Todavía con el sueño acumulado
tras una semana de duro trabajo, caminaban a las 9 de la mañana de un gris y frío
día de febrero en dirección a la puerta de Carlos V. Lo hacían con el único
deseo de disfrutar de un tranquilo paseo por la histórica ciudad. A esa hora,
solo los organizados y silenciosos grupos de turistas japoneses, capitaneados
por expertos y eficientes compatriotas, compartían las calles con los
comerciantes que perezosamente se dirigían a abrir sus negocios.
A diferencia de la mayoría de los
visitantes, no pretendían hacer turismo, no querían visitar museos,… solo
trataban de dejar transcurrir el tiempo perdiéndose por las intrincadas
callejuelas de Toledo. Les gustaba
observar, disfrutar del ritmo de los lugares que visitaban, dejarse atrapar por
el aroma y sabor de un café expreso en una terraza viendo pasar a la gente,
admirar con sosiego pequeños detalles que a menudo pasan desapercibidos.
Habían rebasado la fachada
lateral de un enorme edificio que se levantaba a su derecha cuando Norte se
fijó en su entrada. Las hojas entreabiertas del corroído portalón de madera
apenas dejaban vislumbrar lo que guardaban tras ellas. Tachonadas de gruesos y
desgastados herrajes, como si se tratara de la piel fosilizada de una enorme
bestia antediluviana, constituían el testimonio mudo de la historia de uno de
los edificios renacentistas más bellos de España. Tanto, que Norte se sintió de
inmediato atraído nada más verlas, en una especie de fascinación que invitaba a
acercarse y traspasar el zaguán para sumergirse en los más de cuatro siglos de
historia que sus muros habían visto transcurrir.
- ¿Qué te parece si nos acercamos
un momento? –le preguntó Norte indicándole con un gesto la fachada del enorme
edificio.
Francesca asintió sin mucho
entusiasmo a modo de contestación y se dirigieron hacía la entrada. A esas
horas de la mañana le costaba arrancar, especialmente en un lugar que ya
conocía y que, por lo tanto, carecía de la novedad, del interés que despertaba lo
desconocido.
Según rezaba un cartel, se
trataba del Hospital de San Juan Bautista o Hospital de Afuera, construido a
extramuros de la ciudad en el siglo XVI y quizás por ello el gran olvidado en
un lugar donde el patrimonio artístico es tan formidable, que obliga a los
turistas a tener que elegir lo que han de visitar y quizás a relegar alguno de
sus monumentos para un próximo viaje.
Como hacía en muchas ocasiones,
Norte se dejó llevar por su intuición y decidieron entrar. Sentía una enorme
curiosidad por conocer el interior del
monumental edificio del que sólo había visto una de sus fachadas laterales
decoradas con el almohadillado italiano, típico del renacimiento y la enorme
cúpula octogonal que sobresalía esbelta por encima de sus altos muros,
empequeñeciendo la plaza de toros que se levantaba en su parte trasera.
Traspasar el portalón les dio acceso a un enorme patio columnado atravesado por una doble arcada que conducía directamente a la Iglesia. La serenidad proporcionada por el equilibrio y belleza de la ortodoxia renacentista con la que fue construido; la soledad que disfrutaban en su interior, lejos de las multitudes de turistas que invadían la ciudad cada día, les confirmó que habían tomado una buena decisión.
Francesca pareció despertar de su indiferencia, atraída quizás por la similitud con los patios de los palazzos renacentistas florentinos y, de inmediato, se perdió en el bosque de columnas agrandado por la galería central, que actuaba como si fuese un enorme espejo que multiplicaba las arquerías hasta el infinito.
Recorrieron con calma el patio, saboreando cada uno de sus rincones, descubriendo desde cada ángulo nuevas perspectivas hasta llegar a la puerta de acceso a la Iglesia. Allí les esperaba un edificio de grandes dimensiones, presidido por una hermosa tumba de mármol obra de Berruguete y sepulcro de su fundador el Arzobispo Cardenal Tavera.
Pero si algo le llamó la
atención, a pesar de la suntuosidad del hospital-panteón que el arzobispo había
mandado construir, fue uno de los altares laterales, en cuyo panel central por
una enorme pintura de El Greco: El bautizo de Jesucristo.
- No me extraña que su obra no
fuese entendida en su época. Fíjate en las figuras alargadas y en el universo
de colores y la luminosidad que despliega en cada uno de sus cuadros. Fusionó
su época bizantina con las escuelas romana y veneciana, integrándolo todo y
dando como resultado un estilo único e imprimiendo una gran personalidad en toda
su obra.
- Sí, son verdaderamente
peculiares, aunque ya sabes que a mí el manierismo no me entusiasma -le
respondió Francesca acercándose un poco más al altar para percibir con más
claridad los trazos de las pinceladas.
A su derecha se abría la puerta
de la sacristía y tras ella, colgando de una de sus paredes Norte reconoció uno
de sus cuadros preferidos,… o tendría que decir una parte de uno de sus cuadros
preferidos.
- ¡Ven! –indicó a Francesca
tomándola de la mano y arrastrándola literalmente hacia la estancia– no sabía
que La Sagrada Familia con Santa Ana estaba aquí.
Tan pronto estuvieron a su altura pudieron admirar una de las más bellas imágenes femeninas pintadas por el Greco.
- Fíjate en el delicado rostro de
la Virgen María, su dulzura, su serenidad, la luminosidad de su rostro; nada
que ver con otras pinturas de la época que tenían un sentido devocional, más del
gusto de La Contrarreforma. En este lienzo la naturalidad de su rostro adquiere
toda su dimensión.
- ¡Ah!, ahora entiendo porque
dices que solo te gusta una parte de la pintura –le respondió ella sonriendo-. Desde
luego la figura del niño no le hace honor al resto de los personajes.
- Veo que no requiere más
explicaciones –le respondió Norte elevando su ceja izquierda.