Feliz 2017!
miércoles, 28 de diciembre de 2016
jueves, 22 de diciembre de 2016
El dedo de Dios
Comprobó inquieto su reloj de pulsera para confirmar por enésima vez que la
hora que le marcaba el reloj del coche coincidía e instintivamente, aceleró.
Por sus cálculos apenas le faltaban más de cinco minutos para llegar a su
destino y, no obstante, en su rostro se reflejaba cierta tensión. Hacía ya un
buen rato que había amanecido y, desde entonces, la duda de si llegaría a
tiempo se hizo más y más evidente.
Todo había comenzado un año antes, visitando Santa Marta de Tera, en
Camarzana de Tera (Zamora), una bella iglesia románica construida a finales del
siglo XI, único resto que llegó hasta nosotros de un primitivo monasterio
mandado construir por Alfonso VI.
Nada más verla, Norte quedó prendado del conjunto de molduras taqueadas,
que recorrían sus muros, en una rítmica y sutil sucesión de arcos, contrafuertes
y capiteles que hacen de Santa Marta de Tera un bello ejemplo del
románico.
Recordaba cuando en su primera visita se encontró, en su portada Sur, con
una hermosa imagen pétrea, quizás la más antigua, de Santiago peregrino. Nada
más verlo, lo reconoció de inmediato. Aunque con una expresión un poco feroz,
quizás por sus enormes pupilas excavadas y una boca que dejaba ver sus dientes,
la imagen muestra un tratamiento magistral de la barba aguedejada y del morral
con la concha de Santiago.
Por fin, un enorme letrero en la autopista, le informó de la próxima salida
a Camarzana de Tera. De un rápido vistazo al reloj del coche comprobó la hora y
redujo la velocidad y se incorporó a la carretera
local que lo llevaría, en apenas un par de minutos, directamente a la amplia
explanada que había frente a la Iglesia.
«Ni automóviles ni peregrinos», pensó Norte sorprendido al no ver a nadie en
las inmediaciones, lo que le hizo sospechar que había llegado demasiado tarde.
Mientras se ponía una chaqueta de abrigo y tomaba su cámara de fotos del
maletero, dio un rápido vistazo a la cabecera de la iglesia, pero
desgraciadamente desde donde él se encontraba no era posible comprobar su
sospecha; así que, a la carrerilla, se dirigió hacia el palacio renacentista
construido a mediados del siglo XVI como residencia de los obispos de Astorga y
que ahora ejercía de museo jacobeo y de entrada a la iglesia románica.
- ¡Celes!,… ¡Celes!,… -gritó Norte,
empujando ligeramente la puerta entreabierta.
Celes, la amable cuidadora del templo, era la persona que unos meses antes
le había informado sobre el fenómeno que ocurría en aquel lugar cada año durante
los equinoccios de primavera y de otoño y, tras esperar unos instantes, se
dirigió a paso rápido hacia la portada occidental situada a los pies de la
iglesia.
Y de pronto se paró en seco. Desde donde él se encontraba divisó como un
hermoso rayo de luz penetraba a través de un pequeño óculo situado en la
cabecera de la iglesia, y comenzaba a iluminar el “Capitel del Alma salvada”.
Todavía asombrado por la oportunidad del momento en el que había llegado,
Norte se acercó despacio. Las pequeñas partículas de polvo, provistas de
vida propia, se movían a lo largo del intenso del haz de luz, como queriendo
señalar el camino hacia el hermoso capitel historiado que en ese momento
comenzaba a estar completamente iluminado.
Se quedó allí, inmóvil y en el silencio más absoluto, imaginando como una
pequeña comunidad en el siglo XI viviría el milagro de la luz; para
ellos, seguramente expresión máxima de
la divinidad. Era como si el dedo de Dios les enseñara desde el cielo y les
indicara el camino a seguir.
Y todo ello gracias a la maestría de unos hombres que, con herramientas
rudimentarias y con cálculos básicos hubieron de tener en cuenta desde la
orientación del ábside hasta la altura del capitel, pasando por la situación
del óculo o la incidencia de los rayos del sol en los equinoccios de primavera
y otoño.
«Un hermoso nombre para una bellísima obra» -pensó Norte al observar con
detenimiento el “Capitel del Alma salvada”, posiblemente una representación
alegórica de un alma que asciende a los cielos, en ese momento ya completamente
iluminado.
