sábado, 12 de septiembre de 2015

Los cabos del viento


Una extraña sensación le embargó cuando, nada más abrir la puerta de su automóvil, el viento húmedo y poderoso lo sacudió, obligándole a realizar un sobresfuerzo para mantenerse en pie. Desde lo más alto de Estaca de Bares, Norte trató inútilmente de distinguir la frontera, la separación entre el fiero océano y el bravo mar, allí  donde el Mar Cantábrico se diluye hasta desaparecer totalmente en la inmensidad del Océano Atlántico. Y sonrió, y lo hizo con ese gesto imperceptible, casi de niño, quizás el último vestigio de una infancia de la que lo separaban ya demasiados años. Tantos, que ya era incapaz de recordar muchas de las historias que le habían contado sobre aquel lugar.

Como telón de fondo,  el rectilíneo horizonte. Límite entre el mar y el cielo y escenario de mil naufragios, en ese momento decorado por las nubes modeladas caprichosamente por el viento y que  a él le parecieron los lamentos de los que allí perdieron la vida.  

Se dejó estar allí un buen rato, recordando la historia del último de los supervivientes del naufragio de uno de los muchos submarinos alemanes abatidos en la segunda guerra mundial por los aliados. No estaba seguro si se la había contado alguna vez, pero no dudaba que Francesca se hubiese emocionado al oír el final, triste y doloroso, del último marino vivo cuando contempló por última vez aquel mar, antes de marcharse a morir de cáncer a su pueblo natal.


Porque Francesca adoraba el mar, ese mar que él ahora contemplaba unos quilómetros más al sur, desde Cabo Ortegal. Porque allí el viento se alía con el perfil recortado de la costa gallega y con el rugir contante del mar en un vano intento de meteorizar la formación rocosa más antigua de la Península Ibérica. Unas anfibolitas ricas en hierro y magnesio formadas en el fondo del mar hace más de mil millones de años y que quizás sean las culpables de esa obsesión de los gallegos por surcar todos los mares del mundo.

Cuando por fin llegó a Vixía Herbeira, en San Andrés de Teixido, Norte se estremeció a pesar de las muchas veces que había estado en aquella atalaya natural a más de seiscientos metros de altura sobre el mar. Allí arriba el viento azotaba incansablemente los acantilados, recordándole la fragilidad humana. Y se entristeció al imaginar a Francesca asaeteándolo a preguntas,… y sonrió al verse incapaz de explicarle que: “A San Andrés de Teixido vai demorto quen non foi de vivo” (A San Andrés de Teixido va de muerto quién no fue de vivo),… 


Finalmente, cuando la luz crepuscular del ocaso comenzaba a iluminar el horizonte, Norte llegó a Punta Frouxeira. Desde allí, sentado en el mismo borde del acantilado, con el viento azotándole el rostro, deseó que Francesca estuviese a su lado, después de haber recorrido juntos ese pequeño tramo de la costa gallega...