jueves, 26 de enero de 2017

Donde crecen los pinsapos…


Abrió la ventana de su cuarto y al instante una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro. Desde allí podía disfrutar de unas espléndidas vistas de Grazalema, con el Peñón Grande presidiendo la población y, a pesar de encontrarse en uno de los lugares más lluviosos de la Península Ibérica, todo ello enmarcado por un cielo de un intenso color azul.

Consultó su reloj de pulsera y comprobó que se le habían pegado las sábanas. Llegó  con noche cerrada después de un largo viaje en coche desde Madrid; un viaje cuya parte final había sido, sin lugar a dudas, la más dura y penosa. Una infernal carretera de montaña, repleta de curvas, lo llevó hasta aquel bonito pueblo blanco en la provincia de Cádiz, el lugar donde pasaría los próximos dos días, disfrutando de una naturaleza privilegiada.

Norte se encontraba pleno corazón del Parque Natural de Grazalema, un imponente conjunto montañoso con cimas que alcanzan los 1.500 metros de altitud, coronadas con roquedos y farallones calizos que despuntan entre los miles de verdes de la vegetación en un entorno mediterráneo muy seco. Un lugar en el que las variaciones climáticas, la complejidad geológica y las transiciones de altitud y exposición, han dado lugar a una singular composición florística en la que destaca el pinsapar, una formación vegetal dominada por el pinsapo, también llamado abeto andaluz (Abies pinsapo).

Para Norte, conocer y disfrutar de este bosque en su distribución natural, restringida a unos pocos enclaves del Sur de la Península Ibérica, era sin duda todo un privilegio del que no estaba dispuesto a renunciar. Así que se vistió lo más rápido que pudo, preparó una pequeña mochila y salió a toda velocidad, no sin antes comprobar que llevaba el permiso del servicio de conservación de la naturaleza andaluz que le autorizaba a visitar el parque.


Como era su costumbre, Norte apenas había preparado la ruta. Evitaba hacerse con información excesiva y obviaba ver las fotografías del lugar con antelación que, con seguridad, había publicadas en la red. Quería sorprenderse, deleitarse con la simple contemplación del medio natural; le fascinaba poder disfrutar de un bosque único de pinsapos del que, hasta ese momento, solo había visto ejemplares aislados en parques y jardines botánicos.

Comenzó a ascender a la Sierra del Pinar por un hermoso pero exigente sendero excavado en la roca que, como una sinuosa serpiente, salvaba los más de 300 metros de desnivel antes de llegar al Puerto de las Cumbres. Se trataba de una hermosa senda que todavía conservaba los restos de una antigua calzada empedrada que, en otros tiempos, había facilitado el trasiego de leña, carbón e incluso hielo procedente de los pozos de nieve a lomos de las esforzadas caballerías.

A medida que ganaba altura, llegaba hasta Norte la respiración jadeante de otros caminantes que avanzaban trabajosamente y que de alguna manera le indicaban el ritmo que debía imponerse, sin dejarse llevar por la euforia de una caminata recién iniciada. Quedaba un largo día por delante y unos cuantos quilómetros por recorrer, así que elevó su ceja izquierda y se detuvo unos instantes para recuperar el resuello mientras saludaba a un par de senderistas que continuaban la subida con la obstinación y la osadía propias de la juventud.
     
Sofocado y fatigado por la intensa subida de casi una hora de duración llegó por fin a lo alto del collado. Resoplando todavía por el esfuerzo, Norte bebió un trago de agua de su cantimplora mientras disfrutaba de unas hermosas vistas de Grazalema y, sobre todo se complacía al comprobar el importante desnivel que había superado para alcanzar aquel excepcional mirador.


Sin concederse mucho tiempo para el descanso, continuó por el “camino del pinar” que descendía ligeramente en dirección a la cara Norte de la sierra. El paisaje se transformó radicalmente y los pinos resineros que le habían acompañado durante toda la subida, desaparecieron para dar paso a una vegetación de matorral compuesta por espinos, endrinos y retamas que enredaban entre sus ramas los flecos de una bruma húmeda y fría que le obligó a arroparse. Aquellas eran las tierras donde reinaba el pinsapo.

Y por fin comenzó a ver ejemplares aislados. Aquí y allá, diseminados por los canchales de la ladera, despuntaban un buen número de pinsapos que crecían con su forma troncocónica tan peculiar  y un intenso color verde para, un poco más adelante, formar un bosque compacto y extenso que a Norte le recordó a un típico paisaje alpino, con sus abetos trepando por las laderas. Eran las denominadas “caídas del pinar”, el corazón del pinsapar que él pretendía atravesar. 


Se detuvo un instante, quizás un poco emocionado. Se sentía feliz porqué tenía la oportunidad de disfrutar de una formación vegetal única, un endemismo estricto de la Serranía de Ronda y una reliquia de los bosques de coníferas del terciario que llegó hasta nosotros debido quizás a su aislamiento, a que requiere unas condiciones de temperatura no muy extremas pero con elevadas precipitaciones y nieblas frecuentes y porqué, afortunadamente, las propiedades mecánicas de su madera no la hacen apta para la mayoría de los usos madereros.

Norte valoraba la singularidad de aquella formación vegetal debido no solo a lo reducido de su distribución; había algo en aquellos ejemplares que le fascinaba. Quizás la arquitectura del propio árbol  con su elegante porte piramidal o tal vez la obstinación de la especie en llegar hasta nosotros en unas condiciones límite que hacían extraordinariamente precaria su supervivencia. En suma, una singularidad biogeográfica que permite mantener un bosque de coníferas boreal en el mediterráneo, a pocos quilómetros de la costa africana.


