viernes, 16 de febrero de 2018

Era,... como tocar el cielo al atardecer


A medida que el sol se precipitaba tras el horizonte y la luz disminuía, Norte aceleró el paso. Apenas quedaban unos minutos para el ocaso y no quería perderse uno de los mejores momentos del día; eses instantes de total armonía con la naturaleza en los que nos invade esa maravillosa sensación de paz interior.

Caminaba sobre una mullida alfombra de acículas en un frondoso bosque de pino canario del Parque Natural de Tamadaba, en el municipio grancanario de Agaete. A más de 1.000 metros de altura, sobre el mar de nubes que tapizaba el horizonte, sintió un cúmulo de sensaciones que todavía se mantienen en su recuerdo: el silencio, solo interrumpido por el ligero crujir de las acículas secas bajo sus botas; la suave brisa que removía las ramas de los árboles y acentuaba el aroma acre e intenso de los pinos; y el color,... ese color cálido y aterciopelado del horizonte al atardecer, una explosión de rojos, anaranjados y rosados.


Unos instantes antes de que el sol se desvaneciera en las sombras de la noche, trepó hasta un roquedo que colgaba del acantilado y, desde ese balcón de privilegio, Norte pudo disfrutar de la silueta majestuosa del Teide, en la isla de Tenerife recortada sobre el horizonte, como flotando sobre un mar de nubes. 


Era uno de los espectáculos más bellos de la naturaleza. Era,... como tocar el cielo al atardecer.

sábado, 10 de febrero de 2018

Hoy puede ser un gran día


El viento glacial del mes de febrero azotaba sin piedad la cubierta del ferry y durante unos instantes Norte tuvo la tentación de refugiarse en el interior del barco. Finalmente optó por permanecer allí un rato más; al fin y al cabo no todos los días tenía la oportunidad de contemplar el skyline de New York y menos desde un lugar de privilegio como aquel. Es más, tuvo el presentimiento de que, sin duda, sería un gran día y que cada instante era irrepetible; así que dio un último sorbo a su café mientras disfrutaba de la fantástica panorámica desde el East River.

Miró hacia el interior de la cabina de pasajeros a través de las ventanas. Allí sentados, dormitando algunos o ensimismados con su teléfono otros, se cobijaban apenas un centenar de New Yorkers mientras duraba la corta travesía hacia Manhattan. Por unos instantes sintió que se había convertido en uno más de los miles de personas que a diario acudían a la gran manzana utilizando el Ferry de Staten Island; el medio de transporte que la sufrida Melanie Griffith utilizaba para ir al trabajo en Armas de mujer.


Nada más desembarcar se dirigió a Wall Street, quizás una de las calles más emblemáticas del bajo Manhattan; el lugar donde el dinero nunca duerme, con sus historias financieras mil veces narradas por la industria cinematográfica. Un distrito cuajado de enormes rascacielos cuya construcción más representativa es sin duda el Edificio de la Bolsa de Valores.

Como siempre, cada vez que visitaba esa calle, Norte se sorprendía de como el cine puede llegar a hacer cotidiana una realidad que a la inmensa mayoría de los mortales les es absolutamente ajena. A pesar de ello, le gustaba disfrutar de esa otra visión del corazón mercantil y económico de la ciudad, esa imagen de calles estrechas y de apenas 1.600 metros de largo que contrasta con el despiadado universo financiero que rige las economías del primer mundo y que, cómo no, el cine acostumbra a mostrar bajo las premisas del poder y del dinero. Es el argumento de El lobo de Wall Street y que, como no podía ser de otro modo, está basado en hechos reales. De nuevo, una vez más, la realidad superaba a la ficción.

Caminó sin un rumbo fijo, dejándose llevar por las sensaciones, viviendo el aquí y el ahora, … hasta que un murmullo en sus tripas le recordó que su único sustento desde que se había levantado consistía en el frugal café que se había tomado en el ferry; desde luego, una pobre contribución calórica para el tiempo ventoso y frío que ese día hacía en New York. Comprobó la hora y, tras pensárselo unos instantes, tomó un taxi y se dirigió a Chelsea, al fin y al cabo no se encontraba demasiado lejos.


Allí podría entrar de nuevo en calor, en uno de los mercados más singulares de New York. Era como un enorme pastel trufado de todo tipo de tiendas, exposiciones y una variada oferta culinaria. Con sus paredes de ladrillo visto surcadas por tuberías de todo tipo y suelos de cemento pulido, Chelsea Market conserva desde su inauguración, allá por 1997, ese aspecto industrial que le proporciona un encanto especial, ya que originariamente era la fábrica de galletas Nabisco, la marca que elabora las populares galletitas saladas Ritz o las galletas Oreo que Norte había saboreado en multitud de ocasiones.


Todavía paladeando el bagel relleno de queso crema y pepino que había comprado en Davidovich y dando un último trago al café latte, decidió salir de nuevo en busca de una de las zonas verdes más singulares de la ciudad. Se trataba del High Line Elevated Park, un jardín construido, a lo largo de poco más de una milla, sobre una antigua línea de ferrocarril en desuso. A pesar del frío, un buen número de personas caminaba por el paseo, así que Norte se unió a ellas disfrutando, desde una posición privilegiada, de unas vistas únicas de las calles adyacentes. Desde allí arriba se repitió a si mismo que lo importante era vivir el aquí y el ahora; respirar profundamente para disfrutar en lugares comunes. Norte sabía de la fuerza del presente y por eso lo intentaba vivir intensamente.


