sábado, 24 de marzo de 2018

El caos armónico de Elphi



Tuvo que rebuscar muy a fondo, en el cajón de los recuerdos olvidados, allí donde los días se desvanecen desdibujándose en las brumas del tiempo pasado, para ponerle fecha a una imagen que permanecía nítida en su mente. Juraría que podrían haber transcurrido tres años pero no estaba seguro; quizás cuatro, desde su último viaje a aquella ciudad y todavía podía recordar el extraño e impactante edificio coronado de grúas que había visto a orillas del río Elba.

Había ocurrido en Speicherstadt, en el puerto de Hamburgo, en un hermoso distrito compuesto por naves de ladrillo rojo construidas entre 1883 y 1927, en uno de los mayores complejos de almacenes del mundo declarado Patrimonio de la Humanidad y, a pesar de que su construcción no estaba rematada, ya destacaba como un faro en la noche.



Y ahora que lo veía finalizado, sin grúas ni andamios, se sorprendió de la magnitud y de la belleza del edificio; diseñado y construido para acoger a la Orquesta Filarmónica de Hamburgo. Era la Elbphilharmonie pero la llamaban cariñosamente Elphi, todo un detalle que Norte agradeció.

«Por fin lo han conseguido» ̶ pensó Norte, mientras recordaba la polémica que polarizó la opinión pública alemana lo largo de los más de trece años que duró su construcción y durante los cuales el presupuesto inicial de 77 millones de euros se fue multiplicando a medida que el edificio crecía, hasta alcanzar el dudoso título de proyecto cultural más caro de toda Alemania, superando los 785 millones.

Visto desde la posición en la que él se encontraba, Norte podía apreciar una enorme estructura de vidrio iridiscente coronada con unas enormes olas que descansaba sobre un sobrio edificio de ladrillo rojo, un histórico almacén de café, tabaco y cacao; quizás en un guiño exótico al comercio de coloniales tan importante en un puerto como en el de Hamburgo. Atenuando el contraste sobrecogedor entre ambas, una enorme plaza a 37 metros de altura permitía una visión en panorámica del puerto y de la ciudad.

Como siempre le ocurría en estas ocasiones, tenía que refrenar el impulso de dirigirse de inmediato al interior e intentar paladear el instante; deleitarse con la fascinante visión del edificio que se levantaba ante él. Estaba claro que sus autores, los arquitectos suizos Herzog y de Meuron, habían logrado sacar adelante un proyecto único, un hermoso envoltorio para una sala de conciertos del siglo XXI.

Franqueó la puerta de entrada y se topó con una gran escalera. Una escalera mecánica de casi 100 metros de largo que salvaba los más de 35 metros de altura que le separaban de la gran plaza pública que mediaba entre el antiguo almacén y la estructura acristalada. Y nada más comenzar a ascender, Norte se vio envuelto en una sorprendente sensación espacial al estar construida de tal modo que ambos extremos están fuera del alcance visual de quién la utiliza.


De nuevo, tras un pequeño descanso y después de un giro de 180 º, esta vez unas hermosas escaleras de madera le condujeron a un enorme y sorprendente hall interior, justo en la enorme plaza entre ambos bloques de edificios,… una bella transición entre el antiguo almacén de ladrillo y el moderno edificio que acoge la sala de conciertos.


Subió el último tramo de escalera despacio, paladeando una nueva perspectiva cada vez que los descansados peldaños le acercaban a su objetivo, en un juego de incertidumbre y misterio que sus creadores habían, sin duda alguna, conseguido.


Y nada más alcanzar la gran plaza interior, el secreto se desveló. Como flotando en el aire, como si estuviese levitando sobre los robustos y compactos muros de ladrillo rojo, se elevaba la enorme estructura vidriada a la que solo parecían sostener los ondulados cristales que rodeaban todo su perímetro, posiblemente en un intento de emular las ondas sonoras, las olas del río Elba o quizás ambas.


A Norte el resultado le pareció fascinante. No hacía falta salir a la terraza exterior que rodeaba el perímetro del edificio; a través de la cristalera podía obtenerse una espectacular perspectiva del skyline de la ciudad. Despuntando entre la maraña de tejados el ayuntamiento (Rathaus) o la Iglesia de San Miguel,… pero también del puerto de Hamburgo. Un caótico bosque de grúas que contrastaba con el ambiente armónico de, posiblemente, una de las mejores salas de conciertos del mundo. Era el caos armónico de Elphi.



viernes, 2 de marzo de 2018

¡Ahora o nunca!



