Todavía resoplando por el esfuerzo, comprobó que subir hasta aquella
atalaya rocosa que se alzaba justo al comienzo de la playa de Area Longa, había
valido la pena. Desde allí podía disfrutar de una hermosa panorámica de la
entrada de la Ría de Muros-Noia y, como telón de fondo, el Monte Louro, formando
parte de esa maravillosa escenografía que conforma el principio o el fin, según
se mire, de la Costa da Morte.
Nada más verlo, Norte recordó las
numerosas leyendas que conocía sobre aquel lugar y sonrió al pensar que en
Galicia, la magia y la racionalidad coquetean asiduamente en un juego de
seducción que a nadie extraña. Ningún gallego dudará jamás de la existencia de la
mítica ciudad sumergida bajo las someras aguas de la laguna de las Xarfas
situada a los pies del Monte Louro, ni vacilará al afirmar con absoluta
rotundidad sobre la existencia de secretas cuevas dos mouros, repletas de
tesoros, que horadan su interior o, simplemente, presumirá de que aquel
promontorio granítico de apenas 250 metros de altura, fue el lugar donde el
patriarca encalló el arca tras el diluvio universal. Ni más ni menos.
Aprovechando la bajamar, continuó caminando por la playa en dirección a una
pequeña península rocosa que se adentraba en el azul intenso del Océano
Atlántico. Desde aquella distancia Norte comenzó a vislumbrar los restos de un
muro defensivo y construcciones circulares que rivalizaban con el hermoso maremágnum
de piedra granítica que la naturaleza, pacientemente, se había encargado de
modelar.
Nada más acercarse a la primera de las murallas pudo apreciar su
desordenado urbanismo, con una distribución
aparentemente caótica de las viviendas circulares, levantadas hacía más de 2000
años por la tribu celta de los Presamarcos en el Castro de Baroña (Portosín –
Galicia).
Ese desarrollo constructivo siempre le había resultado estéticamente muy
sugestivo, formando parte de una
cultura, la castrexa, con rasgos propios y distintivos que han hecho que la
huella celta siga presente en Galicia y que el tiempo no ha podido borrar.
Se detuvo durante unos instantes para admirar el conjunto. Para él la belleza
de aquel lugar radicaba en una hermosa fusión de naturaleza y esfuerzo humano a
partes iguales y, aunque consciente de que aquellas gentes habían decidido
vivir allí por razones más pragmáticas como la facilidad para defenderse o la
abundancia de pescados y mariscos, a él le gustaba imaginar que en la elección
de la zona de su asentamiento, habían pesado otras motivaciones, como la
belleza del lugar con el mar batiendo incesantemente sobre las rocas y el
viento azotando sin descanso cada centímetro cuadrado del poblado.
Quizás por ello se le atribuye la paternidad de los celtas a Rudra, Dios
del viento y la tempestad. Quizás por ello los celtas eran soldados aguerridos
que preferían la muerte a la derrota y, tal vez por ello, se les denominaba “hijos
del viento”.