sábado, 22 de agosto de 2015

El silencio rojizo


La coloración de las piedras con las que estaban construidas sus casas apenas se diferenciaba del color de la tierra sobre la que se levantaban. Sobre la ladera, como excrecencias de la madre tierra, amparándose las unas a las otras y resguardadas tras los muros medievales que las rodeaban, un manojo de casas daba cobijo a un puñado de almas que se empecinaba en perderse en el tiempo.

Desde donde él se encontraba podía divisar un amplio tramo de muralla que rodea Albarracín desde el siglo XIV. Y recordó su infancia, cuando dibujaba castillos. Sonrió levemente al visualizar mentalmente aquellas cuartillas repletas de trazos. Al principio eran castillos sencillos, con apenas un par de torres de defensa y una gran puerta de entrada, que flotaban como suspendidos en medio de la hoja del papel. Después, a medida que fue perfeccionando su técnica, los pequeños castillos fueron dando paso a poderosas fortalezas llenas de torreones y almenas. Finalmente, alrededor de las murallas, comenzó a dibujar casas que a su vez volvía a rodear de murallas.


No dibujaba al azar,… ni siquiera por sentido estético. Cada trozo de lienzo de la muralla, cada torreón respondía a una necesidad militar discurrida en su mente infantil; cada puerta o casa que añadía a aquel conglomerado que crecía abigarrado sobre el papel, revelaba la necesidad de dar respuesta a una historia que él mismo fantaseaba a cada trazo añadido al dibujo.

No sabía de quién había heredado esa cualidad. El color de sus ojos, la tonalidad de la piel, su constitución corporal,… hasta muchos de sus gestos; todo tenía una explicación genética. Su abuelo por parte materna, su abuela por parte paterna, una tía que nunca había llegado a conocer,… eran la imagen especular de muchas de sus características morfológicas. Pero aquella habilidad para dibujar, no sabía de donde le venía y respondía sin duda a un antojo de sus cromosomas ya que él recordara, nadie en su familia había sido favorecido con esa cualidad.

Se acodó en un pequeño muro, abrió la libreta de apuntes que siempre llevaba con él y el lápiz comenzó a deslizarse sobre el papel amarillento. Poco a poco los trazos, aparentemente desordenados, fueron delimitando casas, calles, … hasta conformar un sencillo apunte de un pedacito de Albarracín. En cierta medida le recordaba al proceso de revelado químico de una fotografía,… las imágenes iban conformándose en un proceso que a él siempre le pareció que tenía mucho de mágico.


Dio los últimos retoques, difuminó algunas zonas y, satisfecho, guardó su libreta de apuntes para continuar su paseo por las empinadas cuestas, escalinatas imposibles y pequeños ensanchamientos de las calles que, en Albarracín, reciben el nombre de plazas. Un conjunto sereno de yeso rojizo, de madera ajada por el sol y por el viento, de forja herrumbrosa y tejas terrosas que descienden por la ladera.


A medida que ascendía, Norte fue dejando atrás la protección de las casas y la soledad y el silencio que le había acompañado hasta entonces, fue sustituido por el viento frio y seco de la sierra. Ese viento que durante milenios modeló el paisaje hasta transformarlo en una  hermosa postal. Una vista fascinante con sonido propio, el silencio rojizo que todo lo invade en Albarracín,



domingo, 16 de agosto de 2015

El silencio de las piedras


- Déjeme aquí por favor –pidió Norte en cuanto avistó el ruinoso cartel de entrada al parque flanqueando la pista de tierra que le había permitido llegar cómodamente desde la pequeña localidad de Santa Elena, en la Isla Flores, hasta el corazón de la ciudad maya de Tikal.

Tras acordar con el afable taxista la hora a la que lo recogería, Norte se despidió y esperó a que la furgoneta se alejara, difuminándose lentamente entre la tenue bruma que lo envolvía todo y que comenzaba a desvanecerse a medida que amanecía.


Un silencio  atronador, lo envolvió tan pronto  el ruido del motor  dejó de oírse. Y, de pronto, la vegetación exuberante y opresiva que crecía a ambos lados de la pista forestal, pareció abalanzarse sobre él. Más allá de la exigua trocha abierta en la selva, Norte solo pudo distinguir la maleza enmarañada, la espesura verde, inquietante y sin límites que estremecía los sentidos.