 ̶  ¡Joder! ̶  exclamó Norte en cuanto se asomó al muro de piedra que la rodeaba.

Iluminada por la fría luz de un atardecer del mes de marzo, como un barco pétreo varado en la orilla, la pequeña pero hermosa construcción se elevaba orgullosa a pesar de sus más de 1.300 años de antigüedad.

Durante unos instantes contuvo el impulso de acceder directamente a su interior, calmar su impaciencia y así disfrutar de aquel instante mágico que la puesta de sol le había regalado. Desde la distancia a la que se encontraba, el edificio transmitía la armonía de proporciones de una sencilla iglesia de pequeñas dimensiones pero con una gran riqueza volumétrica. Construída con sillares de arenisca de un bello color rojizo, en ese momento su color se intensificaba por los últimos rayos de sol en su fachada.


Con toda probabilidad estaba presenciando una de las últimas obras visigóticas en España, construida justo antes de que los musulmanes invadiesen la Península Ibérica. Se trataba de San Pedro de la Nave, una iglesia edificada a finales del siglo VII y situada en El Campillo muy cerca de Zamora; un pequeño templo que en 1930 estuvo a punto de ser anegado por las aguas del embalse de Riocobayo en el curso inferior del río Esla.

Desde la posición de privilegio en la que se encontraba, Norte trató de imaginar las circunstancias que el arqueólogo e historiador Manuel Gómez Moreno debió superar para convencer a las autoridades de que aquella pequeña y ruinosa iglesia tenía un enorme valor histórico y artístico; que merecía la pena evitar que quedara sumergida bajo las aguas del pantano y que podía trasladarse piedra a piedra a un lugar seguro.

De inmediato sonrió al recordar el paralelismo existente entre un modesto monumento como aquel y el mundialmente archiconocido complejo arqueológico de Abu Simbel ubicado en Nubia, al Sur de Egipto. Salvando las abismales diferencias entre ambos, los dos habían sido salvados in extremis de quedar sumergidos bajo las aguas de un pantano.

Miró su reloj y decidió entrar. No quería perderse aquella luz del atardecer también en su interior. A medida que se acercaba, pudo constatar que las paredes del templo estaban levantadas con sillares de piedra de diferentes medidas, perfectamente escuadrados y asentados sin argamasa, lo que, sin duda, aumentaba esa belleza sencilla, casi telúrica, vinculada a la tierra que a él le fascinaba. Había sido un traslado ejemplar, especialmente si se tenían en cuenta las circunstancias sociales y políticas de aquel entonces.


Nada más empujar la puerta de entrada le invadió una enorme sensación de serenidad. La luz que entraba por los estrechos vanos prerrománicos repartidos todo a lo largo de los muros del edificio proporcionaban una suave luz que bañaba todo el interior, creando un juego de luces y sombras que acrecentaba la belleza y la espiritualidad de los espacios interiores.

Tan pronto su vista se fue acomodando a la penumbra que reinaba en el interior, Norte descubrió un juego de volúmenes que se distribuían sobre una planta que combinaba una estructura cruciforme y basilical, en la que los arcos de herradura servían de nexo de unión entre ellas.


Fue entonces cuando recordó algo que había leído sobre la función de cada uno de esos espacios, destinados a los diferentes grupos de personas que intervenían en el culto, en función de su condición. En todo caso, era una sencilla pero también bella jerarquización del espacio.


Caminó despacio, adentrándose en la iglesia e intentado no perturbar el ambiente de recogimiento y serenidad que se respiraba. Fue entonces cuando se percató del hermoso friso que recorría los muros. Los motivos geométricos de cruces, ruedas solares y flores se sucedían dando lugar a una banda que aunque él sabía que tenía una misión de protección del edificio, a Norte le gustaba pensar que esas tiras tan bellamente cinceladas en piedra eran una forma de representar la belleza. Y lo mismo sucedía con los capiteles historiados que remataban las columnas de mármol que sustentaban los arcos de herradura; repletos de simbolismos para los entendidos y que a él le parecían sencillamente hermosos.


Y, de nuevo, volvió a sonreír al recordar el paralelismo existente entre un modesto monumento como aquel y el mundialmente archiconocido complejo arqueológico de Abu Simbel. Y si aquel “Ahora o nunca” desesperado, lanzado a la comunidad internacional por la UNESCO en 1960 hizo posible que podamos seguir disfrutando de un legado excepcional del arte egipcio, Norte no pudo dejar de recordar al arqueólogo e historiador Manuel Gómez Moreno, a quien debemos la salvaguardia y protección de nuestro patrimonio cultural.