lunes, 29 de junio de 2015

Esperando que amanezca


Se despertó de un modo brusco, repentino, incapaz de recordar donde se encontraba. Aturdido buscó alguna referencia que le diese una pista. Fue entonces cuando la enorme neuralgia se hizo patente y Norte tuvo que dejar de escudriñar en la penumbra que lo envolvía y volver a cerrar los ojos, en un desesperado  intento de apaciguar los latidos que sentía en el interior de su cabeza.

Poco a poco la neblina que envolvía su cerebro fue desapareciendo y la consciencia fue iluminando de nuevo cada rincón de su mente. El larguísimo vuelo de más de diez horas, su llegada a una de las ciudades más pobladas del mundo, la interminable espera en inmigración, el monumental atasco que tuvo que padecer para llegar al hotel y el cambio horario  fueron sin duda corresponsables de su malestar y la causa que lo mantenía inmovilizado sobre la cama.

Notó frío y se arropó con la esperanza de recuperar esa agradable y placentera calidez que induce al remoloneo en la cama, pero enseguida cayó en la cuenta que las bajas temperaturas se debían al aire acondicionado que había dejado encendido justo antes de acostarse.

Así que ya tenía dos razones para levantarse. Apagar aquel infernal aparato que tenía la habitación como si se tratase de una heladera y tomarse un analgésico que lo liberase de la opresión que sentía en su cabeza.

Tras unos minutos de preparación mental, se incorporó y tanteó torpemente sobre la mesilla en busca de su teléfono móvil. Después de varios intentos fallidos, la pantalla se iluminó y, con cierto desconcierto, comprobó que eran las  ocho y veinte de la mañana.

Un gesto de sorpresa se dibujó en su rostro. Fuera, la negrura de la noche hacía resaltar todavía más las plantas iluminadas de los edificios que lo rodeaban. Hizo un rápido cálculo mental y comprendió que en realidad apenas era la una y veinte de la madrugada, allí en México DF, aunque su cuerpo se empeñaba en recordarle que, allí de donde él venía, había siete horas más de diferencia horaria.

Afuera, tras el enorme ventanal de la habitación de su hotel, Norte observó hipnotizado el brillo de miles de luces que iluminaban la ciudad hasta el horizonte. Una treintena de pisos más abajo, los coches circulaban por la Avenida Juárez, dejando tras de sí una estela rojiza a medida que se desplazaban lentamente a golpes de semáforo.

Decidió tomarse el potente analgésico con el que hacer desaparecer de un plumazo todo rastro de jaqueca y se quedó allí, pasmado ante el espectáculo de la ciudad que nunca duerme. 

A medida que transcurría el tiempo, la densidad de los automóviles descendía al mismo ritmo que muchas de las luces de los rascacielos que lo rodeaban se apagaban.  Norte se recostó vencido por el cansancio, tratando de imaginarse a Francesca en ese instante, a pesar de los miles de quilómetros que los separaban. Trató de redibujarla en su mente, de reconstruir el aroma que despedía cuando se encontraba a su lado, de sentir el roce de su piel…, de reinventarla para sobrellevar su ausencia. 


De nuevo despertó sobresaltado. Una luz lechosa, proveniente del ventanal que ocupaba toda una pared de la habitación, inundaba la habitación. Se incorporó y pudo disfrutar de la visión de una buena parte de la ciudad de México. No sabía cuánto tiempo había pasado pero la noche cerrada había dado paso a una claridad turbia, antesala del amanecer. Muchas luces habían desaparecido y una neblina  difusa y áspera, ocultaba como un manto asfixiante buena parte de la ciudad…, y una vez más se recostó, sabedor de que todavía debería luchar con el insomnio durante unas horas, esperando el amanecer.


De pronto la melodía de su teléfono móvil  lo despertó y, sobresaltado, se incorporó para buscarlo. Afuera, tras los cristales de su ventana, un halo dorado se dibujaba en el horizonte y Norte pudo distinguir con claridad Torre Latino, El Palacio de Bellas Artes y las torres de la  Catedral Metropolitana…, el México diurno estaba a punto de comenzar su andadura y el otro México, el de los noctámbulos, comenzaba a recogerse, antes de que la luz del día los alcanzase.

Por fin, encontró su teléfono y una sonrisa iluminó su rostro. Era Francesca quién llamaba.

domingo, 21 de junio de 2015

Recuerdos de los que allí vivieron


A esas horas de la mañana, solo las pisadas de sus botas y los rítmicos golpes metálicos de sus bastones resonaban en el suelo empedrado de las estrechas callejuelas de Herrán. Habían dejado aparcado su vehículo en una pequeña explanada, justo a la entrada del pueblo en la que, como perros fieles, esperaban a sus amos una gran furgoneta de matrícula francesa y un todo terreno con infinidad de pegatinas de parques naturales en su parte trasera, como si se tratase un viejo coronel que luciese cada una de las condecoraciones y honores recibidas en toda una vida de servcio.