Y es que todo el universo del hombre en la época medieval se movía en torno
a Dios y los templos estaban en armonía con las estaciones del año. La
manifestación del espíritu de Dios se manifestaba también con la cuidada
planificación de la construcción de las iglesias. La orientación de los ábsides
hacia el Este permite que los rayos de sol del amanecer penetren por los
ventanales de los ábsides,.. es la representación de la resurrección de Cristo.
sábado, 10 de diciembre de 2016
Sobre el abismo, mejor volar que andar
A medida que su vehículo ascendía por la carretera que serpenteaba a través
de los campos nevados, Norte comprendió que había sido un acierto acercarse a
San Leo; un pequeño burgo medieval que le habían recomendado visitar en la
Emilia Romagna.
Desde la distancia el imponente peñasco rocoso, iluminado por la fría luz
de invierno, acentuaba todavía más los muros de la inexpugnable fortaleza que se
elevaban en un equilibrio imposible sobre el abismo a más de 500 metros de
altitud, dominando el valle del Marecchia, un territorio preñado de
acontecimientos históricos que harían enmudecer a la mismísima Rímini.
Nada más atravesar el arco de entrada al burgo, Norte se dio de bruces con una
hermosa localidad digna de ser uno de los “borghi
piu' belli d'Italia”. Tal como le había adelantado Marchelo, el locuaz
recepcionista que le había informado en su hotel de Rímini, la pintoresca
comuna, aparte de su calles de trazado medieval, contaba con la Rocca, una
impresionante fortaleza, la Catedral, una
Iglesia parroquial (pieve) y algunos palacios renacentistas como el Palacio
Mediceo, residencia de los Condes Severini-Nardini o el Palacio Della Rovere.
Aparcó su automóvil en la plaza presidida por uno de los monumentos más
emblemáticos de San Leo. En ese instante, los últimos rayos de sol incidían
sobre la fortaleza que la familia Montefeltro mandó reformar en el siglo XV,
transformándola en uno de los edificios militares renacentistas más hermosos de
toda Italia, y que por conquistarla lucharon Malatesta o César Borgia.
Localizada en lo más alto de una colina rocosa, en 1631 se transformó en
prisión hasta principios del siglo XX y fue famosa precisamente porque en ella,
Giuseppe Balsamo más conocido como el Conde de Cagliostro, fue encarcelado por
la Inquisición hasta su muerte por herejía. Cortesano en las cortes de Luis XV
y Luis XVI de Francia este carismático, tramposo y bohemio personaje que tenía
fama de alquimista, rivalizó con Casanova
en sus conquistas, con quien dicen competía, y también se le consideraba un
sanador de enfermedades incurables además de su capacidad para hacerse
invisible.
Caminó por las calles desiertas, disfrutando del bello atardecer que aquel
día invernal le había regalado, hasta dar con la Catedral, un admirable ejemplo
de templo románico-lombardo y una de las más bellas iglesias románicas que se
conservan en Italia.
Junto a ella, una alta torre-campanario de origen bizantino, era el único
resto que, junto con el Duomo, permanecía de la antigua ciudad sacra que allá
por el siglo XII estaba conformado además por el Palacio Episcopal, la
residencia de los Canónicos y posiblemente el Baptisterio.
A pesar del frío intenso, volvió sobre sus pasos, para admirar la pieve de Nuestra Señora de la Asunción, la iglesia más antigua de San
Leo y de toda la región; en ella se daba esa bella fusión entre arte, historia
y leyenda que tanto entusiasmaba a Norte.
Porqué según la tradición, Leone, un cortador de piedra de origen dálmata
que trabajó en Rímini, fue el constructor de la Iglesia y fundador de la
comunidad de San Leo, favoreciendo la difusión del cristianismo por la región
que concluiría con la creación de la diócesis de Moltefeltro y él su primer obispo.
Y es que lo que realmente le despertó el interés a Norte fueron la historia
y las leyendas que rodean este lugar y que, a lo largo de la historia, se
vieron enriquecidas por visitantes ilustres como San Francisco de Asís o la mención
expresa al lugar que aparece una de las obras maestras de la literatura
italiana. Porque Dante Alighieri cita este a este lugar en uno de sus versos
del cuarto canto de La Divina Comedia: “Cuando vayas a San Leo, mejor vuela que
no andes”… posiblemente en referencia a la situación privilegiada que desde lo
alto del Mons Feretrius tiene San Leo.
martes, 22 de noviembre de 2016
Por un pedazo de mar
Juan Francisco Cornejo, era sin duda una persona sencilla y honesta, que
destilaba bondad por cada uno de los poros de su piel y Norte se había dado
cuenta de ello nada más comenzar a charlar con él. Las arrugas de su rostro no
eran más que una muestra de la callada y continuada labor que el sol y el
salitre habían obrado pacientemente en su piel durante más de cuarenta años
como pescador artesanal en las costas de El Salvador, y esas eran unas condecoraciones
difíciles de igualar. Pero su aspecto de viejo lobo de mar, de marino
experimentado, no fue lo que llamó la atención de Norte. Lo que realmente le
fascinó fue su forma de hablar. La humildad con la expresaba sus opiniones
contrastaba con el enorme conocimiento que tenía de las cosas de las que
hablaba.
