Una extraña sensación le embargó cuando, nada más abrir la puerta de su
automóvil, el viento húmedo y poderoso lo sacudió, obligándole a realizar un
sobresfuerzo para mantenerse en pie. Desde lo más alto de Estaca de Bares,
Norte trató inútilmente de distinguir la frontera, la separación entre el fiero
océano y el bravo mar, allí donde el Mar
Cantábrico se diluye hasta desaparecer totalmente en la inmensidad del Océano
Atlántico. Y sonrió, y lo hizo con ese gesto imperceptible, casi de niño,
quizás el último vestigio de una infancia de la que lo separaban ya demasiados
años. Tantos, que ya era incapaz de recordar muchas de las historias que le
habían contado sobre aquel lugar.
Como telón de fondo, el rectilíneo
horizonte. Límite entre el mar y el cielo y escenario de mil naufragios, en ese
momento decorado por las nubes modeladas caprichosamente por el viento y
que a él le parecieron los lamentos de
los que allí perdieron la vida.
Se dejó estar allí un buen rato, recordando la historia del último de los
supervivientes del naufragio de uno de los muchos submarinos alemanes abatidos
en la segunda guerra mundial por los aliados. No estaba seguro si se la había
contado alguna vez, pero no dudaba que Francesca se hubiese emocionado al oír
el final, triste y doloroso, del último marino vivo cuando contempló por última
vez aquel mar, antes de marcharse a morir de cáncer a su pueblo natal.
Porque Francesca adoraba el mar, ese mar que él ahora contemplaba unos
quilómetros más al sur, desde Cabo Ortegal. Porque allí el viento se alía con
el perfil recortado de la costa gallega y con el rugir contante del mar en un
vano intento de meteorizar la formación rocosa más antigua de la Península
Ibérica. Unas anfibolitas ricas en hierro y magnesio formadas en el fondo del
mar hace más de mil millones de años y que quizás sean las culpables de esa
obsesión de los gallegos por surcar todos los mares del mundo.
Cuando por fin llegó a Vixía Herbeira, en San Andrés de Teixido, Norte se
estremeció a pesar de las muchas veces que había estado en aquella atalaya
natural a más de seiscientos metros de altura sobre el mar. Allí arriba el
viento azotaba incansablemente los acantilados, recordándole la fragilidad
humana. Y se entristeció al imaginar a Francesca asaeteándolo a preguntas,… y
sonrió al verse incapaz de explicarle que: “A San Andrés de Teixido vai demorto quen non foi de vivo” (A San Andrés de Teixido va de muerto quién no fue de vivo),…
Finalmente, cuando la luz crepuscular del ocaso comenzaba a iluminar el
horizonte, Norte llegó a Punta Frouxeira. Desde allí, sentado en el mismo borde
del acantilado, con el viento azotándole el rostro, deseó que Francesca
estuviese a su lado, después de haber recorrido juntos ese pequeño tramo de la costa gallega...