No les hizo falta preguntar. El camino estaba suficientemente indicado, así que nada más atravesar el pueblo, un antiguo molino les marcó el inicio de la senda. Una senda mil veces hollada por las legiones romanas en su camino hacia el Norte y ahora tránsito pausado de excursionistas amantes de la naturaleza. Y de inmediato una sinfonía de aromas los alcanzó.  

- ¿Los reconoces? –preguntó de inmediato Francesca tras una profunda y larga inspiración-. Los matices frescos y agrestes del romero.

- Sí -contestó Norte deteniéndose unos instantes para admirar con perspectiva la profunda hendidura producida  por el río Purón en la Sierra de Árcena -. Y el boj, con su olor penetrante, intenso y almizclado, con un toque a tierra húmeda.


- ¡Y el olor resinoso y acre del enebro! –apuntó de nuevo ella, en un ejercicio de agudeza olfativa. ¿Sabes?, en mi tierra el enebro está asociado a muchas leyendas… pero especialmente se le considera como una planta protectora de las personas. Dice la leyenda –continuó Francesca con ese acento cálido y aterciopelado que a Norte le parecía irresistible- que protegió al niño Jesús, oculto bajo unas ramas de este árbol, cuando huía de Herodes con María y José. Imagino que es por ese sentido de protección que se le atribuyó que, en la Edad Media, se colgaban ramos de esta planta en las puertas para espantar a las brujas y todavía se utiliza para proteger establos de animales.

Para Norte el enebro era especial. Siempre le había atraído aquella especie arbórea capaz de sobrevivir en unas condiciones tan duras, en suelos pobres y con condiciones climáticas muy limitantes, así que enseguida comprendió que la senda que estaban realizando podría resultarle realmente atractiva.


Caminaron en silencio hasta llegar al desfiladero del río Purón, una angosta garganta labrada por el río que se salva gracias al puente de origen romano.

- ¡Allí arriba! –exclamó Francesca señalando  una pequeña edificación levantada al abrigo de un voladizo de una enorme peña.

Se trataba, de una pequeña ermita de la que apenas quedaban cuatro paredes y cuyos orígenes se remontaban al siglo IX. Según rezaba un pequeño panel informativo, había estado bajo la advocación de San Felices primero y San Roque más tarde y en su interior, por todas partes, cientos de firmas grabadas en sus paredes conformaban una abigarrada decoración, testimonio del paso efímero de otros tantos “artistas” más recientes que habían querido dejar su impronta.


Continuaron ascendiendo por una senda tallada en la roca, acompañando al río Purón mientras se precipitaba con estrépito, formando pequeñas cascadas que se remansan en pequeñas pozas para inmediatamente volver a despeñarse durante un nuevo tramo. Encaramados en las paredes, pinos, boj y encinas se empecinan en crecer a pesar de la ausencia de suelo.

Por fin, el desfiladero opresivo que los rodeaba se abrió, dando paso a un extenso pastizal enmarcado por las laderas del Vallegrull y Santa Ana. Y al fondo, encaramada sobre un promontorio rocoso, la Iglesia de San Esteban; vigilante silenciosa de un pueblo, Ribera, del que ya solos quedaban algunas paredes cubiertas de vegetación y los recuerdos de los que allí vivieron.

Los restos de un camino, ahora solo perceptible por los pasos de los caminantes ocasionales, ascendían cansinamente hasta llegar a lo más alto del lugar donde todavía se mantienen en un equilibrio precario el templo románico, testigo mudo de las historias sencillas de los moradores de aquel lugar.


- Bello! –exclamó Francesca nada más llegar al exiguo atrio que rodeaba la iglesia.

Una bella portada románica se mantenía milagrosamente en pie enmarcando la entrada a la iglesia. Por todas partes, creciendo libremente, restos de vegetación, consumando el plan de la naturaleza para reclamar y recuperar lo que le pertenecía. Y en el interior del templo unas bellas pinturas murales a punto de sucumbir, daban testimonio de la fe ciega que aquellas gentes habían depositado en la religión.

A su alrededor el extenso pastizal que acababan de recorrer se extendía a sus pies como una gigantesca alfombra enmarcada por los bosques que ascendían por las laderas del Santa Ana y mantenían vivos los recuerdos de los que allí vivieron.


sábado, 6 de junio de 2015

Amanecer


Abrió los ojos sobresaltado y apenas pudo vislumbrar las siluetas difusas de la habitación. Hizo un enorme esfuerzo para intentar ubicarse, recordar en dónde se encontraba y, sobre todo, tratar de poner un poco de orden en su mente en la que se amontonaban los recuerdos, incapaz de distinguir si eran reales o formaban parte de un sueño. Confundido, como si estuviera inmerso en una espesa neblina que lo desorientaba hasta el extremo de causarle una enorme sensación de ansiedad, extendió la mano bajo las sábanas, quizás buscando la confirmación material, la prueba de que no había sido una invención.

A medida que los minutos transcurrían, la claridad del amanecer fue iluminando la estancia y, en su mente,  la confusión fue dando paso a la certeza… y una sonrisa iluminó su rostro.

Fuera amanecía y los primeros rayos de sol iluminaban la jungla de antenas que crecía exuberante sobre los tejados de la ciudad, dando paso a un nuevo día.