por las callejuelas que serpentean por la ciudad amurallada. 


Personajes como Jules Guérec, el protagonista, indolente y temeroso, dominado por sus hermanas; o Céline, su hermana menor, la más celosa y la más conservadora; o Marie Pampin, una joven madre soltera de la que Jules creyó enamorarse. A todos ellos pudo imaginárselos recorriendo aquellas calles y viviendo en aquellas casas.

Y, de pronto, se encontró con “La porte du passage”, una amplia brecha abierta en las murallas que daba paso a un pequeño embarcadero. Nada más verlo, a Norte se le dibujó una sonrisa en su rostro y sin pensárselo dos veces, se dispuso a embarcar en el pequeño ferry que esperaba atracado al pantalán. Se trataba de “Le bac du passage”, una pequeña embarcación que transporta pasajeros entre “Ville Close” y el distrito de Lanriec, al otro lado de la bahía, en una corta travesía que apenas duraba un par minutos.

Nada más embarcar, Norte recordó como el protagonista de la novela y sus hermanas también hacían uso del barquero para cruzar la ensenada,… y es que el servicio de transporte lleva operando desde el siglo XVII. 


Desde el otro lado de la bahía pudo comprobar como la “ciudad azul” es un lugar con una profunda tradición marítima y pesquera, una ciudad al resguardo del tiempo,  un puerto que sigue dando cobijo a los barcos pesqueros y a las gentes del mar…


Una ciudad a resguardo del tiempo…  también el tiempo histórico.