jueves, 25 de diciembre de 2014

El mundo perdido


Nada más comenzar a sonar los primeros compases de música lounge, cerró sobre su regazo el libro que estaba leyendo, se ajustó los auriculares y subió ligeramente el volumen de su reproductor. Se encontraba solo en la pequeña terraza del hotel rural en el que había elegido para alojarse los tres días que había decidido pasar en la isla. En el horizonte, tras un grupo de nubarrones, el sol se precipitaba en el Océano Atlántico tiñendo de tonos amarillentos el cielo y el mar.

En realidad no tenía por qué preocuparse. Nadie vendría a joderle aquel momento. Era el único huésped y los dueños, una joven pareja, tenían muy claro lo que la gente buscaba en su establecimiento. Ni siquiera Naira, su hija de apenas cinco años, le había importunado lo más mínimo.

Dio un sorbo a su cerveza y se arrellanó en el confortable sillón de mimbre con enormes cojines de color blanco, dejando que el cálido sol del atardecer acariciara su rostro. Cerró los ojos y repasó mentalmente las causas que lo habían llevado hasta allí. 


Después de un largo período con una  intensa actividad laboral, de improviso,  se le había presentado una “ventana de oportunidad” para desconectar y descansar. Apenas unos días, antes de comenzar de nuevo con la vorágine del trabajo. Había ido buscando un destino de turismo slow y lo había encontrado: naturaleza y un estilo de vida pausado.

A pesar de las fechas, solo unos imperceptibles adornos en la sala de estar de la casa rural recordaban que se encontraban en plena navidad, y ese distanciamiento de las fiestas le ayudaba a superar su jodido estado emocional.

Escrutó el horizonte con insistencia, tratando de vislumbrar el perfil de la mítica isla de San Borondón, sin ni siquiera conocer con exactitud el lugar donde, según los testigos, situaban una isla que aparece y desaparece desde hace siglos. Norte sonrió al pensar en el entusiasmo de Francesca habría puesto en cuanto le hubiesen contado la leyenda de varios siglos de antigüedad, relatada en las crónicas de antiguos navegantes griegos, españoles, irlandeses o portugueses y que pervive en plena era espacial, con miles de satélites orbitando alrededor de la tierra y fotografiando cada rincón del planeta.

Se había decidido por la Isla de La Gomera fundamentalmente por las buenas referencias que tenía de ella, y ahora que llevaba allí un par de días, sabía que no se había equivocado. Menos turística, más tranquila y con un medio natural envidiable, nada más acercarse a su costa pudo observar la belleza de sus acantilados contrastando con el paisaje rural, transformado por la acción del hombre durante siglos. Un territorio agreste al que fue necesario arrancar centímetro a centímetro cada una de las terrazas donde asentar los cultivos.   


Pero es que además, Norte se encontró con una isla cargada de historia. Esa historia escrita con minúsculas que forma parte indisoluble de la Historia Oficial y que a menudo queda ensombrecida por ella.

El 12 de agosto Cristóbal Colón llegó a La Gomera, la última parada antes de partir hacia las Américas. Allí, a lo largo de casi un mes, se aprovisionó, rezó y se enamoró. Y a Norte se le dibujo una sonrisa al imaginar la opinión de Francesca sobre la algo más que ayuda y apoyo que la gobernadora de la isla, Beatriz de Bobadilla proporcionó al  proyecto del Almirante. 

Pero lo que realmente fascinó a Norte fue el medio natural. El día anterior había dado una buena caminata por una de las numerosas sendas que atravesaban el parque natural de Garajonay y pudo disfrutar de la laurisilva canaria. Las persistentes nieblas que ascienden desde el Océano Atlántico mantenían con vida los últimos vestigios de las selvas subtropicales relictas del Terciario.  


Pero además de que este ecosistema de selvas misteriosas se encontrase a escasa distancia del desierto del Sahara, Norte se sorprendió por la diversidad de las formaciones vegetales, endemismos y la propia geología de la isla.
  
«Seguramente fue este aspecto el que llamó la atención de Darwin»  –pensó Norte– en referencia al interés que un joven Charles R. Darwin mostró por los escritos de Humboldt sobre las islas Canarias. Tanto, que llegó a pensar que algún día podría organizar una expedición a esas islas.


Lamentablemente la sospecha de una epidemia de cólera en Inglaterra impidió, años después, a Darwin desembarcar del HMS Beagle en las islas cuando se disponía a comenzar la circunnavegación del planeta en 1832.

De pronto, el sonido de su teléfono móvil le anunció la entrada de un wasap que  Francesca le enviaba para felicitarle la Navidad: “Pensando a te per Natale. Il ricordo di te occupa sempre un posto speciale nel mio cuore. Auguri e Buon natale !