Comenzó a caminar con una ligera sonrisa dibujada en su rostro. Verse allí solo, rodeado por la inmensidad del bosque húmedo subtropical de más de 11.000 años de antigüedad, le transportó a uno de sus sueños de juventud. Recordó cuando devoraba con pasión las narraciones de las aventuras de arqueólogos y exploradores. En cierta medida se sentía como uno de aquellos descubridores que sacaron a la luz los últimos secretos que escondía celosamente la madre tierra. Imaginó la emoción que debieron sentir John Lloyd Stephens y Frederick Catherwood cuando, a mediados del siglo XIX, exploraron los restos de la civilización maya en la selva de El Petén. Comprendió la obsesión de  Heinrich Schliemann para dar con la mítica ciudad de Troya o quizás la sensación de sorpresa y emoción que debió sentir Howard Carter cuando descubrió la tumba de Tutankamon.

Tan pronto cumplimentó los trámites de entrada al parque, se alejó de los escasos visitantes que había en aquella época del año y que se dirigían en masa hacia la  Gran Plaza; allí donde los habitantes de la ciudad-estado de Tikal habían decidido levantar las edificaciones más extraordinarias. Buscaban quizás beberse de un solo trago la visita, liquidar de un vistazo la excursión por uno de los lugares más bellos del mundo.

Él, sin embargo, se proponía paladear a pequeños sorbos cada rincón de aquel  lugar mágico y carismático, repleto de restos arqueológicos de una civilización desvanecida de una manera misteriosa después de 3.000 años de reinado absoluto.

Tomó un camino secundario que lo apartó de inmediato de las conversaciones nerviosas de los turistas y, poco a poco, se fue adentrando en la espesura de la selva. Esparcidos por todas partes, como si de un campo de batalla se tratase, los vestigios de las edificaciones levantadas por los mayas libraban todavía una dura batalla con la vegetación que, voraz e insaciable, los engullía, incorporándolos como un elemento más de su ecosistema.


Y, de pronto, la estrecha senda por la que avanzaba se ensanchó y Norte pudo, por fin contemplar una pequeña pirámide totalmente reconstruida. Presidiéndola, varias estelas se erigían orgullosas delante justo de la escalinata, dándole el toque solemne y pomposo a unas estructuras con pirámides gemelas que los mayas erigían al finalizar cada Ka´tun, es decir, cada 20 años en su calendario.


Continuó su marcha a través de la espesa vegetación hasta que los gritos guturales y profundos de una colonia de monos aulladores le dieron la bienvenida. Frente a él se levantaba orgulloso el Templo V,  una superestructura de 57 metros que sobresalía por encima de la vegetación hacia el cielo de El Petén.



Cuando, jadeante, Norte llegó a su cima pudo por fin contemplar un espectáculo único. A sus pies un océano  verde se extendía hasta el infinito y, a su alrededor, otros templos como islas pétreas, despuntaban sobre la espesura vegetal resistiendo las acometidas de la selva en un intento de perpetuar la memoria de sus constructores. 


Se sentó durante un buen rato, bajo los restos de la enorme crestería que coronaba el templo dedicado a Chak, Dios de la lluvia. Desde allí arriba los visitantes que caminaban por su base parecían pequeños insectos pululando a sus pies,… y se imaginó a los sacerdotes intercediendo entre los dioses y los súbditos desde la posición que él en ese momento ocupaba.


Deambuló sin rumbo fijo por sendas y restos que daban fe de las enormes dimensiones de aquella ciudad que tuvo que ser Tikal, una ciudad que algunos momentos llegó a albergar a más de 100.000 almas. Una ciudad construida, y una población mantenida gracias al maíz, la fuerza motriz del mundo maya. Una ciudad cuyo nombre en idioma maya Itzá significa “lugar de las voces” y que ahora sobrecogía hasta hacer estremecer a los visitantes por el silencio de sus piedras.

Se topó con la Gran Pirámide del Mundo Perdido, una superestructura de más de 30 metros de altura que formaba parte de un complejo ceremonial con una función fundamentalmente astronómica.


