Lo había hecho infinidad de veces. Leer un libro cuya trama se desarrollaba
en lugares reales para más tarde visitarlos, disfrutarlos, saborearlos,…
intentar ponerse en la piel del escritor y descubrir el por qué ese territorio le
había cautivado de esa manera, intentar descifrar qué le había llevado a situar la acción en ese
lugar… desde siempre, le había producido un especial deleite. Y, últimamente,
esa inclinación se había visto acrecentada... hasta tal punto que cuando se
topaba con un pasaje en el que se integraban territorio, con todo lo que conlleva el
término, y una temática de interés, se apoderaba de él un deseo irresistible de
conocer de primera mano el lugar o de volver, en que caso de que ya estuviese,
y poder disfrutarlo desde esa nueva óptica que le aportaba el autor.
Y este era el caso. Norte conocía el lugar. Se trataba de la Ribeira Sacra
y había estado allí con anterioridad en numerosas ocasiones, pero después de
leer el libro que tenía en sus manos había decido volver y contemplarlo desde
aquella otra perspectiva que le sugería el autor y que desarrollaba, como un tema
secundario de su novela, el abandono y el dramático proceso de ruina y expolio
al que se ven sometidos muchos elementos del patrimonio cultural.
Desde la majestuosa atalaya del castillo de Castro Caldelas, Norte disfrutó
de una hermosa y privilegiada vista. A sus pies se extendía una fértil comarca
en cuyo centro pudo vislumbrar la todavía imponente estructura del Monasteriode San Paio de Abeleda. No fue necesario abrir el libro. Había interiorizado de tal modo esos pasajes,
le habían impactado de tal manera que, ahora después de pasearse entre las
ruinas de lo que un día fue un hermoso edificio, Norte comprendió que había
llevado al autor a incorporar y denunciar en su novela el proceso de abandono y
expolio que estaba sufriendo el antiguo cenobio.
En concreto, quería recobrar el momento en el que el protagonista de la novela narra en
primera persona cuando se encuentra los restos de un cenobio
abandonado y le produce una fuerte atracción desde su óptica de artista:
“Llevaba recorrido un buen
número de kilómetros cuando, tras una curva muy pronunciada, se abrió ante mí
un extenso valle. Prácticamente estaba ocupado por pequeñas, y aparentemente
muchas de ellas abandonadas, parcelas agrícolas delimitadas por caminos,
pequeños muros o líneas de setos casi arbóreos. En el centro, dominando una
buena parte del territorio, se destacaba una enorme construcción ruinosa que
rápidamente captó mi atención. En torno a una desvencijada iglesia se
levantaban los altos muros semiderruidos, cubiertos de vegetación en muchas
partes; entre las cubiertas hundidas, emergían poderosas como símbolos de
pasado esplendoroso, las chimeneas de unos hogares que hacía muchos años que no
se habían encendido.
La visión de aquel conjunto
me atrajo de inmediato. No sabía muy bien por qué pero, de pronto, ya no
deseaba regresar con tanta urgencia y la necesidad de saber que era aquel
formidable edificio y que circunstancias lo habían llevado a aquel estado de
abandono se apoderó de mí. Me imagino que era fruto del historiador que todavía
llevaba dentro.
Busqué un lugar al borde de
la carretera donde parar y observarlo con más detenimiento. Aparentemente se
trataba de un antiguo convento en ruinas del que solo la iglesia era claramente
reconocible desde aquella distancia. El resto estaba compuesto por una amalgama
de gruesos muros de mampostería en donde se apreciaban claramente las ventanas,
huertos adyacentes con viñedos abandonados y árboles de grandes dimensiones
creciendo sin control que completaban un cuadro decadente pero no falto de
belleza. Traté de hacer memoria pero, por más que lo intenté, no lograba
recordar de qué edificio se podía tratar.
La curiosidad dio paso al
interés. Aquella construcción representaba muy bien la idea de los microcosmos
que estaba buscando. A pesar de su abandono, de sus cubiertas caídas, de la
maleza que crecía sin control entre los muros desconchados, todavía se podía
apreciar que había sido el centro en torno al cual giró la vida de aquel valle
y sus alrededores. Aún ahora, en ese estado, por lo menos desde la perspectiva
del paisaje, su imponente presencia seguía marcando el eje alrededor del cual
se configuraba la comarca. No cabía la menor duda que, de nuevo, me encontraba
frente a una vista susceptible de convertirse en un paisaje esférico a través
de uno de mis cuadros.
Después de fotografiarlo
decidí posponer durante un par de horas el viaje de vuelta y acercarme para
observarlo con detalle. Continué por la carretera buscando alguna vía que me
condujera hasta allí y, tras un par de
intentos fallidos que me llevaron a
ninguna parte, encontré una estrecha pista que serpenteaba bordeando un muro de
piedra de poco más de un metro de altura que me condujo directamente a una gran
explanada. Al fondo se encontraba limitada por una muralla en donde se abría
una puerta cerrada por una verja y tras la cual se podía ver una gran plaza
interior empedrada rodeada de edificios también en ruinas.