Durante unos instantes dudó en contestarle, pero desistió pensando que bastaría con que ella comprobase que lo había leído.

Todavía con una sonrisa dibujada en su rostro, Norte volvió a la lectura. No sin antes volver a contemplar la puesta de sol, bajó el volumen de su reproductor de música y abrió el libro en donde lo había dejado. “El mundo perdido“, la  novela del autor escocés Arthur Conan Doyle, había resultado una excelente elección para leer durante sus cortas vacaciones.


sábado, 13 de diciembre de 2014

La noche mágica


Levantó la vista de la pantalla de su ordenador unos instantes mientras el explorador de internet ejecutaba la búsqueda que le había programado. A través de la ventanilla, como si se tratara de fotogramas de una película, discurrían los campos de Castilla; resecos y polvorientos, anhelantes de aplacar su sed con la lluvia vivificadora de la tormenta que se estaba formando en el horizonte.

Justo frente a él, a unos pocos metros, el indicador de velocidad que presidía el vagón rozaba los 300 Km por hora y Norte sonrió socarronamente en un acto involuntario muy propio de él. La verdad, no entendía muy bien el porqué de aquel aparato. El jactarse de que el tren en el que viajaban circulaba a altas velocidades le parecía un tanto presuntuoso, más propio de jóvenes quinceañeros que de personas adultas. Es más, pensó que en cierta medida se daba un mensaje contradictorio, desacreditando las campañas informativas de la Dirección General de Tráfico en las cuales se recomendaban prudencia y moderación con la velocidad y se invocaba constantemente a la responsabilidad y el compromiso de los conductores.


Una sintonía familiar le advirtió que en su teléfono acababa de recibir un wasap. De una rápida ojeada  comprobó que se trataba de Francesca, informándolo de que el avión en que viajaba acababa de tomar tierra en Sevilla y que se iba directamente al hotel, que lo esperaría allí.

Después de responderle, Norte se recostó en la butaca y recordó el día que la conoció. Hacía ya más de cinco años, precisamente muy cerca de allí. De hecho el tren en el que viajaba pasaría en apenas cuarenta y cinco minutos por Córdoba. En realidad, para ser estrictos con la verdad, no se habían conocido en esa ciudad pero fue allí donde se rencontraron de nuevo y donde comenzó a fabricarse su especial amistad.

No podría calificar la relación de ningún modo, simplemente estaban a gusto juntos. Las mismas aficiones, parecidos gustos y una enorme compatibilidad intelectual, habían ido forjando un vínculo complejo entre ellos que se mantenía en el tiempo a pesar de la enorme distancia que los separaba.

Recordaba aquel día en Córdoba. El calor asfixiante, que durante todo el día había impedido cualquier actividad que no estuviese respaldada por un aparato de aire acondicionado, dio paso, en cuanto el sol desapareció tras el horizonte, a la noche mágica.

La temperatura descendió al mismo ritmo que la luna ascendía en el horizonte y la ciudad se llenó de gente que disfrutaba, con su caminar lento y apacible, de cada rincón de las calles cordobesas. 


Presidida por la luna, el juego de luces y sombras, acentuada por la luz trémula de los faroles descubría nuevas facetas de aquellas piedras milenarias. Y, de cuando en cuando, una ligera brisa dispersaba de forma caprichosa el aroma a jazmín por cada esquina de la judería.  


Y desde el Puente Romano, el Arcángel San Rafael, arropado por un manto de velas rojas, custodia desde hacía siglos a los habitantes de aquella ciudad y pone bajo su protección a quienes, como Francesca y Norte, disfrutaban al frescor del río Guadalquivir la noche mágica cordobesa. 

  

domingo, 7 de diciembre de 2014

Nagyvásárcsarnok, el mercado del pueblo


Cruzó el río Danubio por el Szabadság híd. Lo había visto en un cartel y se sorprendió a si mismo intentando reproducir torpemente y a media voz el sonido imposible del Puente de la Libertad en húngaro. Sonrió y agradeció que Francesca no se encontrara con él en ese instante, porque sus carcajadas podrían oírse en toda Budapest. Norte se sentía ridículo intentando chapurrear uno de los idiomas más difíciles del mundo. Reproducir dígrafos como “sz”, “zs” o “ty” le resultaba una tarea imposible y ella lo sabía; así que, sin duda, no habría dejado escapar la ocasión para meterse con él.

A pesar de la intensidad de tráfico de coches y tranvías que soportaba el puente, cruzarlo le resultó agradable. Lo había visto desde lejos, pero ahora que caminaba por la pasarela para peatones pudo observar de cerca la profusa ornamentación de escudos y aves mitológicas que lo decoraban. Sin duda era una soberbia construcción eclipsada por la popularidad del Puente de las Cadenas. 


