martes, 22 de noviembre de 2016

Por un pedazo de mar


Juan Francisco Cornejo, era sin duda una persona sencilla y honesta, que destilaba bondad por cada uno de los poros de su piel y Norte se había dado cuenta de ello nada más comenzar a charlar con él. Las arrugas de su rostro no eran más que una muestra de la callada y continuada labor que el sol y el salitre habían obrado pacientemente en su piel durante más de cuarenta años como pescador artesanal en las costas de El Salvador, y esas eran unas condecoraciones difíciles de igualar. Pero su aspecto de viejo lobo de mar, de marino experimentado, no fue lo que llamó la atención de Norte. Lo que realmente le fascinó fue su forma de hablar. La humildad con la expresaba sus opiniones contrastaba con el enorme conocimiento que tenía de las cosas de las que hablaba.

Lo había conocido de casualidad cuando Norte se entretenía observando el ajetreo que en ese momento se vivía en el Puerto de la Libertad con la llegada de las embarcaciones pesqueras. Una curiosa mezcla de pescadores artesanales, vendedoras y turistas conformaban una colorida amalgama de gente que se movía desordenadamente entre cajas de pescado y embarcaciones  a lo largo del muelle que se adentraba como una flecha en el Océano Pacífico.

- Cada día es más pequeño –exclamó de pronto el viejo pescador a la vez que en su rostro se dibujaba un gesto de resignación que ponía en evidencia todavía más las arrugas de su rostro.

Norte esperó pacientemente sin decir nada, observando los minúsculos pescados que se amontonaban en el interior de la embarcación, a sabiendas de que Juan Francisco Cornejo continuaría con su reflexión.

- Los barcos camaroneros cada vez faenan más cerca de la costa y se lo llevan todo, incluidos los ejemplares inmaduros de especies que para ellos no tienen valor –continuó, señalando a un enorme barco que se veía arrastrando no muy lejos de la costa–. Dicen que solo aprovechan una décima parte de lo que pescan, pero yo creo que es mucho menos.


Norte miró hacia donde le indicaba y comprobó que, a menos de 3 millas, un barco de pesca arrastrero faenaba en busca del preciado camarón y recordó la noticia que había leído en la prensa salvadoreña sobre la petición de los pescadores al parlamento nacional para crear una zona de cinco millas a lo largo de la costa para uso exclusivo de los pescadores artesanales.

A medida que las pequeñas embarcaciones iban regresando a puerto y eran izadas al malecón, la actividad aumentaba. Aquí y allá pequeños corros de gente se formaban en torno a las embarcaciones y sus capturas. Era el momento decisivo, cuando los compradores les ponen precio a la pesca del día; un precio que la mayoría de las veces no alcanza para pagarles el esfuerzo, los gastos ni el valor invertidos pero que sirve para seguir engañándose un poco más y continuar a la espera de ese golpe de suerte que casi nunca llega.


- ¿Y usted cree que si su parlamento acuerda modificar la Ley de Pesca y se delimita el área para los pescadores artesanales se podrá revertir la situación? –preguntó por fin Norte, tras un largo silencio de ambos.

- Desconozco si usted lo sabe joven… –contestó mirando a Norte con escepticismo mientras comenzaba a caminar e indicaba a que lo siguiera– pero la mar, ¡la mar… es hembra!

Lo dijo, con énfasis, muy despacio y, sobre todo convencido. Con la sabiduría del tiempo trascurrido a sus espaldas, con la experiencia de un veterano pescador, pero también con el convencimiento de estar en posesión de la verdad absoluta.

- Fíjese en toda esa gente que consigue un sustento gracias a la mar –continuó cuando llegaron a la zona donde los compradores limpiaban parte del pescado con la ayuda, más voluntariosa que práctica, de algunos niños–. Así es y así será en el futuro. Y es que a pesar de la pobreza y de la marginación, los pobres de El Salvador se inventan día a día como salir de esa rueda infernal llenos de esperanza y con una sonrisa en los labios;… y la mar, con sus frutos, mantiene viva esa ilusión.


- Fíjese –continuó tras un breve saludo a los operadores que realizaban la limpieza de las macarelas para convertirlas en pescado seco- que la mayoría de la gente hace este tipo de cosas hasta que crecen lo suficiente y reúnen el valor para irse para los Yunaís (emigrar a Estados Unidos). Es la única esperanza para muchos de ellos.

- Y usted, ¿por qué no lo hizo?  –preguntó entonces Norte, justo antes de entrar en un toldado bajo el cual varias pescaderas charlaban animadamente mientras espantaban cansinamente las moscas que se posaban sobre el género que ofrecían a la venta: langostas, cangrejos, jaibas, pescados boca colorada, calamares, conchas, camarones, almejas y un sinfín de especies que ningún europeo en su sano juicio se atrevería a comer.

- Cuando era joven  –continuó tras unos segundos de espera- no andaba en la jugada y ahora, fíjese, estoy para colgar los tenis.


Norte sonrió en cuanto logró comprender lo que Juan Francisco Cornejo le había querido decir en aquel lenguaje propio de los salvadoreños de a pie y comprendió que, quizás luchar por ese pedazo de mar era la última oportunidad de aquellos pescadores, ese golpe de suerte que esperaban para cambiar el rumbo de los acontecimientos.

