No sabía si se habría debido a una
configuración planetaria especial, a la fortuna o a su pertinaz insistencia, …
el caso es que cuando por fin encontró una fecha con entradas libres para
visitar el lugar y comprobó que sus obligaciones laborales se lo permitían, Norte
no lo dudó un instante.
No le hizo falta mucho tiempo
para comprender el porqué de su fama. Y es que el Caminito del Rey encerraba un medio natural que
le fascinó desde el primer momento, con esa abrumadora y deslumbrante belleza que
la naturaleza ha modelado, con la perseverancia y la paciencia de un artesano, durante
miles de años.
Apenas había caminado un
quilómetro cuando Norte tuvo que detenerse. Aún no había llegado al primero de
los cañones que había de atravesar y ya podía disfrutar de unas espectaculares
vistas. Frente a él, el río Guadalhorce serpenteaba parsimonioso por la
depresión caliza que contrastaba con la intensidad del verde de los pinares que trepaban por
las laderas que conformaban aquella parte de la Cordillera Subbética. Durante
unos instantes, bajo un pino carrasco, disfrutó de la simple contemplación de
aquel entorno privilegiado.
Tan pronto reanudó la marcha y a
medida que se aproximaba al desfiladero de Los Gaitanejos, Norte intentaba
comprender los complejos procesos geológicos que habían dado lugar a aquel
laberinto de elevaciones calizas formadas en el fondo marino hace millones de años y profundos
cañones tallados en la piedra.
Pero fue en la entrada del cañón cuando pudo en verdad apreciar los estratos verticales de calizas. Las paredes del tajo de más de 100 metros de altura apenas se separaban, en algunos puntos, más de un metro y era precisamente esa verticalidad la que imponía su tiranía a la flora que se asentaba en los escasos lugares donde se daban las condiciones vitales para sobrevivir. Mientras tanto, allá abajo, el río continuaba con su perseverante e infinita labor de desgaste y erosión de la piedra caliza.

Y de pronto el cañón se abrió a
un amplio valle. La opresión causada por las paredes que parecía que de un
momento a otro iban a estrujar a los caminantes desapareció y de nuevo la
luz y el aire fresco y vivificador lo envolvió.
Como una tregua en el fragor de
la batalla, el Valle del Hoyo se abrió dejando que sauces y álamos crecieran al borde del río, mientras
que acebuches, sabinas, lentiscos, algarrobos y plantaciones de pino
carrasco tapizaban las laderas. Y entre ellos, aquí y allá, las eneas, los tarajes y
los carrizos acrecentaban la diversidad vegetal de la zona.
Y por si eso no bastara, para completar el orden natural que reinaba en el lugar, el alimoche, el buitre leonado, el halcón abejero o el águila real patrullaban los cielos mientras la cabra montesa, el zorro, el tejón o el lirón deambulan camuflados entre la vegetación, bajo la atenta mirada de las aves rapaces
Y, de nuevo, el valle volvió a cerrarse y otro estrecho cañón apareció ante él. Otra vez la verticalidad retomó el protagonismo y la proximidad opresiva de las paredes del desfiladero, esta vez el de los Gaitanes, reapareció.

A pesar de la seguridad que le proporcionaban las pasarelas suspendidas sobre el vacío, para Norte caminar a cien metros de altura sobre el Guadalhorce no dejó de provocarle cierta descarga de adrenalina. Y es que en algunos tramos todavía se podía ver el precario camino construido en 1905 por los trabajadores de la Sociedad Hidroeléctrica del Chorro, como una pasarela de servicio y mucho después como senda que fue cerrada tras la muerte de varios escaladores, debido a su deficiente estado de conservación.
De pronto, una cascada imposible
y un puente colgante suspendido sobre el vacío le anunciaron que el final
estaba próximo. Fue como la traca final de unos fuegos artificiales
emocionales. Acababa de hacer El Caminito del Rey, … colgado al filo del
abismo.