Lo había conocido de casualidad cuando Norte se entretenía observando el
ajetreo que en ese momento se vivía en el Puerto de la Libertad con la llegada
de las embarcaciones pesqueras. Una curiosa mezcla de pescadores artesanales, vendedoras
y turistas conformaban una colorida amalgama de gente que se movía
desordenadamente entre cajas de pescado y embarcaciones a lo largo del muelle que se adentraba como
una flecha en el Océano Pacífico.
- Cada día es más pequeño –exclamó de pronto el viejo pescador a la vez que
en su rostro se dibujaba un gesto de resignación que ponía en evidencia todavía
más las arrugas de su rostro.
Norte esperó pacientemente sin decir nada, observando los minúsculos
pescados que se amontonaban en el interior de la embarcación, a sabiendas de
que Juan Francisco Cornejo continuaría con su reflexión.
- Los barcos camaroneros cada vez faenan más cerca de la costa y se lo
llevan todo, incluidos los ejemplares inmaduros de especies que para ellos no
tienen valor –continuó, señalando a un enorme barco que se veía arrastrando no
muy lejos de la costa–. Dicen que solo aprovechan una décima parte de lo que
pescan, pero yo creo que es mucho menos.
Norte miró hacia donde le indicaba y comprobó que, a menos de 3 millas, un
barco de pesca arrastrero faenaba en busca del preciado camarón y recordó la
noticia que había leído en la prensa salvadoreña sobre la petición de los
pescadores al parlamento nacional para crear una zona de cinco millas a lo
largo de la costa para uso exclusivo de los pescadores artesanales.
A medida que las pequeñas embarcaciones iban regresando a puerto y eran izadas al malecón, la actividad aumentaba. Aquí y allá pequeños corros de gente se formaban en torno a las embarcaciones y sus capturas. Era el momento decisivo, cuando los compradores les ponen precio a la pesca del día; un precio que la mayoría de las veces no alcanza para pagarles el esfuerzo, los gastos ni el valor invertidos pero que sirve para seguir engañándose un poco más y continuar a la espera de ese golpe de suerte que casi nunca llega.
- ¿Y usted cree que si su parlamento acuerda modificar la Ley de Pesca y se
delimita el área para los pescadores artesanales se podrá revertir la
situación? –preguntó por fin Norte, tras un largo silencio de ambos.
- Desconozco si usted lo sabe joven… –contestó mirando a Norte con
escepticismo mientras comenzaba a caminar e indicaba a que lo siguiera– pero la
mar, ¡la mar… es hembra!
Lo dijo, con énfasis, muy despacio y, sobre todo convencido. Con la
sabiduría del tiempo trascurrido a sus espaldas, con la experiencia de un
veterano pescador, pero también con el convencimiento de estar en posesión de
la verdad absoluta.
- Fíjese en toda esa gente que consigue un sustento gracias a la mar –continuó
cuando llegaron a la zona donde los compradores limpiaban parte del pescado con
la ayuda, más voluntariosa que práctica, de algunos niños–. Así es y así será
en el futuro. Y es que a pesar de la pobreza y de la marginación, los pobres de
El Salvador se inventan día a día como salir de esa rueda infernal llenos de
esperanza y con una sonrisa en los labios;… y la mar, con sus frutos, mantiene
viva esa ilusión.
- Fíjese –continuó tras un breve saludo a los operadores que realizaban la
limpieza de las macarelas para convertirlas en pescado seco- que la mayoría de
la gente hace este tipo de cosas hasta que crecen lo suficiente y reúnen el
valor para irse para los Yunaís (emigrar a Estados Unidos). Es la única
esperanza para muchos de ellos.
- Y usted, ¿por qué no lo hizo?
–preguntó entonces Norte, justo antes de entrar en un toldado bajo el
cual varias pescaderas charlaban animadamente mientras espantaban cansinamente
las moscas que se posaban sobre el género que ofrecían a la venta: langostas,
cangrejos, jaibas, pescados boca colorada, calamares, conchas, camarones,
almejas y un sinfín de especies que ningún europeo en su sano juicio se
atrevería a comer.
- Cuando era joven –continuó tras
unos segundos de espera- no andaba en la jugada y ahora, fíjese, estoy para
colgar los tenis.
Norte sonrió en cuanto logró comprender lo que Juan Francisco Cornejo le
había querido decir en aquel lenguaje propio de los salvadoreños de a pie y
comprendió que, quizás luchar por ese pedazo de mar era la última oportunidad
de aquellos pescadores, ese golpe de suerte que esperaban para cambiar el rumbo
de los acontecimientos.