Finalmente se dirigió hacia la Gran Plaza. Su visión lo sobrecogió de tal forma que se detuvo durante un buen rato admirando un conjunto monumental único. La acrópolis central, un enmarañado complejo de templos y palacios se levantaba entre dos enormes y emblemáticas pirámides, el Templo I o la Pirámide del Gran Jaguar y el Templo II o de Las Máscaras.


Por fin, descendió hasta la Gran Plaza. Apenas quedaban turistas, así que se sentó allí en medio, con la Pirámide del Gran Jaguar como escenario único y majestuoso de la ciudad maya mas grande, jamás excavada, intentando quizás escuchar el silencio de sus piedras.


sábado, 8 de agosto de 2015

El evocador de recuerdos


El tiempo, y quizás las circunstancias, habían convertido a Norte en un evocador de recuerdos. Comenzó casi sin darse cuenta, de una manera muy sutil, rememorando en sus largos períodos de soledad pequeños flash de vivencias pasadas. Al principio necesitaba un catalizador, un pequeño impulso en su interior que desencadenase el proceso.

Normalmente requería abrir la carpeta con las fotos de uno de sus numerosos viajes que guardaba celosamente en su ordenador y con la simple visión de las instantáneas que había realizado, en su mente se agolpaban los recuerdos,  evocaciones de todo tipo que iban desde la visita a un monumento destacado hasta precisar la meteorología que lo acompañó o alguna anécdota ocurrida durante el mismo.

Más tarde, quizás por la práctica que iba adquiriendo, le bastó con visualizar un objeto, una situación que le recordase algún fragmento de su existencia para activar el mecanismo que le permitía volver a evocar pasajes completos vividos en anterioridad.

Pero últimamente se había percatado que podía activar ese mecanismo a voluntad. Es decir que le bastaba con desearlo para que en su mente desfilasen los fotogramas de lo ocurrido. Imágenes, sensaciones, olores y sabores eran percibidos como reales, deleitándose con su recuerdo.

Tanto había perfeccionado su método que Norte podía despertar sus recuerdos no solo cuando lo deseara, sino también allí donde se le antojara.  Y así comenzó un juego que lo llevó a poner en práctica su poder evocador en los escenarios más dispares, situaciones que podían ir desde un viaje en solitario en cualquier medio de transporte hasta activar su singular capacidad en plena reunión de trabajo.

Fue precisamente durante una aburrida reunión en su oficina cuando decidió, una vez más, poner en marcha su capacidad evocadora. Fue como, si de pronto, se desdoblara y el Norte sensato y eficiente se quedara discutiendo los sesudos y aburridos informes que había sobre la mesa, mientras que el otro Norte, el Norte bohemio y soñador se evadía por Lisboa.


Y de repente se encontró callejeando en un paseo inacabable por sus calles, a veces caóticas, a veces cartesianas, de adoquines descolocados que se precipitan al río Tajo, en cuyas aguas se refleja la luz cautivadora y única que ilumina toda la ciudad. Al fondo el icónico Puente 25 de Abril, puerta de entrada, o de salida según se mire, a un océano poderoso y azul que forma parte indisoluble de la ciudad y de su historia. 


- ¿Estás de acuerdo?

- Pues no del todo -contestó Norte tras una pequeña vacilación, producto quizás de su precipitado regreso de las calles lisboetas-.  Tened en cuenta estos otros datos. Lo más fácil es que no tengamos tiempo suficiente para terminarlo este año.

Y mientras sus compañeros realizaban rápidos cálculos sobre la observación que había hecho sobre la duración del proyecto, el tram tram del tranvía 28 girando justo frente a la Sé le obligó a Norte a buscar cobijo en una de las estrechas aceras que ascendían trabajosamente desde La Baixa, justo frente a una pequeña mercería que se mantenía impertérrita al avance de los tiempos y que alimentaba el continuo coqueteo de los lisboetas de lo provinciano con lo cosmopolita.


- ¿Un café? – le ofreció uno de sus compañeros mientras hacían un pequeño receso en la reunión.

Y de pronto, el aroma intenso y penetrante del café lo trasladó al ambiente bohemio de  O Chiado, como antesala del Barrio Alto, moderno y alternativo. Porque Lisboa es la ciudad de Pessoa.