Nada más atravesar el puente se topó con un hermoso edificio Art Nouveau que se levantaba a su derecha. Su incomprensible e irreproducible nombre, Nagyvásárcsarnok, no le impidió que rápidamente dedujera que se trataba de un mercado. A pesar de un buen grupo de turistas, que cómo él, deambulaban por los alrededores, enseguida reconoció el ajetreo y la animación propias de ese tipo de establecimientos.


Su origen, de una zona rural con muchas vivencias de su juventud en torno al mercado de abastos de su pueblo, indujo a Norte a entrar. Y, nada más hacerlo,  le asaltaron una avalancha de recuerdos.  Lo primero, lo que de inmediato reconoció fue el ruido producido por la gente, los curiosos y los vendedores de los puestos. A pesar de que obviamente nadie había pronunciado una sola palabra en su idioma natal, reconoció ese murmullo típico de los mercados, ese rumor inconfundible que produce el ejercicio de uno de los oficios más viejos de la humanidad: el comercio.


Después el olor le devolvió sensaciones y recuerdos olvidados durante muchos años. El olor inconfundible a verdura fresca,  a fruta, el olor de la carne,… Y finalmente, la vista. Alineados con precisión geométrica las verduras frescas contrastaban con los puestos de embutidos o los del pan. Y por todas partes los puestos de paprika, con sus coloridas ristras colgando por todas partes.


Deambuló sin rumbo, disfrutando absorto de muchos de los puestos, olvidándose por unos instantes de su condición de turista y comprobando como, a pesar de parecerse a todos los mercados, conservaba la singularidad propia del lugar. Esa peculiaridad que diferencia a cada uno de los mercados del mundo y que está impregnada de la personalidad y la esencia del país y de sus gentes.


De pronto, los carteles con los irreproducibles nombres en húngaro de los productos dejaron de parecerle extraños y, por unos instantes, se sintió transportado a otras épocas, cuando todavía visitaba casi a diario el mercado de abastos de su pueblo. 

domingo, 30 de noviembre de 2014

Donde el tiempo se detiene


A las diez y media de la mañana, en medio de una densa niebla, el tren hizo su entrada en la estación de Santa Lucia. Se miraron y, sin mediar palabra, se dejaron estar un rato más disfrutando de la comodidad de las butacas y del ambiente cálido que reinaba  en el interior del vagón de clase preferente en el que habían viajado desde Bolonia. Fuera, sobre los cristales de las ventanas,  la humedad se condensaba en gotas que se atraían casi magnéticamente unas a otras para formar pequeños regueros de agua que se precipitaban siguiendo trayectorias imposibles por el cristal, aumentando la sensación de frío; ese frío húmedo que se cuela hasta el tuétano de los huesos.

Aún antes de detenerse completamente el convoy, los viajeros comenzaron a recoger sus equipajes y a arroparse con sus prendas de abrigo. Bufandas, guantes, gorros,… fueron ocultando cada centímetro cuadrado de su piel como si se tratara de maleantes preparándose para perpetrar un delito. Finalmente un brusco frenazo detuvo el tren completamente y, poco a poco, los pasajeros fueron abandonando el vagón hasta que el último desapareció por la puerta de salida. Ya no cabían más excusas, no se podía demorar lo inevitable. Tendrían que salir y enfrentarse al clima desapacible de Venecia en febrero.

Francesca y Norte se unieron al torrente de personas que caminaban por el andén buscando la salida. Habían hecho ese recorrido no menos de media docena de veces y, a pesar de ello, Francesca no dejaba de sorprenderse de la reacción de la gente al darse de bruces, nada más salir de la estación, con la Venecia mágica, meca de los viajes de una buena parte de la población mundial.

Sin detenerse, sorteando a los numerosos turistas que se detenían a realizar su primera foto en la ciudad, atravesaron la explanada que se abría frente a la estación ferroviaria y se dirigieron al Ponte degli Scalzi. Su hotel se encontraba a menos de 10 minutos andando así que se arroparon e iniciaron la pequeña odisea que significaba caminar por aquel lugar con equipaje, aunque este se redujese a una pequeña maleta provista de ruedas; ruedas por otra parte inútiles en muchas de aquellas calles empedradas.


Como suponían, no podrían ocupar la habitación hasta después de las dos de la tarde así que, después de dejar su maleta en la recepción del hotel, comenzaron el largo y tortuoso camino que los llevaría hasta la Plaza de San Marcos.  

Una tenue bruma, fría y húmeda, contribuía a darle un aire de ensoñación que acentuaba todavía más esa sensación de ciudad anclada en el tiempo. Abrazados, se perdieron por estrechas calles, en esa época prácticamente vacías, cruzaron decenas de puentes y  pasearon sin prisa para encontrarse con pequeñas plazas. Atravesaron canales de aguas turbias, densas y pestilentes; un caldo espeso donde se cocían a fuego lento los pecados de los moradores de otras épocas. Y por todas partes el león, símbolo de San Marcos, vigilaba desde hacía siglos el día a día de los venecianos.