Y de pronto se dieron de bruces con un destartalado edificio que servía
para guarnecer a las pequeñas embarcaciones mientras esperaban la jornada de
pesca. A su alrededor una pléyade de
vendedores ambulantes se habían apropiado del espacio, metro a metro,
ofreciendo sus productos a los salvadoreños que llegaban de la capital para pasar
un día de asueto al borde del mar, comer un cóctel de camarones y volver al
final del día con la sensación de haber disfrutado de un día en un lugar
pintoresco, olvidando las preocupaciones por unas horas.
- ¿Qué le parece si nos tomamos unos camarones empanizados?, ¡lo invito!
–propuso de pronto Norte en un último y desesperado intento de retenerlo un
poco más, cuando comprendió que el viejo pescador ponía rumbo hacia la salida
del puerto.
Juan Francisco Cornejo se detuvo y lo observó en silencio durante unos
instantes antes de despedirse definitivamente. Sus cansados ojos, castigados
por el sol tropical, contrastaban con el blanco de la gorra del Real Madrid.
- Le agradezco su invitación, es ya un poco tarde y tengo que partir. Pero
si se va quedar un rato más y quiere entender todo esto, mírele a los ojos a la
gente. En el brillo de su mirada apreciará la fuerza que les impulsa a seguir
adelante comprenderá porqué cada día se empeñan en salir al mar.
Lo vio partir, caminando lentamente, mientras a su alrededor, los
vendedores de “Minutas” ofrecían a los viandantes esas pequeñas delicias hechas
de hielo raspado y rociado con jarabe de frutas de intensos colores que se
desvanecían con el calor del Pacífico tan rápido como los sueños de los
pescadores artesanales de El Salvador.
jueves, 3 de noviembre de 2016
Existe un lugar, al borde del abismo…
«Existe un lugar en el que los ríos
discurren por profundas gargantas creadas por la ira de diosas iracundas y
celosas,… porqué según cuenta una leyenda, Júpiter se enamoró de esa tierra y
la poseyó atravesándola con el río Miño. Su esposa Juno, furiosa le infligió
profundas heridas en un intento de afearla, creando, quizás sin proponérselo,
un hermoso lugar único y mágico… ». Norte sonrió al pensar que si tuviera
que escribir un relato sobre la Ribeira Sacra quizás lo comenzaría con esa
bella leyenda.
Y es que, en ese momento, descendía por un duro, pero hermoso sendero que
de cuando en vez, allí donde la frondosidad del bosque le daba un pequeño respiro,
se asomaba al borde mismo del abismo. A unos cientos de metros más abajo, el
río discurría lento y parsimonioso, adaptándose a las profundas cicatrices
dejadas por la ira de la reina del Olimpo. Un paisaje único en el que las
fragas de robles, castaños, encinas y abedules trepan por las escarpadas
laderas, compitiendo por cada brizna de tierra en la que crecer y tiñendo el
otoño con los tonos amarillentos y rojizos de sus hojas.
Un camino cuajado de piedras que atesoran los sueños y los anhelos de los
que allí vivieron. Apenas unas piedras que, en un equilibrio precario al borde
del abismo, son los postreros vestigios de los sueños de sus últimos
moradores. Piedras que guardan miles de secretos escritos en sus caras
desgastadas por el paso del tiempo. Piedras decoradas por los líquenes y musgos,
cómplices imperturbables de la memoria de los pueblos. Piedras que retienen el
tiempo en un viaje al pasado, a la historia y a las tradiciones.
Un camino que atraviesa viñedos imposibles. Viñedos colgados al borde del
abismo que destilan olor a mencía, a merenzao, a brancellao, a sousón, a caiño
tinto y a tantas otras variedades con matices y aromas únicos y que constituyen
una de las señas de identidad de esta tierra. Levantados piedra sobre piedra,
robándole la horizontalidad a laderas con pendientes increíbles, las terrazas
con cepas centenarias trepan por las paredes del cañón desafiando la gravedad y
dándole a la Ribeira Sacra la pincelada humana a un territorio agreste y
verdaderamente hermoso con una naturaleza que no suele facilitar las cosas.
Un lugar en donde los conventos se ocultan en bosques centenarios, colgados
al borde del abismo y confiriéndole a la Ribeira Sacra una enorme belleza
espiritual y artística; un entorno espectacular que una y otra vez sorprende al
viajero. Unas tierras refugio de eremitas que más tarde se convirtieron en
pequeñas comunidades que dieron lugar a numerosos cenobios, un legado que enriquece
si cabe todavía más estas tierras, dando como resultado una de las
concentraciones de conventos más alta de toda Europa.
