Caminó sigilosamente, casi de puntillas, procurando no romper la atmósfera sorprendente,
casi mágica, que se encontró nada más perderse en el bosque de columnas de
mármol, jaspe y granito en las que, como un denso follaje, se asentaban cientos
de arcos de herradura bicolores.
En unos instantes, Norte relegó a un segundo término toda la información que
sobre la mezquita tenía, e intentó dejar su mente en blanco y que las
sensaciones fluyeran. Había sido el primero en entrar esa mañana cuando, ni
siquiera los bien organizados grupos de asiáticos, habían tomado por asalto
aquel bello lugar. Y, de pronto, las etapas constructivas dejaron de tener importancia y
Abderramán, Hisham o Al-Hakan pasaron, de ser los responsables de las sucesivas
ampliaciones, a convertirse en elementos inmateriales enraizados en la esencia
misma del edificio.
Desde el lugar donde él se encontraba, la perspectiva cartesiana de la construcción
se difuminaba, humanizándose quizás por el reciclado de cientos de columnas y
capiteles, con una maestría y simplicidad que le pareció que rayaban la
perfección.
Continuó caminando, tratando de aprovechar al máximo aquellos instantes en
los que se encontraba prácticamente solo
en la aljama cordobesa hasta que, como si se tratase de un faro en la niebla
destacando sobre la armoniosa y cadenciosa sencillez del entramado de columnas,
Norte descubrió el mirhab, produciéndole una fascinación que de inmediato le
incitó a soñar y que, de alguna manera, le ayudó a soslayar las oscuridades del
alma.
Y cubriendo este espacio la cúpula califal, divinamente terrenal en honor
de Alah.