viernes, 18 de mayo de 2018

Cuando la venganza se sirve fría


Su fama le precedía; no en vano el Chateau de Chenonceau era uno de los destinos turísticos más visitados de Francia. Su imagen, reproducida miles de veces en la red, era sin duda uno de los iconos turísticos de la zona pero también uno de los motivos por los que Norte había decidido descartarlo en un primer momento.

Para él, la idea de compartir una visita con miles de personas convertía el viajar, un acto de expresión y disfrute de valores estéticos, culturales, históricos y sociales en un verdadero tormento. Por eso había elegido cuidadosamente la fecha antes de perderse en uno de los chateaux más hermosos que jalonan el Valle del Loira.


Y no le había defraudado. Suspendido sobre las aguas del río Cher, un afluente del Loira, Chenonceau conforma un conjunto fascinante no solo desde el punto de vista estético. Nada más verlo sintió que cada rincón de aquel lugar destilaba armonía y magia, pero también el lujo y la ostentación que perseguían cuando fueron construidos.


A medida que se acercaba, aumentaba su satisfacción. Había acertado con el día y apenas una docena de visitantes deambulaban por el lugar, disfrutando de cada rincón y posiblemente rememorando como él, pasajes de la historia relacionados con el hermoso conjunto renacentista.


Se apoyó durante unos instantes en la balaustrada que rodeaba el soberbio jardín que, justo a la entrada recibía a los turistas e intentó recordar a muchas de las mujeres que habían dejado su impronta en aquel lugar y que sin duda habían marcado su estilo, dándole ese sutil toque de belleza y armonía que solo una mujer puede conseguir.

Y comenzó su peculiar revisión histórica de aquel peculiar palacio-puente comenzando por lo más reciente, por Simone Menier, una enfermera que utilizó la galería construida sobre el puente como hospital durante la primera guerra mundial. Curiosamente aquellas estancias en las que durante el siglo XVI se celebraron fiestas fastuosas, fueron ocupadas por heridos durante la Gran Guerra.


Siguió caminado, esta vez por el interior de la fortaleza rememorando a muchas otras mujeres que con anterioridad formaron parte de su historia y que de un modo u otro habían dejado su huella en el lugar. Y en ese deambular histórico recordó a Louise Dupin, que salvó el inmueble de su destrucción durante la Revolución francesa o a Marguerite Pelouze que en el siglo XIX devolvió al palacio todo su esplendor.


Pero quizás para Norte, las dos inquilinas más relevantes, las que marcaron sin duda el estilo del chateau tal y como lo conocemos hoy en día, fueron sin duda Diana de Poitiers, favorita del rey Enrique II y su esposa Catalina de Médicis. Mujeres con una fuerte personalidad que hicieron de Chenonceau su particular campo de batalla; una batalla que duró toda una vida.


Se asomó a una de las ventanas y se sorprendió de la hermosa vista de los bellos y espectaculares jardines que en su día Diana de Poitiers hizo construir cuando el rey le regaló la propiedad. Mientras Enrique II vivió, Diana reinó sobre Chenonceau con luz propia durante casi 30 años y remodeló el soberbio palacio renacentista donde las fiestas se sucedían aumentando, sin duda, el rencor y los deseos de venganza de Catalina que desde siempre había ambicionado la propiedad.


Y justo en el lado opuesto Norte pudo contemplar el reverso de la moneda. Levantó su ceja izquierda y en su rostro se dibujó un esbozo de sonrisa mientras recordaba un dicho popular que hacía referencia a que la venganza se sirve en plato frío. Desde la ventana en la que se encontraba en ese momento podía disfrutar de una hermosa vista del Jardín que Catalina de Médicis se había hecho construir.

A la muerte de Enrique II, la suerte de su favorita Diana estaba echada y toda su influencia se desinfló tan rápido como cuando se pincha un globo. No tardó en ser expulsada de Chenonceau por Catalina, quién abordó importantes reformas, construyendo la galería de dos plantas sobre el río, un nuevo y más íntimo jardín renacentista y, sobre todo, celebrando fiestas mucho más suntuosas que las de su antecesora.


De pronto, al fondo, en la avenida que llevaba al chateau, Norte vió un numeroso y bullicioso grupo que turistas que se acercaba, así que comprendió que su visita a Chenonceau había acabado. Echó un último vistazo y se marchó agradeciendo a Catalina, a Diana y a todas las mujeres que dejaron su impronta en el lugar sus esfuerzos para crear y mantener hasta nosotros un lugar tan bello y hermoso.

sábado, 5 de mayo de 2018

La selva pétrea


Bajo la palapa, frente al templo de los mascarones, Norte tuvo que resistir la tentación de escapar de aquel tormento. Nubes de mosquitos le rodearon, dispuestos a acribillarlo a pesar del repelente que generosamente había pulverizado por toda su ropa y sobre la escasa superficie de su enrojecida piel que no había podido tapar.

Aun así había valido la pena. Frente a él, unas bellísimas representaciones modeladas en estuco del dios solar en las que todavía se podían adivinar restos del colorido original, le habían resultado sencillamente fascinantes.