De pronto, en los alrededores del Ponte de Rialto y la Pescheria, la animación aumentó. Venecianos cargados con bolsas de fruta y pescado volvían presurosos a sus casas, antes de que las hordas de turistas, ávidos de inmortalizar cada paso que diesen, de comprobar satisfechos cada historia de su guía de viaje o de fotografiar cada centímetro cuadrado de fachadas desconchas, invadiesen en oleadas cada uno de los rincones de la ciudad.


Cansados y muertos de frío tras un delicioso paseo, dejaron atrás el, por momentos, opresivo entramado de callejuelas, y llegaron por fin a la Piazza. Una sensación gratificante y vivificadora les inundó. Era como si aquel gran espacio les permitiera ensanchar de nuevo los pulmones, como si la opresión causada por las estrechas calles de Venecia desapareciera de pronto al llegar allí.

A pesar de haber paseado por aquel lugar en numerosas ocasiones, no dejaron de sorprenderse por la belleza que le proporcionaba al conjunto cada uno de los edificios que la presidían. La Basílica de San Marcos, la Torre del Campanili y el Palazzo Ducale rivalizaban entre ellos pero conformando a la vez un conjunto armónico y único. Todavía no había mucha gente en la plaza y las palomas esperaban impacientes el desayuno que les servirían en pocos momentos cientos de turistas. 


Caminaron hasta la laguna, quizás buscando las aguas abiertas, menos espesas y fétidas que las de los canales, deleitándose con la fría brisa que soplaba desde la laguna. Atracadas en el embarcadero, docenas de góndolas permanecía a la espera de comenzar  su rutinaria jornada.


Sin decir palabra, volvieron sobre sus pasos y se dirigieron directamente a los arcos porticados de la Piazza. Allí los esperaba la calidez de las salas del Café Florian para disfrutar de un delicioso café espresso.


- Si tuvieras que decirme porqué te gusta Venecia, ¿qué dirías? –le preguntó de pronto Norte mientras sonreía por el trato seco e indiferente del camarero que los acababa de servir.

Francesca se quedó un instante pensativa, como intentando buscar las palabras adecuadas para calificar la ciudad de la que estaba enamorada.

- ¿Sabes?, creo que Venecia es el lugar donde el tiempo se detiene.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Afortunadamente los recuerdos no envejecen


Nada más dejar su coche aparcado en un ensanchamiento de la angosta calle, recordó la primera vez que había estado allí. Un leve gesto en su rostro dio paso a la sonrisa irónica apenas perfilada en sus labios. 
  
«De eso hacía ya,… era todavía muy joven»  ̶ pensó Norte y se ruborizó ligeramente al recordar los muchos años que habían transcurrido desde entonces.

Ocurrió en su época de “chofer”, como él la denominaba cariñosamente. Todo había comenzado gracias a su habilidad para la conducción. El manejo de todo tipo de vehículos: automóviles, camiones, tractores, motos, … daba igual la máquina que le pusiesen en sus manos. Bastaba con que tuviese motor y ruedas para que, con él al volante, el artilugio mecánico, cualquiera que fuese su estado, se transformase en una máquina de alto rendimiento.

Esta pericia le fue reconocida durante su servicio militar al serle confiado el puesto de conductor del vehículo del oficial al mando de su batallón y, por casualidades de la vida, al terminar sus obligaciones para con el ejército, un compañero de mili lo llamó para la empresa de coches de alquiler de su padre. Fue así como se inició en la vida laboral, como conductor de autobuses primero y más tarde, cuando se ganó la confianza de su jefe, al frente de una de las berlinas de lujo que la empresa alquilaba a personalidades políticas, eclesiásticas y empresariales de la época.

En ese trabajo fue consciente por primera vez de que el mundo estaba repleto de lugares hermosos. De arte, de paisajes y sobre todo de gente. Personas con su propio estilo de vida, sus costumbres y, sobre todo, con una filosofía de la vida irrepetible. 

Comenzó a transitar por toda la geografía española y, poco a poco, Norte fue haciéndose consciente de que viajar se convertiría en una droga que sería incapaz de dejar. En sus innumerables horas de espera, lejos de aburrirse, aprovechaba para conocer más y más sobre los lugares que visitaba; buscaba información sobre los destinos a los que tenía que viajar y no perdía detalle de las conversaciones de los clientes que llevaba en su automóvil.

Fue en uno de sus primeros viajes, acompañando a unos especialistas en arte invitados por la Diócesis de Ourense, como conoció la existencia de aquella pequeña iglesia perdida en la zona oriental de Galicia, a muy pocos kilómetros de la frontera con Portugal.  