Y de pronto se dieron de bruces con un destartalado edificio que servía para guarnecer a las pequeñas embarcaciones mientras esperaban la jornada de pesca. A su alrededor una pléyade de vendedores ambulantes se habían apropiado del espacio, metro a metro, ofreciendo sus productos a los salvadoreños que llegaban de la capital para pasar un día de asueto al borde del mar, comer un cóctel de camarones y volver al final del día con la sensación de haber disfrutado de un día en un lugar pintoresco, olvidando las preocupaciones por unas horas.


- ¿Qué le parece si nos tomamos unos camarones empanizados?, ¡lo invito! –propuso de pronto Norte en un último y desesperado intento de retenerlo un poco más, cuando comprendió que el viejo pescador ponía rumbo hacia la salida del puerto.

Juan Francisco Cornejo se detuvo y lo observó en silencio durante unos instantes antes de despedirse definitivamente. Sus cansados ojos, castigados por el sol tropical, contrastaban con el blanco de la gorra del Real Madrid.

- Le agradezco su invitación, es ya un poco tarde y tengo que partir. Pero si se va quedar un rato más y quiere entender todo esto, mírele a los ojos a la gente. En el brillo de su mirada apreciará la fuerza que les impulsa a seguir adelante comprenderá porqué cada día se empeñan en salir al mar.

Lo vio partir, caminando lentamente, mientras a su alrededor, los vendedores de “Minutas” ofrecían a los viandantes esas pequeñas delicias hechas de hielo raspado y rociado con jarabe de frutas de intensos colores que se desvanecían con el calor del Pacífico tan rápido como los sueños de los pescadores artesanales de El Salvador.


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El viejo bereber 

jueves, 3 de noviembre de 2016

Existe un lugar, al borde del abismo…


«Existe un lugar en el que los ríos discurren por profundas gargantas creadas por la ira de diosas iracundas y celosas,… porqué según cuenta una leyenda, Júpiter se enamoró de esa tierra y la poseyó atravesándola con el río Miño. Su esposa Juno, furiosa le infligió profundas heridas en un intento de afearla, creando, quizás sin proponérselo, un hermoso lugar único y mágico… ». Norte sonrió al pensar que si tuviera que escribir un relato sobre la Ribeira Sacra quizás lo comenzaría con esa bella leyenda.

Y es que, en ese momento, descendía por un duro, pero hermoso sendero que de cuando en vez, allí donde la frondosidad del bosque le daba un pequeño respiro, se asomaba al borde mismo del abismo. A unos cientos de metros más abajo, el río discurría lento y parsimonioso, adaptándose a las profundas cicatrices dejadas por la ira de la reina del Olimpo. Un paisaje único en el que las fragas de robles, castaños, encinas y abedules trepan por las escarpadas laderas, compitiendo por cada brizna de tierra en la que crecer y tiñendo el otoño con los tonos amarillentos y rojizos de sus hojas.


Un camino cuajado de piedras que atesoran los sueños y los anhelos de los que allí vivieron. Apenas unas piedras que, en un equilibrio precario al borde del abismo, son los postreros vestigios de los sueños de sus últimos moradores. Piedras que guardan miles de secretos escritos en sus caras desgastadas por el paso del tiempo. Piedras decoradas por los líquenes y musgos, cómplices imperturbables de la memoria de los pueblos. Piedras que retienen el tiempo en un viaje al pasado, a la historia y a las tradiciones.


Un camino que atraviesa viñedos imposibles. Viñedos colgados al borde del abismo que destilan olor a mencía, a merenzao, a brancellao, a sousón, a caiño tinto y a tantas otras variedades con matices y aromas únicos y que constituyen una de las señas de identidad de esta tierra. Levantados piedra sobre piedra, robándole la horizontalidad a laderas con pendientes increíbles, las terrazas con cepas centenarias trepan por las paredes del cañón desafiando la gravedad y dándole a la Ribeira Sacra la pincelada humana a un territorio agreste y verdaderamente hermoso con una naturaleza que no suele facilitar las cosas.


Un lugar en donde los conventos se ocultan en bosques centenarios, colgados al borde del abismo y confiriéndole a la Ribeira Sacra una enorme belleza espiritual y artística; un entorno espectacular que una y otra vez sorprende al viajero. Unas tierras refugio de eremitas que más tarde se convirtieron en pequeñas comunidades que dieron lugar a numerosos cenobios, un legado que enriquece si cabe todavía más estas tierras, dando como resultado una de las concentraciones de conventos más alta de toda Europa.

Y de pronto, Norte se detuvo. A unos metros el campanario de Santa Cristina de Ribas de Sil despuntando por encima del mar de hojas y erigiéndose al borde del abismo, le indicaba que había llegado a su destino. Durante un buen rato permaneció allí, quieto, escuchando el silencio atronador que todo lo envolvía, en perfecta comunión con la naturaleza y comprendió porqué la Ribeira Sacra había sido elegido como lugar de aislamiento y oración.   


Continuó descendiendo hasta darse de bruces con Santa Cristina, un lugar mágico que, como toda la Ribeira Sacra, está plagado de leyendas. Un espacio lleno de singularidades que lo hace único y que es necesario preservar.


Un extraordinario legado arquitectónico situado en un enclave arrebatadoramente bello que nos transporta al austero mundo de los cirtercienses, en una suerte de conjunción mágica entre la naturaleza y la mano del hombre.