“Se, depois de eu morer, quisierem escrever a minha biografia,
Nāo há nada mais simples.
Tem só duas datas -a da minha nascença e da minha morte.
Entre uma e outra coisa todos os días sāo meus.”

“Si después de yo morir quisieran escribir mi biografía,
no hay nada más sencillo.
Tiene sólo dos fechas -la de mi nacimiento y la de mi muerte.
Entre una y otra todos los días son míos”.
Fernando Pessoa

Y también Lisboa es la ciudad de  las fachadas desconchadas, de tabernas y de iglesias, de pequeños comedores tradiciones y modernos  restaurantes, de garitos de fado. Por eso Lisboa es moderna y tradicional, decadente y encantadora.


Por todo eso, Lisboa también es la ciudad donde se evocan los recuerdos.

sábado, 1 de agosto de 2015

Nostalgia


Era incapaz de recordar las veces que había estado en aquella ciudad. Tantas, que los recuerdos se confundían en una densa bruma que le impedía individualizarlos, quizás en un vano y fútil intento de situarlos en el tiempo y hacerlos cercanos y próximos. 

Intentó repasar mentalmente las personas con las que a lo largo de su vida había compartido sus calles adoquinadas, empeñadas en ascender serpenteantes hasta el infinito. Con las que había disfrutado de la intensidad de un café pingado en una de sus hermosos cafés. Con las que había compartido mesa en uno de los restaurantes de A Ribeira. Y en su rostro, como una mueca, se dibujó apenas una sonrisa que, poco a poco, se fue transformando en un rictus que guardaba cierto parecido al de la amargura.

Una leve vibración que se transformó poco a poco en un temblor sordo y profundo, le sacó de sus pensamientos. A lo lejos el moderno metro de Oporto emergía de las profundidades de la ciudad para cruzar el Puente de Don Luís I en dirección a Vila Nova de Gaia. Desde lo más alto de aquel entramado de hierros ideado en el año 1886 por un discípulo de Gustave Eiffel, Norte disfrutaba de una hermosa panorámica de la ciudad.


A su alrededor numerosos turistas se afanaban en capturar con sus cámaras las vistas privilegiadas de Cais da Ribeira. Desde allí arriba, a muchos metros de altura sobre el río Duero, el abigarrado entramado de casas se derramaba desde la Sé hasta el mismo muelle componiendo un desordenado puzle multicolor que se acentuaba con la cálida luz del atardecer. 


Y de pronto, tras él, una voz cálida y aterciopelada lo sacó de sus pensamientos. Entre el ruido producido por los turistas que se agolpaban al final del puente para obtener una buena vista de la “Ribeira”, llegaron hasta él retazos de una conversación.

- Che bello! Porto è davvero sorprendente…

De inmediato Norte trató de localizar el origen de aquellas palabras. La musicalidad exuberante y aterciopelada de la lengua italiana le sobresaltó. Era como si ella estuviese allí, a su lado, haciendo uno de sus comentarios. Por unos segundos imaginó a Francesca con una sonrisa dibujada en sus labios, mirándolo con ese brillo en los ojos que le tenía absolutamente fascinado.

No tardó más que unos instantes en comprobar que se trataba de una pareja de italianas que a un par de metros de él admiraban el cúmulo de tejados que descendía hasta la ribera del río. Y una enorme nostalgia lo invadió. Y de nuevo en su rostro se dibujó un rictus que guardaba cierto parecido al de la amargura.

Recordó las veces que le había hablado de Oporto. Las veces en las que habían hecho planes para visitarla y otras tantas ocasiones que hubieron de renunciar. Y una enorme nostalgia lo invadió.

Se la imaginó recorriendo la ciudad en uno de los tranvías que todavía transitan por sus empinadas calles, al ritmo pausado y lánguido de unos convoyes de los años 30. Y una enorme nostalgia lo invadió.


Casi la pudo visualizar revisando entusiasmada los anaqueles repletos de libros de la Librería Lello e Irmão, sorprendida frente a su espectacular escalera labrada que comunica la planta baja con el piso superior. Y una enorme nostalgia lo invadió.


Y se preguntó si algún día podría visitar aquella fascinante ciudad a su lado. Y una enorme nostalgia lo invadió. Y de nuevo en su rostro se dibujó un rictus que guardaba cierto parecido al de la amargura.