Nada más verla le cautivó su estructura. No se parecía a nada de lo que había visto hasta ese momento. Más tarde los investigadores le explicaron de primera mano los secretos de SantaComba de Bande, una iglesia visigótica del siglo VII que se levanta en el municipio de Bande y que sin duda es una de  las iglesias más antiguas de la Península Ibérica.

Norte no se despegó de ellos durante las más de dos horas que estuvieron en el templo y, durante todo ese tiempo, escuchó con atención las conversaciones que mantuvieron los expertos. Su planta de cruz griega, el cimborrio, las bóvedas construidas en ladrillo de tipo romano, las pinturas tardomedievales, … todo contribuyó a que Santa Comba de Bande ocupara desde ese momento un lugar de privilegio en su memoria.  


Caminó por la estrecha pista, ahora pavimentada, que lo separaba de la iglesia y se detuvo en las escaleras. Con excepción de alguna de las techumbres en las que se había sustituido las piezas originales por tejas, desde su punto de vista desacertadamente, todo seguía igual. El entorno, mucho más cuidado, enfatizaba todavía más la belleza sencilla y tosca de más de trece siglos de antigüedad.

Antes de acceder a su interior, caminó a su alrededor y se detuvo unos instantes en la ventana absidial; la recordaba perfectamente, decorada con una hermosa celosía en mármol. 


Finalmente, ya en su interior admiró una vez más las aras y miliarios romanos reconvertidos, columnas reutilizadas, pinturas tardomedievales, … todo ello integrado en un conjunto único que Norte comprobó, no sabía muy bien cuantos años después, seguía prácticamente igual y que afortunadamente, como el arte, los recuerdos no envejecen. 


miércoles, 19 de noviembre de 2014

El ensueño del atardecer


Comprobó la hora en su reloj de pulsera y se levantó con cuidado para no despertarla. Francesca dormía profundamente hecha un ovillo bajo el cálido edredón de un blanco inmaculado que cubría la enorme cama. Fuera, a las seis de la tarde, las bajas temperaturas del mes de febrero invitaban a quedarse disfrutando del calor de la habitación del hotel donde se habían alojado.  

Se acercó a la ventana. Las vistas eran realmente espectaculares desde aquel nido de águilas a más de setecientos metros sobre el nivel del mar. Había oído hablar de aquel pequeño país solo por su comercio o por anécdotas curiosas relativas a las goleadas encajadas por su equipo de futbol o al Gran Premio de Fórmula I de San Marino, tristemente conocido por la muerte de Ayrton Senna en 1994.  Sin embargo, ella había insistido en numerosas ocasiones en acercarse para que Norte conociese San Marino, pero nunca se lo había imaginado así.

Desde luego, Italia era especialista en hacer frontera con microestados. Que él recordara: Ciudad del Vaticano, San Marino y la desaparecida Isla de las Rosas, una micronación de existencia breve (1968) que precisamente estuvo ubicada en una plataforma artificial de apenas cuatrocientos metros cuadrados, frente a la Costa Adriática, muy cerca de San Marino.


Había bromeado con ella sobre lo que sería gobernar un país de un poco más de treinta mil habitantes, ironizando sobre la agenda del ministro de sanidad, en la que de seguro figuraba la fecha prevista para el parto de cada una de las sanmarinenses embarazadas con el objeto de reservarle cama en el hospital. A lo que Francesca respondía, haciéndose la ofendida, que la Serenísima República de San Marino, ya que así era su nombre oficial, era con mucho la República más antigua del mundo.

Volvió a observarla y decidió no despertarla. Norte sonrió a la vez que elevaba su ceja izquierda, al recordar a la atrevida Francesca después de disfrutar del  Lambruscode Sorbara durante la comida. Habían acompañado la pasta al “tartufo nero con el magnífico caldo  y, tras la segunda copa, se volvió mucho más locuaz, divertida y, sobre todo, atrevida de lo que habitualmente solía ser.


Después, un corto paseo por el casco antiguo de San Marino, pero enseguida desistieron. Subir hasta las torres construidas en los picos más altos del monte Titano era un paseo exigente. Así que a medida que la temperatura ambiental descendía y la corporal ascendía decidieron refugiarse toda la tarde bajo el grueso y cálido edredón de la cama de su cuarto de hotel.

Volvió a mirar por la ventana justo en el instante que comenzaba la puesta de sol. En ese momento Norte dudó si despertarla, pero no fue necesario.

- ¿Qué haces? –preguntó desperezándose.

- Ven –le susurró Norte, mientras le ayudaba a ponerse el albornoz- no te pierdas esto.