Mientras me aproximaba,
rebuscaba en lo más profundo de mis recuerdos de alumno de historia el nombre
de aquel cenobio, pues ya no me cabía duda alguna de que se trataba de un
antiguo centro monástico, pero a pesar de mis repetidos esfuerzos por hacer
memoria fui incapaz de recordarlo. En mi época de estudiante, la práctica
totalidad de los monasterios de aquella zona se encontraban semi abandonados o
en un estado de ruina absoluta y no fue hasta la década de los noventa en la
que edificios emblemáticos como San Pedro de Rocas, San Estevo de Ribas de Sil
o Santa Cristina de Ribas de Sil comenzaron a ser restaurados con mayor o menor
fortuna. Lo que realmente me llamó la atención fue encontrarme con un convento
de aquellas dimensiones en semejante estado de ruina cuando, por toda la
comarca, se habían realizado importantes acciones para conservar su patrimonio
artístico.
Un estrecho sendero me
condujo hacia la parte trasera del conjunto. La decadencia y el abandono eran
patentes en cada uno de los muros y de los edificios que me fui encontrando.
Los cultivos de las huertas circundantes no eran una excepción y la maleza
invadía los campos y viñedos más próximos a él. Continué caminando intentado
sortear la vegetación, que en algunos tramos casi me impedía avanzar, hasta
llegar justo al límite de los altos muros que rodeaban el conjunto de
edificios. Allí una puerta cegada por altas zarzas me impidió explorar el
interior así que rodeé las murallas traseras en un intento de dar con la
entrada principal. Tras más de quince minutos de lucha contra una maleza que
crecía sin control vi cómo, a lo lejos, un hombre se afanaba por tapiar una hermosa
puerta con grandes bloques de cemento.
A medida que me acercaba
percibía con mayor nitidez la melodía que canturreaba mientras, aparentemente
sin apenas esfuerzo y con la habilidad de albañil veterano, colocaba uno tras
otro las piezas que cegaban la entrada.
-
¡Buenos días! –saludé cuando apenas me restaban unos metros para llegar a su
altura.
Tan ensimismado se
encontraba que no se había percatado de mi presencia así que, sorprendido por
el saludo, dio un respingo volcando el caldero con agua que tenía a su lado.
- ¡Joder que susto! –me respondió perplejo tras
unos instantes de vacilación.
-
Lo siento, no quería asustarlo –me disculpé− simplemente estaba buscando un
lugar para poder ver el interior.
-
Esto es una propiedad privada –me respondió en un tono brusco y seco− y no se
puede visitar. Además está todo en ruinas y es peligroso.
-
¿Podría decirme de que edificio se trata? –insistí a pesar de sentir como me
observaba con gesto desconfiado intentando descifrar mis verdaderas
intenciones.
- Esta puerta que estoy tapiando es de la iglesia
del convento de San Paio, aquí en Abeleda.
De inmediato recordé que en
efecto había oído hablar de ese convento y que, ya en mi época de estudiante,
se encontraba abandonado y en un serio estado de conservación y, por el aspecto
que tenía, en todo ese tiempo nadie había sido capaz de detener el deterioro al
que se había visto sometido.
Me encontraba en un pequeño
atrio en el que se podían ver, surgiendo entre la maleza, algunas lápidas
sepulcrales. A mi izquierda se abría, o quizás debía decir se estaba tapiando,
la puerta que daba acceso a la iglesia. Se trataba de una hermosa portada
coronada por un arco de medio punto cuyo tímpano estaba decorado con unas hermosas pinturas todavía
patentes a pesar de su evidente antigüedad. Justo enfrente, al otro lado del
pequeño cementerio, se distinguía una magnífica puerta ojival invadida por las
zarzas.
- ¿Me podría dejar echar un
vistazo? –me decidí a preguntar, tras un momento de titubeo, durante el cual el
albañil no me quitó el ojo de encima ni un solo instante.
De nuevo recibí una parca
negativa, así que decidí insistir un poco más explicándole las razones por las
que quería conocer con un poco más de detalle aquel edificio.
- Mire usted, perdone que
insista, pero le agradecería mucho que me permitiese ver el interior del
edificio. Me llamo Diego Sobral, soy pintor y vivo en Pontevedra. Llevo desde
ayer viajando por A Ribeira Sacra buscando modelos para mi nueva exposición de
pintura y cuando vi este edificio desde la carretera me pareció muy sugestivo.
Le pido por favor que me permita visitar el interior para conocer un poco más
de él y así poder plasmar su verdadera esencia.