Y de pronto, Norte se detuvo. A unos metros el campanario de Santa Cristina
de Ribas de Sil despuntando por encima del mar de hojas y erigiéndose al borde
del abismo, le indicaba que había llegado a su destino. Durante un buen rato permaneció
allí, quieto, escuchando el silencio atronador que todo lo envolvía, en perfecta
comunión con la naturaleza y comprendió porqué la Ribeira Sacra había sido
elegido como lugar de aislamiento y oración.
Continuó descendiendo hasta darse de bruces con Santa Cristina, un lugar
mágico que, como toda la Ribeira Sacra, está plagado de leyendas. Un espacio lleno
de singularidades que lo hace único y que es necesario preservar.
Un extraordinario legado arquitectónico situado en un enclave arrebatadoramente
bello que nos transporta al austero mundo de los cirtercienses, en una suerte de
conjunción mágica entre la naturaleza y la mano del hombre.
viernes, 21 de octubre de 2016
Carretera al Sur del mundo
Después de varios días de una pertinaz y fría lluvia, el
día amaneció claro, límpido, sin una sola nube que empañara el intenso color
azul que ese día mostraba el cielo de Puerto Montt. Desde la ventana del hotel, la enorme Cruz que
presidía el mirador de la isla Tenglo destacaba sobre el horizonte y un esbozo de sonrisa se dibujó en su
rostro. Estaba claro que la suerte le había acompañado y justo el día que había
previsto, Norte podría cumplir uno de sus deseos más anhelados, y además con
buen tiempo.
Porque en unos minutos, Norte iba a iniciar el recorrido
por una ruta mítica, solo comparable a alguna de las carreteras más famosas del
mundo, como la de Trollstigen (La Escalera del Troll) en Noruega o la Ruta 66 que
recorre casi 4.000 km entre Chicago y los Ángeles. Porque lo que él iba a transitar era, ni más
ni menos, una parte de la Carretera Austral (CH-7) al Sur de Chile que comunica
las ciudades de Puerto Montt y Villa O'Higgins, separadas por casi 1.300 km. Un
recorrido verdaderamente hermoso y seductor que coquetea con los Andes Patagónicos
y con fascinantes campos de hielo, que atraviesa ríos turbulentos y bordea
espectaculares lagos. Todo ello a través de una carretera con firme de grava
que se dirige al Sur del mundo, no apta para conductores sin experiencia.
Nada más accionar el contacto del todoterreno que había
alquilado, Norte comprendió que la aventura soñada durante meses había
comenzado por fin y que, a pesar de que solo tenía tiempo para recorrer un pequeño
tramo, estaba a punto de comenzar un bello álbum de recuerdos que jamás se
borraría de su mente.
Los primeros quilómetros, a medida que se alejaba de
Puerto Montt, transcurrieron por una carretera asfaltada que serpenteaba entre
suaves colinas, abandonando por momentos la costa para volver a asomarse al mar
al cabo de unos quilómetros y que, a pesar de su belleza, hizo surgir en Norte
un casi imperceptible sentimiento de decepción, deseoso de circular ya por la
trocha abierta en la selva húmeda chilena.
Y de pronto, todo cambió. Nada más llegar a Caleta La
Arena, la carretera se cortó abruptamente en una pequeña rambla que se perdía
en el mar, como si ésta continuase por el fondo del océano. Encandilado con el
paisaje que se abría ante sus ojos, redujo la velocidad de su vehículo hasta
situarse tras un camión salmonero que pacientemente esperaba en el embarcadero la
llegada del ferry, para trasladarlo hasta la Caleta Puelche al otro lado del
seno del Rolancaví.
La corta travesía, de poco más de media hora, le permitió
tener una nueva perspectiva y admirar la densa y exuberante vegetación, con los
arrayanes, tepas y lumas que se precipitaban hacia el mar para detenerse abruptamente
al borde del Océano Pacífico. Desde la embarcación, la visión del bosque, su
conjunción con el mar que lo rodeaba, le pareció simplemente soberbia, un caos
que sobrepasaba todos los sentidos.
Nada más doblar el cabo, como emergiendo del océano, nuevamente
otra rampla conectaba con la carretera para continuar su lento y sinuoso avance
por una vía de ripio y barro que se abría paso a través de una vegetación que
se empeñaba obstinadamente en crecer sobre cada centímetro cuadrado de suelo.
Porque el bosque fue una de las razones que impulsaron a Norte a emprender esa
pequeña aventura y, al igual que en tiempos pasados el hombre navegó a esas
tierras en la búsqueda de la madera de alerce, Norte viajaba ahora para ver los
últimos vestigios de su presencia en aquellas tierras, apenas 70 años después
de aquella vorágine que acabó con los bosques de alerce.