Tras los cristales, en el horizonte, el sol se zambullía en una tenue capa de nubes, tiñéndolas  de tonalidades rojizas y anaranjadas, justo antes de comenzar su precipitada carrera para desaparecer tras las montañas.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Palafitos de piedra


- Pero... ¿qué son esas construcciones? –preguntó, sorprendida Francesca ante la visión de la Eira Comunitaria con sus más de cincuenta espigueiros que, sin norma urbanística alguna, se levantaban desordenados, sustentados por pilares rocosos como si se tratara de palafitos elevados sobre un mar de piedra.

Era la primera vez que viajaba al Noroeste de la Península Ibérica, así que Francesca se quedó atrapada por aquellas edificaciones pétreas, recias y rotundas que parecían resistir el paso del tiempo con la indiferencia de las construcciones cuya edad se mide, no por años ni decenios, sino por centurias.


Presididos por una cruz en sus techumbres, quizás buscando la protección divina, y cubiertos por un lienzo de líquenes y musgo que los integran a la perfección en un paisaje brumoso y húmedo de la zona; los graneros aéreos representan el tesoro familiar, el lugar donde se mantiene a salvo el bien más preciado para una sociedad rural: el grano y las semillas.

- ¡Fíjate!, es como un ejército de guerreros a los pies del castillo –volvió a señalar Francesca.



En efecto los espigueiros, ahora abandonados, parecían custodiar las murallas del Castillo de Lindoso, una fortaleza también vacía que ya no tenía como misión proteger la frontera entre Portugal y España.   

sábado, 8 de noviembre de 2014

Los caminos de La Alpujarra


‹‹¿Cuánto tiempo hacía que no recorría esos caminos?, ¿cuánto que no respiraba esos aromas?, ¿cuánto hacía que añoraba esos paisajes?›› –se repetía Norte a si mismo una y otra vez, casi obsesivamente, mientras caminaban por la senda que discurría a los pies de Sierra Nevada y que los llevaba de pueblo en pueblo por La Alpujarra Alta.

Y siempre que lo había hecho; cada una de las veces que había visitado aquellas tierras, la ilusión renacía y, de nuevo, la esperanza por conseguirlo volvía a resurgir. Contumaz y reiterado, el deseo jamás cumplido se obstinaba en recordárselo. De alguna manera le habría gustado reunir el valor suficiente para abandonarlo todo y quedarse a vivir en uno de aquellos humildes pueblecitos que, como racimos de casas blancas, se recostaban sobre aquel territorio arrugado y lleno de historia.


Es cierto que esa misma idea la había tenido también, por lo menos, de una docena y media de lugares que había visitado a lo largo de su vida. Pero tampoco era menos cierto que esa comarca ocupaba un lugar especial en su personalísimo ranking de lugares hermosos. La Alpujarra lo reunía todo, rebosaba autenticidad y quizás esa haya sido la razón por la que muchos escritores se hubieran dejado fascinar por aquellas tierras. GeraldBrenan atraído por la espontaneidad y costumbres de sus  gentes, o García Lorca, impresionado después de un corto pero intenso viaje a la Alpujarra.

Pequeños pueblos, latiendo al compás de las estaciones, habitados por una curiosa mezcla de jubilados de nacionalidades lejanas y viudas apegadas a su tierra, que se resisten a abandonar las casas donde nacieron y criaron a sus hijos. Casas encaladas, de un blanco que hiere las retinas de los ojos, balcones en los que florecen los geranios multicolores, calles empedradas que trepan por las laderas y pequeños arroyos de aguas cristalinas alimentados por el deshielo de la nieve de  las montañas.


A dondequiera que mirasen, comprobaban como la cultura andalusí perduraba. Se hacía patente en cada esquina, en cada acequia de agua para el riego, en cada laja de pizarra. La trama urbana o la arquitectura popular evocaban el modo de vida morisco. No podía ocultarse su origen, a pesar de que aquellas tierras habían sido repobladas con cristianos viejos del Norte que habían bautizado esas poblaciones con nombres ajenos a un modo de vida del sur. Como en el caso de los escritores, los nuevos nombres de las localidades enseguida fueron adoptados y Capileira o Pampaneira pasaron a integrarse como una parte más del acerbo cultural del lugar.Como Juviles, Ugíjar, Almegíjar y  tantos otros tantos también acabaron formando parte de su toponimia unos siglos antes.


Hacía ya un buen rato que habían dejado atrás Capileira y caminaban por un sendero que serpenteaba por un terreno abrupto que los llevaría directamente a las alturas de Sierra Nevada con El Veleta, omnipresente, presidiéndolo todo a más de 3.000 metros de altitud.

Unos metros delante de él, Francesca aceleraba el paso cada vez más y, a pesar de llevar recorridos más de una decena de quilómetros, no daba muestras de cansancio, así que Norte hubo de hacer un pequeño esfuerzo para alcanzarla.

