domingo, 26 de octubre de 2014

Un mar de piedras


Abandonó la carretera principal y continuó por una pista de tierra reseca y polvorienta. El ambiente fresco y vivificador del interior del vehículo que había alquilado en Joao Pessoa (Paraiba-Brasil), contrastaba con la temperatura del exterior. En varias ocasiones Norte había intentado apagar el aire acondicionado y abrir las ventanillas para disfrutar de esa sensación de libertad que da conducir sintiendo el viento en el rostro. Pero los negros nubarrones que cubrían el horizonte daban una sensación engañosa. Fuera, los más de 35 ºC no dejaban lugar a dudas, así que decidió que mejor sería soportar el ruido atronador del ventilador del equipo de aire acondicionado.

Después de casi tres horas de viaje, se encontraba apenas a unos minutos de su destino y una  sensación extraña le invadió. Hacía tan solo veinticuatro horas que había oído hablar de aquel pequeño lugar perdido en un país inmenso como Brasil. Quizás fuese la intensidad con la que Luzía, una nordestina con profundas raíces en el Sertão, le había descrito el lugar la noche anterior. Tal vez la continua búsqueda de lugares auténticos, alejados de los circuitos turísticos clásicos, que Norte perseguía con obsesión. O posiblemente la intuición de que aquel relato contado durante una aburrida cena oficial de un lugar inhóspito en medio de la nada, valía la pena.


Tras unos kilómetros por la pista de tierra, detuvo la camioneta. Había llegado. Frente a él una enorme superficie pétrea, coronada por un mar de piedras del tamaño de una casa, destacaba sobre el horizonte cargado de enormes nubarrones negros.

La belleza desoladora del “Lajedo do Pai Mateus” lo sorprendió. Durante unos minutos admiró impresionado las formaciones rocosas intentando comprender los mecanismos de la naturaleza para obtener aquel resultado. Finalmente, se decidió y salió del coche.


Una bocanada de aire caliente y seco le golpeó la cara nada más abrir la puerta del coche. Aun así, el ambiente tórrido de aquella planicie reseca y semidesértica no lo desanimó y siguiendo un sendero se dirigió hacia la base. Desde allí ascendió directamente hasta lo más alto de aquella elevación rocosa y, de pronto, pudo disfrutar del impresionante paisaje nordestino: una enorme llanura en la que crecían matorrales y plantas espinosas adaptadas a las duras condiciones de sequedad del lugar.


Rodeado de enormes moles graníticas de varias toneladas de peso, Norte se dio cuenta de su  verdadera dimensión. Formadas en el precámbrico, hacía ya más de 500 millones de años, desde entonces venían sufriendo un proceso constante de erosión por la acción del sol, del viento y de la lluvia, dando lugar a esferas de piedra que se mantenían, en un equilibrio precario, sobre la roca.

A lo lejos divisó una gran piedra con una forma extraña. Desde esa distancia parecía un enorme casco y Norte recordó las explicaciones de Luzía. La historia formal, la que hablaba del uso del lugar como centro ceremonial, 10.000 años atrás, por los pueblos indígenas prehistóricos. Pero a Norte le gustaba más la leyenda que daba nombre al lugar. También ella se la había contado y no cabía la menor duda que la “Pedra do Capacete” era aquella. Bajo ella, en el siglo XVIII, vivió un ermitaño y curandero conocido como “Pai Mateus”. Muchas personas habían sido curadas por él y, a cambio, solo admitía un poco de comida para subsistir.


Caminaba entre aquellas moles graníticas cuando sintió la primera gota en su rostro. Casi sin tiempo para amparase bajo ellas, comenzó a llover y, en unos segundos la superficie de las rocas requemadas por el sol abrasador y sedientas de agua fue bañada por las gruesas gotas de lluvia de la tormenta.