Porque lo que Norte podía ver ahora era una triste
caricatura de lo que un día fueron hermosos bosques de alerces con ejemplares
de 2000 y 3000 años de antigüedad (sí, has leído bien) que fueron talados
sistemáticamente para aprovechar su madera debido a su resistencia a la
putrefacción.
A ambos lados de la carretera, la vegetación pugnaba por
cerrar de nuevo la exigua trocha abierta en los bosques en los que hasta hace
pocos años reinó el alerce. Condujo con precaución hasta habituarse a esa
sensación de inestabilidad que uno tiene cuando circula sobre este tipo de
firme, y Norte enseguida comprendió los numerosos consejos que le habían dado
para transitar por carreteras de ripio en la oficina donde había alquilado el
coche. Roderas, velocidad moderada, posibles pinchazos, barro, animales
cruzando la calzada y un largo etc. de recomendaciones le mantuvieron alerta
durante todo el viaje.
Por fin, un claro en el bosque le permitió ver un soberbio ejemplar. Apenas a unos metros de la carretera la inconfundible silueta piramidal de su copa contrastaba con el azul intenso del cielo austral, haciendo más bello si cabe el follaje apretado, irregular y siempreverde de la Fitzroya cupresoides, denominación científica del alerce cuyo nombre genérico fue puesto en honor al oficial de la marina británica, Robert Fitz Roy, comandante del Beagle que navegó por estos lugares acompañado nada menos que por Charles Darwin como naturalista.
A su lado enormes tocones, restos de antiguos árboles
apeados ya hacía muchos años, atestiguan la ambición del hombre y nos recuerdan
constantemente su desconocimiento en la gestión racional de los recursos
naturales. Porqué, para Norte, todo lo relacionado con esta especie poseía un
cierto halo de romanticismo derivado quizás de su milenaria longevidad que se
pierde entre las brumas del tiempo. Desde su nombre en lenguaje mapuche (lawan),
hasta el hermoso veteado de su madera rojiza empleada en las tejuelas de madera
que recubren las iglesias de Chiloé, pasando por las talas masivas e incendios que
llevaron a la especie al borde de la desaparición.
Finalmente regresó a su vehículo, no sin antes echarle
una última mirada a aquel ejemplar que acumulaba unos cuantos siglos a sus
espaldas y que permanecía en pie como mudo testigo de los avatares de la
historia. Y por unos instantes se imaginó cómo sería un bosque dominado por
esos colosos que desafían al tiempo con su lentísimo crecimiento. Ningún visitante
podrá ver en los próximos 2 milenios los bosque de magníficos alerces que
colonizaron esta tierra antes de que los primeros hombres llegaran. Esmirriados
y míseros troncos muertos son el último vestigio de su presencia.
La carretera le acercó de nuevo a la costa, pasando del cromatismo de los miles de verdes de la pluviselva chilena a un nuevo universo de colores y aromas, ahora dominados por las aguas del océano. Porque en el sur de Chile la relación con el medio marino se intensifica a medida que nos acercamos al sur del mundo, cuando la carretera austral no existía y todo el transporte de mercancías y personas debía realizarse mediante la navegación; por medio de hermosas embarcaciones de madera que ahora descansan varadas en las orillas, a la espera quizás de que algún día vuelvan a ser utilizadas.
Finalmente la comuna de Hornopirén, a los pies del volcán
homónimo que recibe su nombre , de mapudungun
pirén, en la lengua nativa y que significa "Horno de nieve"... un
nombre arrebatadoramente bello para un lugar no menos hermoso en el que
descansaría antes de continuar viaje hacia el Sur del mundo.
jueves, 22 de septiembre de 2016
El embrujo del Cañón del río Lobos
Todavía recordaba cuando le hablaron de aquel lugar por primera vez. Era
una evocación tan nítida, tan límpida, que el paso de los años no lo había
logrado desdibujar ni un ápice aquella impresión que tuvo desde el primer
momento, la sensación de que el Cañón del Río Lobos era especial.
Ahora, muchos años después, Norte sentía que aquel lugar era fascinante; allí se aunaba
naturaleza, arte, historia, tradición y magia,… sobre todo magia; un lugar que
lo hechizó desde el primer momento y al que volvía irremisiblemente, seducido
por su embrujo.
Para Norte, el Cañón del río Lobos es uno de esos lugares en los que los
diferentes mundos que lo conforman se entrelazaban con una armonía y un
equilibrio que componen un todo único; un crisol en el que se funden los
elementos hasta conseguir una aleación incomparable e irrepetible.