Nada más llegar a su altura, ya casi sin resuello, Norte se paró un instante para admirar el paisaje que se abría frente a ellos. Al fondo las cumbres nevadas emergían tras un horizonte nuboso matizado con pinceladas de un intenso azul. Y, entre medias, la vegetación que iba perdiendo presencia a medida que se ganaba altura.

- Te has fijado –advirtió Francesca con un pequeño gesto de preocupación, señalando en dirección opuesta- está entrando niebla.

Norte comprobó que, en efecto, Francesca le llamaba la atención sobre una densa capa de nubes que, aunque lejana, avanzaba desde el mar desbordándose desde los picos más altos hacía el pueblo que habían dejado atrás.

La niebla era uno de los meteoros más aborrecidos por Francesca y a pesar de que ella jamás reconocería ese temor, Norte sabía que su estado de ansiedad iría en aumento conforme las nubes se fuesen acercando.  Así que sin pensárselo dos veces decidió facilitarle la decisión.

-  ¿Qué te parece si volvemos? –le preguntó con cautela- estoy un poco cansado y parece que va entrar la niebla.

En un primer momento Francesca puso un delicioso mohín de contrariedad.

- Ya sabes lo que dicen –continuó insistiendo Norte- la montaña no se moverá y nosotros podremos volver otro día.

 Y juntos emprendieron el camino de regreso. Ante ellos un largo y ondulante camino que los llevaría de nuevo a Capileira.


domingo, 2 de noviembre de 2014

Un poco antes del atardecer


Llegaron a la enorme explanada que se abría frente al convento de San Francisco (Joao Pessoa), justo hacia el final de la tarde. Desde el crucero la hermosa fachada barroca destacaba grandiosa, iluminada por el cálido sol del atardecer.

- Dicen que es uno de los edificios barrocos más importantes del Brasil –apuntó Francesca, un poco más animada a medida que la temperatura del día descendía y el aire se hacía más respirable.

- Ya sabes que el barroco no es mi estilo, y menos este tan…

- ¿Rococó? – pregunto de inmediato ella, sin dejar que terminase la frase.

Norte levantó la ceja izquierda. Con una sonrisa apenas esbozada en sus labios, prefirió simplemente asentir. Conocía sobradamente los gustos artísticos de Francesca y, a pesar de que la etapa preferida de ella era el Renacimiento, estaba seguro de que, ahora que el calor sofocante comenzaba a dar una tregua, podría iniciar una pequeña discusión. Así que, prudentemente cambió de  tema y se dirigió a la iglesia admirando los nichos con bellas representaciones de la Pasión de Cristo que decoraban los muros laterales del atrio.


- ¿No te imaginas cual era el objetivo de los franciscanos al decorar las paredes con esta simbología, justo antes de entrar en la iglesia? –preguntó Francesca al observar el interés de Norte por las representaciones en azulejos portugueses del siglo XVII.

- Se pueden interpretar –contestó ella sin esperar su respuesta- que se trata de una indicación de que no se puede entrar en la casa de Dios sin pasar antes por el sufrimiento.

 - ¡Joder!... que sibilinos. –Contestó él, arrepintiéndose casi  al instante de haberlo dicho.

Una mirada aviesa de Francesca le bastó para darse cuenta de que no había estado prudente. Sabía que ella continuaba molesta. No tanto con él, sino consigo misma. Su cabreo provenía de cuando, un par de días antes, le propuso conocer el Sertao y ella prefirió quedarse. Un anuncio en la recepción del hotel donde se alojaban, con la propuesta de una puesta de sol en una playa paradisíaca, la había seducido. La famosa Praia de Jacaré resultó ser un penoso y patético espectáculo para turistas. Norte sonrió al recordar como ella misma le había contado rabiosa como, con los muelles y terrazas abarrotadas y el río lleno de embarcaciones también atestadas de turistas, un tío con un saxo, en pie sobre una canoa tradicional, interpretaba el Bolero de Maurice Ravel, mientras el sol se ponía en el horizonte.

A medida que las sombras y la penumbra se hacían con cada estancia, descubrieron el edificio poco a poco, paladeando cada rincón. Y Norte no pudo más que darle la razón sobre el barroco. La Capilla Dorada, la gigantesca pintura de más de 300 metros cuadrados en el techo de la iglesia o el resplandeciente y ornamentado púlpito, con una filigrana dorada única, le fascinaron.


Disfrutaron del atardecer en el claustro del convento de San Antonio anexo a la iglesia.  Cuajado de azulejos con motivos vegetales, no pudieron inhibirse al instante en el que la iluminación de la planta inferior se encendió, dando el contrapunto perfecto a la batalla de luces y sombras que se estaba librando en ese atardecer mágico.