Bajo la misma roca, tres sonrientes brasileños que esperaban resignados a que el aguacero remitiera le hicieran un sitio a Norte y uno de ellos con cara de circunstancias le explicó que:  “Chuva e alegria no Sertão” (La lluvia es alegría en el Sertão)


Y Norte recordó de nuevo el evocador relato de Luzía sobre el “Sertão”. Tierras vastas y pobres. Tierras de sequías que hacen  emigrar a la gente hacia otras zonas. Pero también tierras donde late el corazón del Brasil más creativo.

domingo, 19 de octubre de 2014

La isla de los milagros


Descalzo en la orilla, Norte vio como la embarcación a motor que lo había dejado en la isla Insua, se alejaba desdibujándose poco a poco en la niebla húmeda y fría que entraba desde el mar.

Comprobó si su mochila continuaba seca después del aventurado desembarco. A pesar de la aparente calma que presentaba el mar, lo cierto era que las olas rompían con fuerza en la playa, único lugar relativamente seguro de desembarque, comprometiendo la estabilidad de la embarcación. Así que, Norte tuvo que saltar a tierra bastante lejos de la orilla y el resultado no fue otro que un buen remojón, casi hasta la cintura, que lo dejó tiritando de frío.

Sobre el arenal,  desvaneciéndose entre la bruma, la vieja Fortalezada Insua daba testimonio de la contumaz testarudez de los hombres. Su obstinación en construir sobre unas rocas que apenas emergían un palmo sobre la superficie del mar, justo en la desembocadura del río Miño, era una buena prueba de ello. Se imaginó como sería la vida en el siglo XVII, en aquel mendrugo de arena y piedra de apenas 300 m de longitud.

En realidad la fortaleza albergaba en su interior los restos del convento franciscano de Santa María de Insua, construido en 1.471, y ese era precisamente parte del objeto de su visita a aquel desolador peñasco.

Comenzó a caminar hacía el fuerte a través de la larga lengua de arena, repleta de algas de arribazón y restos de ramas blanqueadas por el sol y la salitre, arrastradas hasta allí por las mareas. 


Nada más superar un bastión triangular que protegía el acceso, justo en el límite de la arena y la zona donde comenzaban a aparecer los primeros rastros de vegetación, se encontró con un espectacular lienzo de la muralla cuajado de líquenes de color naranja que dulcificaba en parte la sobria arquitectura militar. En el centro la escueta puerta de entrada coronada por tres escudos y a un lado la inscripción alusiva a su construcción:

"A Piedade do muito Alto e Poderoso monarca el rei D. João IV /
ministrada pela intervenção e assistência de D. Diogo de Lima /
Nogueira General e Visconde de Vila Nova da Cerveira Governador das /
armas e exército da Província de Entre Douro e Minho dedicaram /
esta fortificação à sereníssima Rainha dos Anjos Nossa Senhora /
da Ínsua para asilo e defesa das religiosas da Primeira Regra /
Seráfica que assistem nos contínuos júbilos desta Senhora debaixo /
de cujo patrocínio se assegura a defesa desta corte. Fez-se a /
obra na era de 1650"

El portalón de acceso, entornado, como si se tratase de una sutil invitación a entrar, lo esperaba.

Caminó con cautela sorteando los numerosos cascotes y vegetación que crecía libremente por todas partes, hasta encontrarse con un pequeño patio de armas. Los techos caídos y escombros esparcidos por todas partes, le daban aspecto desolador pero también, si cabe, transmitían un estado de abandono que hacía mucho más ensoñador y sugestivo el lugar.

Una amplia escalera le condujo directamente a las murallas, justo a uno de los baluartes que protegían la entrada.


Recordó entonces la causa que lo había llevado hasta allí. Se acercó al viejo cañón, que apuntaba amenazante hacia ninguna parte, y buscó su agenda en la mochila. En las últimas páginas, con una caligrafía impecable, figuraban las innumerables anotaciones que Norte había tomado en las últimas semanas.

Levantó la vista y se dio cuenta de su intuición y tesón para visitar aquella pequeña isla, a pesar de las dificultades que entrañaba. Desde allí arriba, por encima de la opresión de los altos muros y el abandono del interior del fuerte, la vista era magnífica. A pesar de la espesa niebla, Norte se imaginó el monte de Santa Tecla a su izquierda, la playa de Moledo, cobijada tras la el pinar de Camarido, a su derecha y, al Oeste, el Océano Atlántico, batiendo con todo su fuerza.