Porque lo que primero le atrapó nada más llegar allí fue su silencio, ese
silencio ensordecedor solo roto por el susurro del viento colándose entra las
ramas de los árboles y diseminando por
cada rincón el olor resinoso y acre de los pinos y de las sabinas. Un silencio
que da paso a una naturaleza serena y hermosa, dominada por el profundo cañón
calizo erosionado por el río Lobos y cuyas enormes paredes, decoradas con las
bellas tonalidades rojizas de los óxidos de hierro, están cuajadas de cuevas y
simas que le confieren un halo de misterio propio de los lugares mágicos. Y
aquí y allá, como pinceladas en un hermoso óleo, las sabinas que sobreviven
obstinadamente en un puñado de tierra, trepando por las laderas y dando ese
toque de naturaleza viva.
Desde lo alto, dominando toda la bóveda del cañón, la silueta inconfundible
de bordes desflecados del buitre leonado planeando por los cortados y
ascendiendo en espiral hasta los mismos
cielos, en un vuelo interminable de búsqueda incesante.
Pero para Norte, la nota destacada, el elemento diferenciador que hacía
mágico y único el Cañón del río Lobos era, además de su hermosa naturaleza, la historia que atesoraba en su interior. Una
historia repleta de leyendas enredadas en las brumas del tiempo que llegaron
hasta nosotros gracias a tradiciones que convirtieron a ese enclave en un lugar
enigmático.
Y de pronto, en un ensanchamiento del cañón, quizás en uno de los lugares
más bellos que uno se pueda imaginar, asoma la ermita de San Bartolomé; una
sencilla y austera capilla románica del siglo XIII que parece parida por la
propia madre tierra. Como una formación rocosa más, como una excrecencia de la
madre tierra que rivaliza con las paredes rojizas que la rodean, Norte jamás se
había sentido capaz de imaginarse aquel lugar sin ella.
Desde la distancia era como más le gustaba observarla. Desde allí la
pequeña capilla mostraba esa integración con el entorno que la rodeaba y era
entonces cuando la leyenda se fundía con la realidad y Norte rememoraba el
hecho prodigioso que, según cuentan, dio origen a la ermita de San Bartolomé de
Ucero. Es en ese instante cuando uno comprende que cabe la posibilidad de que,
en el mismo lugar donde se levanta el santuario, los cascos del caballo que
montaba el apóstol Santiago quedasen esculpidos en la roca al saltar desde los
cortados para escapar de los invasores musulmanes y su espada se le cayese,
clavándose en el suelo y señalando el lugar donde debía erigirse la capilla.
Pero de lo que sí no había duda –pensó Norte- era de que la ermita de San
Bartolomé se encuentra justo en el centro de la línea imaginaria que une el
Cabo de Creus y el “Cabo del fin de la Tierra” (Cabo Finisterre), o cabo
Touriñan según otros autores, exactamente a 532 quilómetros y 744 metros, más o
menos, de cada uno de los dos cabos. Y Norte sonrió al pensar que, en efecto,
un lugar tan bello, en el que el Apóstol Santiago logró escapar indemne de los
invasores musulmanes y en el que se da una circunstancia geográfica semejante,
bien merecía la construcción de una ermita tan hermosa como aquella.
Pero si la perspectiva que daba la distancia la hacía arrebatadoramente bella,
acercarse a la sencilla construcción románica le permitía a Norte admirar con
detenimiento el hermoso repertorio iconográfico con su extensa colección de canecillos
llenos de simbolismo; y, en especial, su rosetón, emblema del parque natural,
con seis corazones entrelazados que conforman a su vez una estrella de cinco
puntas que representan el conocimiento y que relacionan el lugar, según algunos
autores, con el halo siempre misterioso de los caballeros templarios.
Y es que a medida que uno se adentra en este cañón, lleno de secretos y
misterios, la imaginación se dispara acompañada quizás por el rosario de
leyendas que subsisten obstinadamente al paso de los siglos.
En sus numerosas visitas Norte había tenido la oportunidad de charlar con
gente del lugar y casi siempre escuchaba testimonios que le desvelaban nuevas
perspectivas sobre aquel enclave. Decenas de historias verosímiles o no, pero
todas hermosas y llenas de misterio como la “Leyenda de la roca de la músicamágica” que le había narrado un pastor de Santa María de las Hoyas. Una historia que comienza con un título
ciertamente seductor pero de desenlace trágico, y que nos relata como las tres
hermosas hijas del señor de Ucero acostumbraban a subir todas las tardes a lo
alto de la “Roca de la música mágica” para buscar inspiración y sosiego. Hasta
que un día al atardecer, justo en el solsticio de verano algo ocurrió tras las
últimas campanadas de la ermita de San Bartolomé…
Y es que el Cañón del rio Lobos es un microcosmos que aúna naturaleza,
arte, historia, tradición y magia,… sobre todo magia; un lugar que lo hechizó
desde el primer momento y al que vuelve irremisiblemente, seducido por su
embrujo.