Se lo habían advertido nada más salir. Don Fernando, el simpático chilango afincado en Campeche que ejercía de conserje en el hotel en el que se alojaba, arqueó sus cejas cuando Norte pasó por delante del mostrador de recepción. Fue en ese momento cuando le aconsejó que se llevara agua, un sombrero, un buen protector solar pero, sobre todo, ropa que le cubriese el cuerpo lo más posible y mucho,... mucho repelente para mosquitos.

Y no había tardado mucho en recordar los consejos del buen hombre. El complejo arqueológico de Edzná se encontraba en plena de selva, con árboles de más de veinte metros de altura que conformaban una bóveda verde que se antojaba misteriosa e impenetrable. Por todas partes puktes, palmas de huano, zapotes blancos, guayas y cedros crecían creando una masa verde y opresiva cuya atmósfera, sofocante y casi irrespirable, se veía incrementada por el calor, la humedad y, sobre todo, por las nubes de mosquitos que se abalanzaron sobre él.


Poco a poco, la selva se abrió y aquí y allá y Norte comenzó a distinguir construcciones de piedra que se resistían a ser devoradas por la vegetación. Era como una especie de transición de un universo vegetal arrebatador, verde e impenetrable que lentamente daba paso a un caos pétreo de edificios medio derruidos que conformaban una simbiosis casi natural con la vegetación que los rodeaba. Sencillas plataformas, muros con apenas unas hileras de piedras, simples escaleras y columnas componían una bellísima postal.


Y de pronto, un enorme claro en la vegetación le mostró el Gran Patio Central, delimitado por la Casa Grande o “Nohochná”, una enorme grada a la que muchos expertos le habían atribuido funciones administrativas. Sin la bóveda vegetal que hacía tan solo unos instantes le amparaba, el sol abrasador le hizo dirigirse lo más rápido que pudo hacia la sombra de los escasos árboles que, como islas en medio de un océano verde, dibujaban sus frondosas copas sobre la hierba.


Caminó bajo el tórrido sol hacia la benefactora sombra de un “ya´axché”. Era la ceiba, el árbol sagrado,… un árbol cuyos frutos se abren dejando al descubierto una delicada fibra algodonosa a la cual, la tradición maya atribuye la propiedad de atraer la lluvia. Y al instante notó el reconfortante descenso de temperatura y, desgraciadamente también los inmisericordes ataques de los mosquitos.

Fue entonces cuando reconoció una estructura cercana. Era el Juego de Pelota., el juego ritual por excelencia en las culturas mesoamericanas, el juego al que, sobre su simbología, los arqueólogos habían dado muchas interpretaciones; y a Norte la que más le gustaba era la de dualidad cósmica, la de la lucha entre el día y la noche,… entre la vida y el inframundo.


Había cruzado el Gran Patio Central y ante él se levantaba una enorme plataforma pétrea, un descomunal muro de piedra que daba acceso al corazón de la ciudad. Llevaba más de una hora deambulando entre restos de edificios mayas que competían con una naturaleza exuberante; construcciones, muchas de las cuales, habían sobrevivido más de 1.500 años para llegar hasta nosotros. A pesar de su naturaleza inerte, para Norte esas piedras constituían una singular selva pétrea que contrastaba con la otra, con la de naturaleza vegetal que parecía querer engullirla. Quizás, de nuevo, se representaba el eterno choque entre dos principios opuestos, base de la forma de ver el mundo de los mayas.


Por fin se animó a ascender por las escaleras que daban acceso a la Gran Acrópolis y, todavía jadeando por el esfuerzo, se quedó maravillado. Frente a él se levantaba imponente el Edificio de los Cinco Pisos; una hermosa mezcla de templo-palacio rematado por una bellísima crestería de piedra que sobrepasa los 30 metros de altura. Acompañando a esta soberbia estructura, Norte pudo disfrutar de los otros edificios que conformaban el lugar: La Casa de la Luna , el templo Norte, el Patio Puuc,… era el lugar donde residía el poder en Edzná.

Durante un buen rato, sin importarle el sol abrasador que le castigaba sin piedad, Norte intentó imaginar aquellos edificios cubiertos de estuco pintado y decorados con mascarones que representaban deidades y animales míticos,… y sobre ese escenario sobrecogedor los reyes y los sacerdotes,… y miles de mayas siguiendo con expectación los rituales de culto que giraban en torno al relato de la creación y su vínculo con los dioses.


Haciendo un último esfuerzo, subió al templo de la luna. Desde allí Norte pudo al fin contemplar la selva en toda su plenitud. Un infinito manto verde que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Desde aquella posición podía avistar también esa otra selva,… la selva pétrea, despuntando entre la densa vegetación y reclamando el protagonismo de una civilización, la maya, con sus creencias en un reino sobrenatural en el que habitaban los dioses, cuyo poder impregnaba todos los aspectos de sus vidas. Eran los restos Edzná,… que significa Casa de los Itzaes.