miércoles, 15 de enero de 2020

Como una bella aleación


Muchos visitantes quedaban fascinados por la grandiosidad del cenobio de San Salvador en Celanova. Y no era para menos, era un fantástico edificio en el que todo sobresalía; un edificio monacal con más de X siglos de historia sobre sus cimientos y con sucesivas reformas que fueron añadiendo estilos arquitectónicos al románico original: renacentista, barroco, gótico, neoclásico… en una suerte de mixtura que dio como resultado un conjunto único.

Pero si a Norte le fascinaba aquel lugar no era solo por sus soberbios claustros, por la cúpula de su templo, o por sus dos coros, el gótico y el barroco. Cada vez que se acercaba por aquel lugar, aprovechaba para visitar una construcción que el recinto monacal atesoraba en su interior. Y es que en el antiguo huerto del convento, junto al ábside del templo, permanecía en pie un bellísimo oratorio de apenas 20 metros cuadrados construido en el año 937, en los inicios de la fundación del convento.

Y siempre que lo visitaba Norte percibía la hermosa mezcla de elementos visigóticos y la influencia del arte de los Omeyas que lo fascinaba. Era como una aleación de elementos que daba como resultado el arte mozárabe, una manifestación artística de las comunidades cristianas en la Península Ibérica entre finales del siglo IX y comienzos del siglo XI, justo antes de la irrupción del románico.

Lo primero que le llamaba la atención siempre que lo visitaba era la arquitectura de volúmenes del edificio. Cubos pétreos adosados, desprovistos de ornamentación, conformando una sencilla pero hermosa estética en la que solo destaca un elemento decorativo, el alero del tejado, muy pronunciado y ornamentado con unos sencillos modillones de influencia musulmana.


Pero una vez en el interior, a pesar de sus pequeñas dimensiones, Norte sentía una fuerte sensación laberíntica en la que el ábside semicircular de la cabecera, el pavimento en mosaico con decoración vegetal o los arcos de herradura de la cultura islámica contribuían a realzar el arte litúrgico cristiano.


Todo en San Miguel Arcángel de Celanova exudaba ese halo de misterio en el que como una bella aleación, los alquimistas habrían creado un camino de expresión común entre ambas culturas.


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miércoles, 1 de enero de 2020

La isla encendida


Mientras completaba los últimos tramites en el control de entrada, Norte recordaba muchos de los lugares en los que,  a lo largo de su vida, había vivido momentos inolvidables y, en ese sentido, New York no era una excepción,… es más, si en alguna ciudad del mundo se podía disfrutar de verdad de esa magia, esa era sin duda la Gran Manzana.

Había optado por subir un día de semana para evitar las aglomeraciones de gente y, sobre todo, decidió hacerlo al atardecer, para apurar los últimos instantes de luz diurna antes de que el sol comenzase a ponerse y tiñese el horizonte de un millón de tonos rojizos y dorados, a medida que las sombras se adueñaban de la ciudad.


Si no recordaba mal, era la tercera vez que subía a ese mirador privilegiado, símbolo de la ciudad, icono del cine y omnipresente desde cualquier punto de la urbe,… de día y durante la noche.

Por fin, sin apenas esperas, pasó el control de seguridad y, después de pagar su entrada, se subió al primero de los elevadores que, tras una breve parada para cambiar al ascensor lo condujo hasta el piso 86, en el cielo de Manhattan, a más de 320 m de altura.


Amparado tras la enorme cristalera, Norte se caló su gorro de lana, se puso los guantes, se ajustó bien su bufanda y, finalmente, se cercioró de que no quedaban expuestos muchos cm² de piel antes de salir al mirador.

Nada más salir al exterior de la terraza, el viento frío y seco del invierno que azotaba a esa altura el edificio lo paralizó durante unos instantes y casi de inmediato dejó de sentir su nariz y los ojos comenzaron a lagrimear. A pesar de conocer el lugar, Norte no pudo menos que sorprenderse. Ante él se se extendía una enorme alfombra de rascacielos que, como árboles en un bosque alimentados por un torrente interminable de automóviles que circulaban a sus pies, competían por alcanzar los cielos.

Dejó transcurrir el tiempo disfrutando una y otra vez de unas vistas únicas y cambiantes mientras la luz del día se disipaba lentamente en el atardecer. El puente de Queens, las Naciones Unidas o el edificio Chrysler, para él uno de los edificios más hermosos de todo Manhattan, comenzaban a destacar. Mientras tanto otros non tan imponentes pero igualmente bellos como el Edificio Flatiron luchaban por mantener su protagonismo.

Y cuando, por fin, la noche se hizo presente, la isla encendida se mostró rebosante de luces y magia.







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