martes, 22 de diciembre de 2020
viernes, 4 de diciembre de 2020
La Casa de la Escusalla
Anoche soñé que volvía a La Escusalla. Me parecía estar parada en la entrada. Desde allí podía ver los restos de la enorme y enigmática casona que resistía con osadía el paso del tiempo. Junto a ella, los muros de la capilla con un bello retablo pétreo todavía en pie, eran perfectamente reconocibles a pesar del manto vegetal que la cubría.
Ha pasado mucho tiempo y todavía conservo nítidos los recuerdos de lo que viví en aquella casa, ahora reservada y silenciosa, que guarda con celo sus secretos, como si desvelarlos supusiese un acto de deslealtad y traición por el que se paga con un alto precio.
Recuerdo aquel primer día, justo en mi décimo sexto aniversario, cuando entré a formar parte del servicio de la casa. Nací en una pobre familia de labradores y la casa de La Escusalla me fascinó desde el primer instante. En la planta baja las estancias me sorprendieron. Sus almacenes repletos de alimentos, las cocinas, las habitaciones del servicio,… y la planta noble simplemente me maravilló.
Enormes aparadores atestados de delicadas vajillas cartujanas, hermosas cristalerías portuguesas, deslumbrantes lámparas y espejos de Murano,... gruesas alfombras de lana. Todo un mundo desconocido para mi, que estuvo a punto de engullirme entre sus poderosas fauces y del que me vi liberada casi milagrosamente.
En la planta superior vivían los señores de la casa, los Bahamonde-Nogueira, un matrimonio de Pontevedra sin descendencia que había comprado la casa no hacía mucho tiempo. Una grave afección respiratoria de la señora fue la responsable de la mudanza ya que le permitía tratarse tomando las aguas bicarbonatadas en el cercano balneario de Lobios, en el límite de la frontera con Portugal.
En la planta baja vivía y trabajaba el servicio. Dependiendo de la época del año éramos un número cambiante de personas, dirigido con mano de hierro por la gobernanta de la casa, Doña Benita. Cada vez que una de nosotras la veía, trataba de huir de ella como si de la peste se tratase. Era mal encarada, colérica y yo diría que también malévola, pero sobre todo lo que me aterrorizaba era su mirada fría como el hielo que parecía atravesarte de lado a lado.
Arriba y abajo conformaban dos mundos completamente diferentes, antagónicos y complementarios que se movían al ritmo de la salud de la señora de la casa y, sobre todo, del estado de ánimo de su gobernanta.
Nada más entrar al servicio de los señores, Conchita mi compañera de cuarto, me puso al corriente de las leyendas de la casa, un microcosmos envuelto en un halo de misterio desde su construcción en el siglo XVIII.
Susurrando en el silencio de las noches, por miedo a que nos sorprendieran, me fue desgranando los avatares que la propiedad sufrió a lo largo de su dilatada historia; los diferentes propietarios que la habitaron, su misteriosa relación con la Inquisición y mil historias más, seguramente adornadas por el entusiasmo narrativo y la desbordante imaginación de mi compañera de cuarto. Pero, sobre todo, me habló de la relación entre la gobernanta de la casa y D. Pedro, un antiguo administrador de la propiedad, desaparecido y buscado por la justicia bajo la acusación de asesinato de trabajadores portugueses que contrataba y mas tarde mataba para no pagarle los jornales,… y la creencia generalizada de que se deshacía de sus cadáveres enterrándolos bajo las losas de piedra de la capilla.
Tal era así que muchos trabajadores de la finca juraban haber visto en más de una ocasión, coincidiendo con la repentina desaparición de algún jornalero, luces a medianoche en el interior de la capilla.
Fue aquella fatídica noche de Difuntos cuando se sucedieron los terribles acontecimientos que derivaron en la tragedia que nos sorprendió y de la que la mayoría, milagrosamente salimos indemnes. Ocurrió cuando el Sr. Bahamonde comunicó a Doña Benita que dispusiera todo para que, en los próximos días, comenzaran unas importantes reformas en varias dependencias de la casa, entre las que se encontraba la capilla.
Desde el primer momento la gobernanta de la casa trató de convencerlo de la inconveniencia de las obras y, poco a poco, las diferencias de opinión derivaron en una fuerte discusión que llamó mi atención y la de todo el servicio.
Después todo fue ruido y confusión, especialmente cuando muchos de nosotros pudimos oír como Doña Benita, enloquecida, comenzó a gritar, amenazándonos de muerte.
Fue más tarde cuando la sorprendí, con los ojos enrojecidos por la ira, prendiendo fuego en los almacenes de la planta baja. Tan pronto me vio se abalanzó hacia mi como una demente. Milagrosamente me desembaracé de ella y salí corriendo hacia el patio.
En pocos minutos el fuego se propagó por las estancias de la casa, devorando muebles y enseres en una inmensa pira. Mientras veíamos impotentes como las techumbres cedían y las llamas se alzaban al cielo iluminando la negrura de la noche, oímos unos espeluznantes y desgarradores gritos procedentes de la capilla en llamas, en los que muchos reconocimos a Doña Benita y a Don Pedro.
Ahora, muchos años después, todavía evito pasar cerca de la casona. Allí sobre los restos del bello altar pétreo de la capilla alumbran dos velas que nadie sabe quién las atiende,… quizás tenga que ver con las dos luces que muchos vecinos juran que se ven cada primero de noviembre en las ruinas de lo que un día fue la Casa de la Escusalla.
------------------------------------------------------------------------------------------------
900 palabras
La historia de La casa de la Escusalla, se mueve entre la realidad y la ficción. Sus ruinas están situadas en el Ayuntamiento de Lobios, al Sur de la provincia de Ourense, en la misma frontera con Portugal. En Galicia, la magia y la racionalidad coquetean asiduamente en un juego de seducción que a nadie extraña, así que en este relato encontrareis historias reales entremezcladas con la fantasía de Norte.
Podéis saber más de la casa de la Escusalla en:
https://www.galiciamaxica.eu/galicia/ourense/casa-da-escusalla/
martes, 1 de diciembre de 2020
Como una bella fantasía oriental
«Hermoso, elegante, delicado y, sobre todo atrevido» ―pensaba Norte mientras deambulaba sin rumbo por los restos de aquel claustro del que solo quedaban en pie, como testigos mudos de un pasado más esplendoroso, la iglesia y las cuatro crujías del claustro de San Juan de Duero, un monasterio levantado por la Orden Militar de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén durante la primera mitad del siglo XII en las afueras de lo que hoy es la ciudad de Soria.
Y es que, en cada uno de los lados del claustro, sus creadores habían dejado volar su imaginación en una suerte de formas que que había dado lugar a un heterodoxo pero hermoso catálogo de arcos con una, para él, acusada influencia oriental.
Desde los clásicos arcos de medio punto sobre parejas de columnas hasta los sorprendentes arcos túmidos, que arrancan de pilares acanalados para entrecruzarse, en un juego imposible, con otros arcos en los que uno de sus extremos queda en el aire, sin apoyo de ningún pilar, como un calderón eternamente suspendido en una partitura musical.
Para Norte no cabía duda y ese derroche creativo plasmado en la piedra caliza por los maestros canteros solo podía estar inspirado en la arquitectura Oriental que los caballeros de la Orden de San Juan habían aprendido durante las Cruzadas o quizás a un un intento de emular el arte mudéjar español.
Y es que más allá de la fuerza o la naturaleza de cada uno de los
arcos o de su desafío a la gravedad, para Norte era la delicadeza y
el preciosismo oriental modelado en piedra.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)