Caminó hasta toparse con uno de los rascacielos, para él, más bellos de la ciudad. Finalmente se detuvo en la calle 23; desde allí la vista del Flatiron Building era soberbia ya que a pesar de poseer solo 22 pisos, aquel “pequeño edificio” dominó los cielos de la ciudad allá por 1902. A Norte le fascinaba su aspecto elegante que recordaba a una columna clásica griega, especialmente si se observaba por su parte más estrecha, de solo 2 metros de ancho.

Desde la posición en la que se encontraba podía imaginarse a Peter Parker trabajando como fotógrafo en el Daily Bugle y ejerciendo de hombre araña en Spíderman. Y es que, fuese a donde fuese, no podía dejar de admitir que New York se había convertido por derecho propio en un personaje más de las películas que en esa ciudad se habían rodado.

Consultó la hora mientras echaba una última mirada al hermoso rascacielos y, sorprendido, comprobó que ya era mediodía. Había transcurrido una buena parte del día y, aunque lo había disfrutado plenamente, la sensación de que el paso del tiempo se aceleraba a medida que transcurrían los minutos se hacía cada vez más patente. A pesar de conocer la ciudad, era su único día libre y quería aprovecharlo al máximo, así que sin pensarlo dos veces buscó la parada del metro más próxima y se dirigió hacia ella…


Nada más salir de las escaleras del metro, sonrió a la vez que elevaba su ceja izquierda. Frente a él se levantaba el edificio Dakota, un lugar emblemático en la ciudad, un imán para la gente famosa, ya que entre sus inquilinos más célebres, Norte recordaba a Lauren Bacall, Judy Garland o a Bono, el cantante de U2. Pero para él era además un verdadero icono ya que también vivió allí John Lennon, uno de sus más venerados ídolos musicales.


Sin pensárselo dos veces, se dirigió a su próximo destino. En realidad se encontraba justo enfrente, en Central Park, y mantenía una estrecha relación con el edificio que acababa de visitar. Se trataba de Strawbwrry Fields Memorial, un jardín presidido por un mosaico en blanco y negro en el que destaca la palabra “Imagine” en su centro, levantado en recuerdo de John Lennon.

Antes de continuar, se sentó un rato para escuchar los acordes de Strawberry Fields Forever que un músico interpretaba en la plaza, una canción inspirada en la infancia de John cuando jugaba en el jardín de un hogar infantil.


Dejó unas monedas en la funda de la guitarra del músico y se internó en Central Park. Tenía claro que su siguiente destino era Bow Bridge, uno de los puentes más famosos y meca de los enamorados; no en vano fue elegido por los neoyorquinos el lugar más romántico del parque.

Lo había visto en distintas estaciones del año pero nunca en pleno mes de febrero y, aunque el otoño era la época en la que más le había gustado, tenía que reconocer que las formas clásicas en hierro fundido del puente proporcionaban un bello contraste con los rascacielos que lo rodeaban y una vez más Norte comprendió porqué ese lugar era utilizado como plató por la industria cinematográfica. La última película que él recordaba era Café Society,... y casi pudo imaginarse allí a Woody Allen dirigiendo a Jesse Eisenberg y a Kristen Stewart.

Consultó de nuevo la hora y comprobó que apenas quedaba algo más de una hora para que comenzase a anochecer. Estaba exhausto, pero sin duda quedaba lo mejor, y eso era sin duda disfrutar del ocaso en uno de los lugares más icónicos de la ciudad, así que se dirigió a la 5ª Avenida y tomó un taxi, deseando que ningún atasco en las calles lo retrasara más de la cuenta.


Cuando comenzó a recorrer la pasarela peatonal del Puente de Brooklyn, el sol comenzaba a ponerse y la hermosa luz del atardecer iluminaba los edificios, proporcionando un bello telón de fondo al entramado de cables que ayudan a sostener uno de los puentes más emblemáticos de toda la ciudad.

Desde allí, Norte se dispuso a disfrutar de una fantásticas panorámicas del Manhattan Bridge, del Empire State Building, de la figura recortada de la Estatua de la Libertad,… con unos juegos de luces y sombras únicos que hacen de este paseo una experiencia fascinante repleta de iconos visuales mil veces reproducidos en la gran pantalla. Y, de nuevo, el cine volvía reaparecer. Como si se tratase de una constante, cada rincón de aquella ciudad había servido de escenario para rodar una historia. Y aquel puente, un icono para la ciudad, poseía en su currículum un larga lista de películas en su haber. De nuevo a su mente acudieron imágenes de Saturday Night Fever, con John Travolta y Lynn Gorney, a Nathan Landau paseando con su amante Sophie en la película La decisión de Sophie, o a Miranda y Steve en Sexo en Nueva York…


Y de pronto, a Norte se le dibujó una sonrisa en su rostro. A unos metros, en el medio del puente, y rodeados por los sorprendidos turistas, una soldado imperial y Darth Vader se prometían amor eterno.

« Wedding in New York sería un buen título para esta película»  ̶ pensó él mientras felicitaba a los novios.

Finalmente, tras cruzar el puente y a pesar del cansancio y del frío helador que iba en aumento a medida que sol se ponía, Norte pudo disfrutar de un increíble atardecer desde los antiguos muelles de Brooklyn.


A medida que el sol se ponía tras los rascacielos de Manhattan, la noche desbancaba al día mientras miles de luces ganaban protagonismo. Como si se tratase de inmensos árboles de navidad, los rascacielos se iluminaban, dando lugar a un espectáculo fascinante que no dejaba de sorprenderlo a pesar de haber sido fotografiado y filmado millones de veces.

Había sido un gran día, sin duda,… pero Norte sabía que no volvería a su hotel sin pasarse por el West Village. Al día siguiente tendría que volver al trabajo, pero antes, todavía podría disfrutar, de una fantástica velada de jazz en Mezzrow.