viernes, 9 de septiembre de 2016
Entre la bruma del Pacífico
Después de tres horas de viaje, un gesto casi imperceptible, parecido
quizás a una leve sonrisa, se dibujó en su rostro fatigado. Por fin dejaría la
Carretera Panamericana Sur, atestada de enormes camiones y jalonada de cientos
de anuncios publicitarios, para dirigirse a su destino. A pesar del confort del
moderno 4x4 que había alquilado en Lima, lo cierto es que la ruta desde la
capital le había resultado muy fatigosa y cansina. Más de 250 quilómetros a
través de un terreno árido e inhóspito, un
desierto costero con colinas suaves, que alternaba con localidades al borde de
la carretera no particularmente atractivas. De cuando en vez, algún que otro arbusto
espinoso creciendo obstinadamente en aquel terreno reseco, subsistiendo quizás
de la condensación de las brumas de la mañana y, cuando los acuíferos que bajan
de las montañas lo permitían, se alternaban zonas con cultivos de algodón, vid
o frutales.
Durante todo el viaje, y a medida que se aproximaba a la ciudad de Pisco,
Norte no pudo dejar de revivir los sucesos ocurridos hacía ya 8 años, cuando
poco después de abandonar aquella ciudad un enorme terremoto de magnitud 8 la
asoló, dejando tras de sí un rastro de miles de damnificados, una destrucción
casi total de la ciudad y un gran número de muertos. Y no pudo evitar recordar
a Don Guillermo Huyhua, un barman de origen aimara con el que había compartido
una generosa cantidad de pisco (aguardiente) hasta altas horas de la mañana
hablando de lo divino y de lo humano. Tampoco pudo evitar acordarse de William,
el guía que le acompañó a la Reserva de Paracas, un biólogo enamorado de su
profesión que también, como otros muchos compatriotas, le confesó su deseo de
ir a España a completar sus estudios de Ecología.
Era la primera vez que volvía a Perú después de aquel trágico suceso y
parecía que los 8 años transcurridos no habían obrado el efecto benefactor que
se suele atribuir al tiempo, ese lapso temporal que lentamente transforma el
dolor en recuerdo.
Tan pronto llegó a la localidad de Paracas se dirigió hacia su destino.
Quería volver a visitar La Reserva Nacional de Paracas, un lugar mágico en el
que se puede contemplar como las frías y ricas aguas de la Corriente de
Humboldt dan refugio y alimentación a una fauna asombrosamente numerosa.
Un océano repleto de vida con una gran diversidad de peces y mamíferos
marinos que continúa en la franja costera, con acantilados y playas en donde
anidan y viven millones de aves.
Como otras muchas veces, Norte había tenido suerte; no había rastro de
visitantes, así que detuvo el coche y caminó los últimos metros hasta asomarse a
los acantilados y, una vez más como había ocurrido hacía 8 años, asombrarse por
el estallido de vida, que apenas a unos metros de donde él se encontraba, se
empeñaba en manifestarse en forma de leones marinos y pingüinos de Humboldt.
A su izquierda, aprovechando el abrigo que proporcionaban los estratos
erosionados de la roca volcánica un grupo de piqueros incubaba pacientemente
los huevos con el objetivo de sacar adelante una nueva generación que
perpetuara su especie, en un ejercicio de abnegación y altruismo que a él
siempre le había asombrado.
A lo lejos una gigantesca colonia de aves guaneras le hizo retrotraerse de
nuevo en el tiempo, cuando su amigo William le mostraba una "pajarada"
semejante compuesta por decenas de miles de piqueros, alcatraces y guanayes mientras
le explicaba entusiasmado como cada individuo forma parte del complejo
dispositivo que las corrientes frías de Humboldt originan, dando lugar a uno de
los ecosistemas más productivos del planeta. Y de nuevo recordó con tristeza a
Don Guillermo, a William y a tantas otras personas con la durante esos días
había compartido unos momentos y de los que no había vuelto a saber.
Pero a Norte, lo que realmente le fascinaba de la Península de Paracas era
quizás lo que menos le llamaba la atención a los visitantes. Sus llanuras
desérticas que se extendían hasta el infinito, solo interrumpidas por la bruma
del Pacífico que proporcionaba un velo sutil y etéreo a las arenas del
desierto, teñidas de tonalidades rojizas, rosadas o amarillentas.
Y por unos instantes, como había ocurrido 8 años antes Norte se sintió como
un astronauta en la superficie de un planeta hostil pero arrebatadoramente
bello, oculto por la bruma de un océano inmenso.
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