Nada más comenzar a sonar los
primeros compases de música lounge,
cerró sobre su regazo el libro que estaba leyendo, se ajustó los auriculares y
subió ligeramente el volumen de su reproductor. Se encontraba solo en la
pequeña terraza del hotel rural en el que había elegido para alojarse los
tres días que había decidido pasar en la isla. En el horizonte, tras un grupo
de nubarrones, el sol se precipitaba en el Océano Atlántico tiñendo de tonos
amarillentos el cielo y el mar.
En realidad no tenía por qué
preocuparse. Nadie vendría a joderle aquel momento. Era el único huésped y los
dueños, una joven pareja, tenían muy claro lo que la gente buscaba en su
establecimiento. Ni siquiera Naira, su hija de apenas cinco años, le había
importunado lo más mínimo.
Dio un sorbo a su cerveza y se
arrellanó en el confortable sillón de mimbre con enormes cojines de color
blanco, dejando que el cálido sol del atardecer acariciara su rostro. Cerró los
ojos y repasó mentalmente las causas que lo habían llevado hasta allí.
Después de un largo período con
una intensa actividad laboral, de
improviso, se le había presentado una
“ventana de oportunidad” para desconectar y descansar. Apenas unos días, antes
de comenzar de nuevo con la vorágine del trabajo. Había ido buscando un destino
de turismo slow y lo había encontrado:
naturaleza y un estilo de vida pausado.
A pesar de las fechas, solo unos imperceptibles
adornos en la sala de estar de la casa rural recordaban que se encontraban en
plena navidad, y ese distanciamiento de las fiestas le ayudaba a superar su
jodido estado emocional.
Escrutó el horizonte con
insistencia, tratando de vislumbrar el perfil de la mítica isla de San Borondón, sin ni siquiera conocer con exactitud el lugar donde, según los
testigos, situaban una isla que aparece y desaparece desde hace siglos. Norte
sonrió al pensar en el entusiasmo de Francesca habría puesto en cuanto le
hubiesen contado la leyenda de varios siglos de antigüedad, relatada en las
crónicas de antiguos navegantes griegos, españoles, irlandeses o portugueses y
que pervive en plena era espacial, con miles de satélites orbitando alrededor
de la tierra y fotografiando cada rincón del planeta.
Se había decidido por la Isla de La Gomera fundamentalmente por las buenas referencias que tenía de ella, y
ahora que llevaba allí un par de días, sabía que no se había equivocado. Menos
turística, más tranquila y con un medio natural envidiable, nada más acercarse
a su costa pudo observar la belleza de sus acantilados contrastando con el
paisaje rural, transformado por la acción del hombre durante siglos. Un
territorio agreste al que fue necesario arrancar centímetro a centímetro cada
una de las terrazas donde asentar los cultivos.
Pero es que además, Norte se
encontró con una isla cargada de historia. Esa historia escrita con minúsculas
que forma parte indisoluble de la Historia Oficial y que a menudo queda
ensombrecida por ella.
El 12 de agosto Cristóbal Colón
llegó a La Gomera, la última parada antes de partir hacia las Américas. Allí, a
lo largo de casi un mes, se aprovisionó, rezó y se enamoró. Y a Norte se le
dibujo una sonrisa al imaginar la opinión de Francesca sobre la algo más que
ayuda y apoyo que la gobernadora de la isla, Beatriz de Bobadilla proporcionó al proyecto del Almirante.
Pero lo que realmente fascinó a
Norte fue el medio natural. El día anterior había dado una buena caminata por
una de las numerosas sendas que atravesaban el parque natural de Garajonay y
pudo disfrutar de la laurisilva canaria. Las persistentes nieblas que ascienden
desde el Océano Atlántico mantenían con vida los últimos vestigios de las
selvas subtropicales relictas del Terciario.
Pero además de que este
ecosistema de selvas misteriosas se encontrase a escasa distancia del desierto
del Sahara, Norte se sorprendió por la diversidad de las formaciones vegetales,
endemismos y la propia geología de la isla.
«Seguramente fue este aspecto el
que llamó la atención de Darwin» –pensó
Norte– en referencia al interés que un joven Charles R. Darwin mostró por los
escritos de Humboldt sobre las islas Canarias. Tanto, que llegó a pensar que
algún día podría organizar una expedición a esas islas.
Lamentablemente la sospecha de
una epidemia de cólera en Inglaterra impidió, años después, a Darwin desembarcar
del HMS Beagle en las islas cuando se disponía a comenzar la circunnavegación
del planeta en 1832.
De pronto, el sonido de su teléfono
móvil le anunció la entrada de un wasap que Francesca le enviaba para felicitarle la
Navidad: “Pensando a te per Natale. Il
ricordo di te occupa sempre un posto speciale nel mio cuore. Auguri e Buon
natale !”
Durante unos instantes dudó en
contestarle, pero desistió pensando que bastaría con que ella comprobase que lo había
leído.
Todavía con una sonrisa dibujada en su rostro, Norte volvió
a la lectura. No sin antes volver a contemplar la puesta de sol, bajó el
volumen de su reproductor de música y abrió el libro en donde lo había dejado. “El
mundo perdido“, la novela del autor
escocés Arthur Conan Doyle, había resultado una excelente elección para leer
durante sus cortas vacaciones.