Se despertó de un modo brusco,
repentino, incapaz de recordar donde se encontraba. Aturdido buscó alguna
referencia que le diese una pista. Fue entonces cuando la enorme neuralgia se
hizo patente y Norte tuvo que dejar de escudriñar en la penumbra que lo
envolvía y volver a cerrar los ojos, en un desesperado intento de apaciguar los latidos que sentía
en el interior de su cabeza.
Poco a poco la neblina que
envolvía su cerebro fue desapareciendo y la consciencia fue iluminando de nuevo
cada rincón de su mente. El larguísimo vuelo de más de diez horas, su llegada a
una de las ciudades más pobladas del mundo, la interminable espera en
inmigración, el monumental atasco que tuvo que padecer para llegar al hotel y
el cambio horario fueron sin duda
corresponsables de su malestar y la causa que lo mantenía inmovilizado sobre la
cama.
Notó frío y se arropó con la
esperanza de recuperar esa agradable y placentera calidez que induce al remoloneo
en la cama, pero enseguida cayó en la cuenta que las bajas temperaturas se
debían al aire acondicionado que había dejado encendido justo antes de
acostarse.
Así que ya tenía dos razones para
levantarse. Apagar aquel infernal aparato que tenía la habitación como si se
tratase de una heladera y tomarse un analgésico que lo liberase de la opresión
que sentía en su cabeza.
Tras unos minutos de preparación
mental, se incorporó y tanteó torpemente sobre la mesilla en busca de su
teléfono móvil. Después de varios intentos fallidos, la pantalla se iluminó y,
con cierto desconcierto, comprobó que eran las
ocho y veinte de la mañana.
Un gesto de sorpresa se dibujó en
su rostro. Fuera, la negrura de la noche hacía resaltar todavía más las plantas
iluminadas de los edificios que lo rodeaban. Hizo un rápido cálculo mental y
comprendió que en realidad apenas era la una y veinte de la madrugada, allí en
México DF, aunque su cuerpo se empeñaba en recordarle que, allí de donde él
venía, había siete horas más de diferencia horaria.
Afuera, tras el enorme ventanal
de la habitación de su hotel, Norte observó hipnotizado el brillo de miles de
luces que iluminaban la ciudad hasta el horizonte. Una treintena de pisos más
abajo, los coches circulaban por la Avenida Juárez, dejando tras de sí una estela
rojiza a medida que se desplazaban lentamente a golpes de semáforo.
Decidió tomarse el potente
analgésico con el que hacer desaparecer de un plumazo todo rastro de jaqueca y
se quedó allí, pasmado ante el espectáculo de la ciudad que nunca duerme.
A medida que transcurría el
tiempo, la densidad de los automóviles descendía al mismo ritmo que muchas de
las luces de los rascacielos que lo rodeaban se apagaban. Norte se recostó vencido por el cansancio, tratando
de imaginarse a Francesca en ese instante, a pesar de los miles de quilómetros
que los separaban. Trató de redibujarla en su mente, de reconstruir el aroma
que despedía cuando se encontraba a su lado, de sentir el roce de su piel…, de reinventarla
para sobrellevar su ausencia.
De nuevo despertó sobresaltado.
Una luz lechosa, proveniente del ventanal que ocupaba toda una pared de la
habitación, inundaba la habitación. Se incorporó y pudo disfrutar de la visión
de una buena parte de la ciudad de México. No sabía cuánto tiempo había pasado
pero la noche cerrada había dado paso a una claridad turbia, antesala del
amanecer. Muchas luces habían desaparecido y una neblina difusa y áspera, ocultaba como un manto
asfixiante buena parte de la ciudad…, y una vez más se recostó, sabedor de que
todavía debería luchar con el insomnio durante unas horas, esperando el amanecer.
De pronto la melodía de su
teléfono móvil lo despertó y,
sobresaltado, se incorporó para buscarlo. Afuera, tras los cristales de su
ventana, un halo dorado se dibujaba en el horizonte y Norte pudo distinguir con
claridad Torre Latino, El Palacio de Bellas Artes y las torres de la Catedral Metropolitana…, el México diurno
estaba a punto de comenzar su andadura y el otro México, el de los noctámbulos,
comenzaba a recogerse, antes de que la luz del día los alcanzase.
Por fin, encontró su teléfono y
una sonrisa iluminó su rostro. Era Francesca quién llamaba.