Se sabía de memoria el contenido de aquellas notas, no en vano llevaba varias semanas buscando en internet las innumerables historias que sobre un lugar como aquel había. A pesar de todo, le gustaba repasarlas en un ejercicio sistemático de su propia metodología de trabajo y búsqueda de la información.

De todas las leyendas que encontró referidas al lugar, las de los supuestos milagros vinculados al convento eran las más atractivas y sugerentes. Era sin duda esta riqueza histórica, la que captó desde un primer momento la curiosidad de Norte.

Desde la perspectiva que le daba la altura de las murallas, buscó entre la maraña de muros y tejados hundidos que había en el interior del fuerte, y enseguida reconoció un pequeño campanario sobre uno de los tejados que precariamente se mantenía en pie.

De inmediato se dirigió hacia allí y, tras dos intentos fallidos para dar con la iglesia en un laberinto de muros semiderruidos, se topó con los restos de un diminuto y tosco claustro en torno al cual se distribuían las estancias del convento. Una vez allí todo resultó más sencillo y, tras cruzar una puerta, se encontró en el interior de la capilla.


Si el contexto general era desolador, el diminuto templo no era una excepción. Todo lo que era posible llevarse y tenía algo de valor, había sido expoliado, en un acto de latrocinio propio de otros tiempos. No había rastro alguno de las tallas barrocas o de los azulejos del siglo XVII que en un tiempo pasado habían decorado sus paredes. Tampoco quedaban restos de los altares e incluso la campana faltaba de su hornacina.

Norte deambuló entre aquellas ruinas apesadumbrado por el saqueo que había sufrido el lugar. Recordaba que, vinculados a aquellos muros, existían un gran número de leyendas que hablaban de milagros. El nacimiento de agua dulce entre aquellas piedras en el medio del mar, la ausencia de animales peligrosos en la isla, la forma en que muchas veces los frailes franciscanos se salvaron del ataque de los piratas, …

Salía, dispuesto a marcharse, cuando en el rostro de Norte se dibujó una sonrisa. De inmediato, tras fijarse en una lápida del suelo de la capilla, recordó una leyenda que hablaba de un milagro. Se trataba de Francisco Gonçalves, pescador y barquero de la isla, quien había hecho la promesa a Nuestra Señora de entregar una lamprea por cada docena que pescase, como dádiva a los frailes. Ocurrió que después de pescar las doce lampreas no entregó la siguiente que había capturado. Finalmente, por incumplir la promesa, Francisco no pescó nada durante los trece días siguientes mientras sus compañeros se hacían con grandes capturas.

En el suelo, justo a sus pies, una lápida que rezaba la siguiente inscripción: “¿¿¿¿alves barqueiro que foi desta casa - 1559” (¿¿¿¿alves barquero que fue de esta casa – 1559) y Norte sonrió al pensar que quizás Francisco, el avaricioso pescador, hubiese sido perdonado y se alegró de que los saqueadores no hubiesen reparado en aquella humilde lápida.


viernes, 17 de octubre de 2014

Cocotier



Habían comido en un precioso restaurante sobre el río Aar. Al finalizar decidieron pasear por el antiguo casco medieval de la ciudad.

- ¿Y esa música? –preguntó Francesca sorprendida.

La melodía, una increíble mezcla de música latina, flamenco y jazz, llegó hasta ellos mientras callejeaban por las animadas calles de Berna, disfrutando de una cálida y soleada tarde que invitaba a disfrutar de la capital Suiza.

Sorprendidos y, quizás, un poco seducidos por el ritmo de aquel tema musical que, a medida que avanzaban, se oía más nítidamente, Francesca y Norte, tras una mirada cómplice, se dirigieron directamente al origen de la música.

Desembocaron en una plaza presidida por la catedral. En uno de sus laterales, arropados por un pequeño número de curiosos, tres jóvenes interpretaban un tema con profundas raíces andaluzas.