Tuve un atisbo de esperanza
cuando un gesto en su rostro me pareció indicar que se lo estaba pensando pero,
de nuevo, volvió a negarse, esta vez con un escueto movimiento de cabeza.
Desilusionado y un poco
frustrado me despedí del hombre, no sin
antes echarle un último vistazo a aquella hermosa puerta que estaban tapiando y
que seguro era solo la antesala de una bella iglesia.
Llevaba apenas un centenar
de metros desandados cuando oí la llamada del albañil.
-
¡Oiga!, espere un momento.
Me giré y tras de mí, por el
sendero que yo había abierto en la vegetación, avanzaba el operario haciendo
señas con el brazo para llamar mi atención.
-
Espere un momento –me dijo nada más llegar a mi altura− voy a acabar de tapiar
la entrada de la iglesia y hasta que me traigan el marco y la puerta de metal
que encargamos no se podrá volver a entrar. ¿Quiere echarle un vistazo?
-
¡Muchas gracias! –le contesté agradecido− le aseguro que solo será un momento.
Ha sido una suerte encontrarlo aquí.
-
Lo que fue una suerte es que no lo haya visto la guardia civil rondando por el
convento. Llevamos varios robos seguidos y estos días están muy atentos. ¿Vino
en coche?
- Sí, lo tengo aparcado en la explanada que hay
aquí al lado.
-
Pues lo más probable es que en cuanto lo vean desde la carretera se acerquen a
comprobar de quién se trata y que hace aquí.
-
Le aseguro que soy un pintor y que solo quiero conocer un poco más a fondo el
edificio para documentarme todo lo posible. Por lo que vi hasta el momento su
tipología no responde a los modelos clásicos que todos conocemos.
-
Da igual. A estas alturas, como no se lleven las piedras de los muros, ya poco
queda. Hace unos años –continuó cada vez más confiado− cogimos un camión que se
llevaba la pila bautismal del monasterio y ahora la tenemos en la capilla de
San Antonio que está entre las casas y es más difícil que la roben.
Cuando llegamos a la altura
de la puerta de entrada a la iglesia pude contemplar un panorama desolador. A
través del hueco que todavía no había tapiado se podía ver la única nave de la
iglesia con las cubiertas caídas y la maleza invadiéndolo todo. En medio de
toda aquella desolación, destacaban las pinturas policromadas repartidas por
muchas zonas del edificio, en especial los capiteles decorados con bestias
imaginarias y motivos vegetales.
-
No entiendo mucho –continuó− soy un albañil pero creo que esto no es para
tenerlo en este estado. Hace unos años se llevaron los retablos e incluso
columnas de piedra, por eso digo que apenas queda ya nada por expoliar.
- ¿Pero nadie hace nada?, ¿la Iglesia no lo cuida?
-
Esto ahora es privado. La diócesis de Ourense lo cedió por no sé cuantos años a
unos empresarios para hacer un hotel pero la cosa no arranca y cada vez hay más
retrasos. De cuando en cuando, nos enteramos que falta algo. Sin ir más lejos
el otro día el encargado se encontró una enorme piedra tallada colocada en la
base de un muro que rodea el convento, seguramente la tenían preparada para
venir a buscarla con un coche. Buscamos y nos encontramos que correspondía a
una parte de la lareira.
-
Es terrible ver como impunemente se expolia el patrimonio –me quejé
amargamente.
-
La puerta que estoy tapiando es para evitar que la gente entre y acceda a las
pinturas, posiblemente lo único que queda de valor. Hace apenas una semana tiraron abajo la puerta de madera carcomida
que había. Como ya le dije, se encargó una puerta y un marco de metal pero como
tardará unos días, se tapia de momento toda la puerta por precaución.
Me fijé con más detenimiento
y, a pesar de la distancia que me separaba de ellos, los capiteles policromados
destacaban por sus vivos colores sobre el fondo crema de las paredes. También
arcos y otros elementos constructivos presentaban el mismo tipo de policromía.
- Allí, tapada por la maleza
–dijo señalando hacia el extremo opuesto a la iglesia− hay otra puerta, dicen
que gótica, pero la parte más trabajada, con las figuras que la adornan, está
orientada hacia el patio del convento, así que no se pueden ver. Es una lástima
porque tiene mucho mérito.
Me despedí, después de
agradecerle que me hubiese dejado echarle un vistazo, y volví sobre mis pasos
para retomar el camino de vuelta. Sin embargo, tal y como me habían presagiado
tan solo hacía un rato, en cuanto alcancé a ver mi coche pude comprobar que,
aparcado a su lado, se encontraba un vehículo de la guardia civil y que un
agente estaba tomando nota de algo mientras su compañero miraba con atención en
el interior de mi viejo Peugeot a través de los cristales.”
(La mujer que miraba las estelas de los aviones - A.
Rodríguez, 2014)