Recorrieron las austeras celdas de los monjes. Pequeñas estancias, sin ningún ornato artificioso que contrastaba con la riqueza y el derroche decorativo de la iglesia. Unos sencillos balcones que daban al huerto interior se convertían en los protagonistas.


 Por último entraron en otra estancia. Una pequeña y sencilla cruz destacaba sobre una pared encalada. A su lado un balcón se abría al río Paraíba. Y al fondo, como un telón de un escenario, el sol se ponía por el horizonte. Norte observó sonriente como Francesca contemplaba fascinada, esta vez sí, una hermosa puesta de sol.


domingo, 26 de octubre de 2014

Un mar de piedras


Abandonó la carretera principal y continuó por una pista de tierra reseca y polvorienta. El ambiente fresco y vivificador del interior del vehículo que había alquilado en Joao Pessoa (Paraiba-Brasil), contrastaba con la temperatura del exterior. En varias ocasiones Norte había intentado apagar el aire acondicionado y abrir las ventanillas para disfrutar de esa sensación de libertad que da conducir sintiendo el viento en el rostro. Pero los negros nubarrones que cubrían el horizonte daban una sensación engañosa. Fuera, los más de 35 ºC no dejaban lugar a dudas, así que decidió que mejor sería soportar el ruido atronador del ventilador del equipo de aire acondicionado.

Después de casi tres horas de viaje, se encontraba apenas a unos minutos de su destino y una  sensación extraña le invadió. Hacía tan solo veinticuatro horas que había oído hablar de aquel pequeño lugar perdido en un país inmenso como Brasil. Quizás fuese la intensidad con la que Luzía, una nordestina con profundas raíces en el Sertão, le había descrito el lugar la noche anterior. Tal vez la continua búsqueda de lugares auténticos, alejados de los circuitos turísticos clásicos, que Norte perseguía con obsesión. O posiblemente la intuición de que aquel relato contado durante una aburrida cena oficial de un lugar inhóspito en medio de la nada, valía la pena.


Tras unos kilómetros por la pista de tierra, detuvo la camioneta. Había llegado. Frente a él una enorme superficie pétrea, coronada por un mar de piedras del tamaño de una casa, destacaba sobre el horizonte cargado de enormes nubarrones negros.

La belleza desoladora del “Lajedo do Pai Mateus” lo sorprendió. Durante unos minutos admiró impresionado las formaciones rocosas intentando comprender los mecanismos de la naturaleza para obtener aquel resultado. Finalmente, se decidió y salió del coche.


Una bocanada de aire caliente y seco le golpeó la cara nada más abrir la puerta del coche. Aun así, el ambiente tórrido de aquella planicie reseca y semidesértica no lo desanimó y siguiendo un sendero se dirigió hacia la base. Desde allí ascendió directamente hasta lo más alto de aquella elevación rocosa y, de pronto, pudo disfrutar del impresionante paisaje nordestino: una enorme llanura en la que crecían matorrales y plantas espinosas adaptadas a las duras condiciones de sequedad del lugar.


Rodeado de enormes moles graníticas de varias toneladas de peso, Norte se dio cuenta de su  verdadera dimensión. Formadas en el precámbrico, hacía ya más de 500 millones de años, desde entonces venían sufriendo un proceso constante de erosión por la acción del sol, del viento y de la lluvia, dando lugar a esferas de piedra que se mantenían, en un equilibrio precario, sobre la roca.

A lo lejos divisó una gran piedra con una forma extraña. Desde esa distancia parecía un enorme casco y Norte recordó las explicaciones de Luzía. La historia formal, la que hablaba del uso del lugar como centro ceremonial, 10.000 años atrás, por los pueblos indígenas prehistóricos. Pero a Norte le gustaba más la leyenda que daba nombre al lugar. También ella se la había contado y no cabía la menor duda que la “Pedra do Capacete” era aquella. Bajo ella, en el siglo XVIII, vivió un ermitaño y curandero conocido como “Pai Mateus”. Muchas personas habían sido curadas por él y, a cambio, solo admitía un poco de comida para subsistir.


Caminaba entre aquellas moles graníticas cuando sintió la primera gota en su rostro. Casi sin tiempo para amparase bajo ellas, comenzó a llover y, en unos segundos la superficie de las rocas requemadas por el sol abrasador y sedientas de agua fue bañada por las gruesas gotas de lluvia de la tormenta.

Bajo la misma roca, tres sonrientes brasileños que esperaban resignados a que el aguacero remitiera le hicieran un sitio a Norte y uno de ellos con cara de circunstancias le explicó que:  “Chuva e alegria no Sertão” (La lluvia es alegría en el Sertão)


Y Norte recordó de nuevo el evocador relato de Luzía sobre el “Sertão”. Tierras vastas y pobres. Tierras de sequías que hacen  emigrar a la gente hacia otras zonas. Pero también tierras donde late el corazón del Brasil más creativo.