Se quedaron un buen rato fascinados, atrapados por aquella melodía fresca y tan abrumadoramente cercana, a pesar de encontrarse a miles de km del sur de España. Poco a poco, sus pies comenzaron a moverse al ritmo de la música. El grupo de espectadores, como si se tratase de un ondulante campo de trigo agitado por el viento, se movía acompasado, con una sonrisa de bienestar dibujada en sus rostros.

Durante unos instantes la burbuja de turista que los envolvía y aislaba del exterior se disolvió. De pronto se sintieron como en casa, disfrutando de un instante mágico e irrepetible.

Cuando terminaron, Norte se dirigió hacia ellos para comprarles un CD. Su sorpresa fue mayúscula cuando se enteró que la Cocotier Band, era un grupo de Zabrze (Polonia) y sus componentes: Andrzej Krośniak (guitarra), Mateusz Gremlowski (bajo), Krzysztof Cisowski (guitarra).



martes, 14 de octubre de 2014

Un instante mágico


Caminaron a duras penas, hundiendo sus botas en la nieve. Una luz lechosa, que les obligó de inmediato a ponerse sus gafas de sol, se mezclaba con la niebla impidiéndoles ver más allá de un palmo de su nariz. Su decepción iba en aumento. Habían subido hasta allí, a más de 3.500 m de altura, con la esperanza de ver uno de los lugares más bellos del mundo y parecía que la sospecha que ella tuvo en el tren sobre las condiciones climáticas en la cumbre, tristemente se cumplirían.

De pronto, como si la madre naturaleza quisiera concederles un inmenso favor, la espesa niebla comenzó a disiparse, arrastrada por el viento. En apenas unos minutos la imagen sobrecogedora de un inmenso río de hielo rodeado de montañas se fue materializando. Fue entonces cuando Francesca y Norte quedaron fascinados con el paisaje que se abría ante ellos en pleno corazón helado de los Alpes. A sus pies el glaciar Aletsch.

Después, casi tan rápido como se había abierto, la niebla volvió a cerrarse ocultándolo de nuevo. Pero ya nada podría borrar de sus retinas lo que acababan de ver.  






sábado, 11 de octubre de 2014

Un poco más cerca del cielo


Nada más partir, Norte se arrepintió de haber aceptado la propuesta de Francesca. La fuerza que destilaba la simple visión del Matterhorn al fondo, contrastaba con la concurrida y decepcionante calle central de Zermatt. Un sinfín de coches eléctricos que se acercaban sigilosamente, hacía un poco temerario deambular por allí mientras observaba ensimismado la dimensión abrumadora del paisaje alpino que rodeaba aquel pueblo del Catón de Valais. En realidad la afirmación que figuraba en numerosas guías sobre lo placentero que resultaba  pasear por sus calles le pareció bastante exagerada.

Para Norte, todo el glamour de la famosa estación de esquí se había volatilizado en un instante y Zermatt, una de las joyas suizas a los pies de la famosísima montaña que él prefería llamarle por su nombre italiano: Monte Cervino, quizás no lo fuese tanto. Y eso a pesar de los balcones atiborrados de flores, su edificaciones típicamente alpinas y su política medioambiental exquisita.


- ¡Vamos! ¿Te has dado cuenta que hora es? -le apremió una animada Francesca que caminaba unos metros más adelante.

Norte la observó divertido. Había intentado por todos los medios retrasar lo inevitable. Por primera vez en su vida se había hecho el dormido, remoloneado en la cama, alargado el desayuno lo indecible,… pero todo había resultado inútil. Francesca estaba firmemente decidida a realizar la senda y no hubo manera de disuadirla.

Caminaba a buen paso, radiante y magníficamente equipada para una buena caminata alpina, hacia la Estación Cremallera de Sunnega Paradisse y allí tomar el tren subterráneo que los dejaría, según la pormenorizada información que figuraba en el folleto turístico, a 2.288 metros.

Todo lo que les rodeaba, transmitía ese ambiente relajado y casi festivo de los lugares de descanso vacacional, quizás en este caso aderezado con una agradable sensación de despreocupación por el futuro y por esa discreta y comedida opulencia que solo se manifestaba en el precio de las cosas o en el carísimo equipamiento de los senderistas.

A pesar de la hora, en parejas, en grupos o individualmente, un buen número de personas aguardaba la llegada del tren que los llevaría un poco más cerca del cielo. Rostros relajados y bronceados, cortesía a raudales y murmullo de conversaciones cruzadas, en no menos de media docena de idiomas diferentes.

Nada más descender del tren y salir de la estación, la opinión de Norte cambió radicalmente. Desde allí arriba la belleza de los Alpes centrales suizos era simplemente sobrecogedora. De pronto, todo el discreto y comedido glamour que llegó a resultarle un poco asfixiante y opresivo, se esfumó. En unos instantes la gente desapareció tomando rutas diferentes y el paisaje alpino ganó todo el protagonismo.


Pero lo más importante estaba por venir. A sus espaldas, una enorme montaña, aislada de todas las demás, destacaba por encima de todas ellas. Con su geométrica belleza piramidal, el Monte Cervino se hacía omnipresente con sus casi 4.500 metros de altitud.


Sobrecogidos por la dimensión del paisaje que se extendía frente a ellos, no pudieron más que sentarse a media ladera para disfrutar durante unos instantes de aquella espectacular  panorámica, antes de comenzar su caminata. 

domingo, 5 de octubre de 2014

Tierra nueva


Por fin, tras una pronunciada subida, Norte detuvo el coche en una pequeña explanada. Un profundo silencio, solo interrumpido por el viento frío y seco que azotaba sin tregua  la colina sobre la que resistían una parte de los viejos lienzos de la muralla del Castillo Califal de Gormaz, realzaba todavía más la hermosa panorámica que se extendía hasta el horizonte.

Un cielo plomizo y amenazador servía como telón de fondo a campos arados y sabinares hasta donde alcanzaba la vista. Y, en primer plano, el río Duero serpenteaba rodeado de choperas teñidas de otoño, dando una pincelada de color a aquel cuadro.

Era el mismo río, que ahora discurría tranquilo, el que había servido de frontera divisoria entre culturas; formas de ver y sentir la vida diametralmente opuestas.  

Se miraron y, sin cruzar una sola palabra, se pusieron los guantes, ajustaron sus bufandas y con resignación salieron del coche. Allí afuera, la sensación de frío, posiblemente incrementada por el viento, les recordó que la meseta soriana no estaba hecha para gente del Sur.

Antes se habían detenido en la Ermita de San Miguel, a media ladera, y se habían quedado fascinados por sus pinturas. Como en el caso de San Baudelio,  también sus muros fueron recubiertos con frescos románicos, allá por el siglo XI. Escenas de la Natividad, combates entre caballeros, los tres Reyes Magos dirigiéndose al Palacio de Herodes y, sobre todo, el pesado de las Almas con San Miguel  y un diablo.


Francesca se sorprendió, acostumbrada a la riqueza arquitectónica de su país, de la simplicidad del pre-románico o mozárabe, realizado por los cristianos liberados del yugo sarraceno y todavía sin influencias europeas. Era tierra recién reconquistada. Tierra nueva, llena de esperanza pero también repleta de peligros e incertidumbres.


Caminaron a buen paso desde el cálido ambiente del automóvil hasta la puerta de entrada a la fortaleza procurando protegerse el uno al otro del viento helado que soplaba en la meseta.

Una vez en el interior, al amparo de las murallas, se sintieron repentinamente reconfortados y se encontraron ante una amplia explanada rodeada de murallas semiderruidas, erigidas en una atalaya natural desde que se divisaba prácticamente toda la comarca. Resultaba de una belleza sencilla y tosca, pero a la vez fascinante ya que las ruinas de la antigua fortaleza califal  parecían haber sido incorporadas por la naturaleza al cerro, integrándolas en el paisaje.

Solo una bella puerta que denotaba su origen musulmán, la Puerta Califal, parecía revelarse contra aquella tiranía de la naturaleza empeñada en convertir, en un eterno ciclo, la “Tierra vieja” en “Tierra nueva”.