A medida que avanzaba la densidad del pinsapar se hacía da vez mayor; atrás quedaban los ejemplares aislados  para dar paso a un bosque húmedo y sombrío conformado casi en exclusividad por las siluetas de árboles centenarios. Era la orientación Norte de la ladera, aquella que permitía zonas sombreadas con una alta humedad ambiental, quizás una de las razones que le han permitido a esta especie llegar hasta nosotros.


Finalmente, a medida que la altitud disminuía y la orientación cambiaba, el bosque volvió a abrirse de nuevo y, la densidad del pinsapar comenzó a disminuir, apareciendo encinas, alcornoques y quejigos y conformando un bosque mixto que a Norte le pareció una transición perfecta para, de nuevo, volver al mundo mediterráneo cálido y seco. Era como un puzle en lo que todo encajaba a la perfección; clima, suelo, orientación,... conformaban un todo que había mantenido intacto ese patrimonio natural único.

Ahora solo le quedaban unos quilómetros para llegar a Benamahoma, una localidad en la que descansaría antes de volver a su hotel en Grazalema. Mientras caminaba satisfecho por el hermoso paraje que había transitado, Norte no pudo dejar de admirar los impresionantes farallones calcáreos del Torreón y Pico del Águila que se elevaban a más de 1.500 metros y que servían de telón de fondo a esa especie de mundo perdido del que acababa de salir.


Llegó a Grazalema al anochecer, justo cuando la actividad de la pequeña población comenzaba a declinar, era esa hora en que la temperatura comienza a descender y  las calles se quedan desiertas; así que, a pesar del cansancio que sentía, decidió perderse por sus estrechas callejuelas  a la luz de los faroles.

Todo encajaba, nada resultaba estridente,… especialmente cuando se dio de bruces con la hermosa fuente de origen visigodo. Presidida por cuatro rostros, testigos mudos de una buena parte de la historia del pueblo; era quizás la pequeña pero hermosa contribución de los hombres al lugar donde crecen los pinsapos.

viernes, 13 de enero de 2017

Naturaleza para los sentidos


A pesar de que el buen tiempo y verdor de los campos que estaba atravesando invitaban a un plácido y agradable paseo, desde la distancia, las cumbres del  Pirineo navarro se antojaban inexpugnables, inalcanzables para un simple aficionado al senderismo y al turismo de naturaleza como él. Cubiertas de nieve destacaban sobre el horizonte, aumentando su escepticismo a medida que se acercaba. No en vano, Norte no dejaba de pensar en el juego de cadenas para los neumáticos que había dejado en el garaje y en los constantes avisos de puertos cerrados por la nieve que machaconamente repetían por la radio los servicios informativos. 

Desde donde él se encontraba se podía intuir la enorme depresión que ocultaba a los valles de El Roncal y Belagua antes de que, de nuevo, la cordillera pirenaica se elevara hasta alcanzar los 1.800 metros del Col de la Pierre de Saint Martin, un puerto cargado de historia, escoltado por cumbres emblemáticas como la Mesa de los Tres Reyes o el Pic d´Anie... que rondaban los 2.500 metros de altitud. 


Y, de pronto, su perspectiva cambió de nuevo. Transitaba por el alto de Laza y los pastos dieron paso a extensos bosques de pino silvestre, abetos, hayas, quejigos y un sinfín de especies arbóreas que en otoño interpretaban una hermosa sinfonía de colores y que en ese momento, durante el invierno, mostraban una armonía más suave, menos contrastada, pero igualmente bella.

Hacía ya muchos años de aquel descubrimiento maravilloso. Los Pirineos navarros habían sido su primer contacto con la alta montaña y es que para Norte, volver allí, reproducir muchos de sus recuerdos, produjo en él  sentimientos encontrados y, como ya le había ocurrido en otras ocasiones, sonrió al pensar que la única forma de disfrutar de los recuerdos es haberlos vivido.

Redujo la velocidad de su automóvil para disfrutar más, si eso fuera posible, del soberbio paisaje que recorría a medida que se adentraba más y más en el corazón de la cordillera pirenaica, intentando recordar las más conocidas hipótesis sobre su etimología. De todas ellas, la que más le gustaba era la que relacionaba el origen mitológico de la cadena montañosa con Pirene, hija de Atlas, a quién Hércules enterró, acumulando enormes piedras para sellar su tumba,… y Norte elevó su ceja izquierda en un gesto muy característico a la vez que sonreía ligeramente, mientras pensaba que nadie despreciaría un mausoleo de esas características.


Volver a sentir intensamente, recrearse en los recuerdos, era para Norte una forma de sosiego, de serenar su estado de ánimo, así que cuando llegó al valle de Belagua, esa sensación de bienestar aumentó si cabe, todavía más. Una gama de verdes increíbles se extendía como una alfombra, tapizando cada rincón de aquel bello lugar modelado por los hielos glaciares que por allí se deslizaron hacía millones de años. Desde los verdes más claros de los pastos hasta los verdes oscuros, casi obscenos, de los abetos, salpicados de pequeños rebaños de ovejas lachas pastando apaciblemente y, entre medias, las ramas desnudas de hayas, quejigos, avellanos y tilos, aportaban ese sutil contraste que rompía la monotonía verdosa que dominaba el paisaje.

Casi sin tiempo de disfrutar de las hermosas vistas, la carretera se empinaba de nuevo para ascender hasta la Reserva Natural de Larra; un extraordinario macizo kárstico que se elevaba hasta los 2500 metros, cuajado de dolinas y simas. A medida que ganaba altura, la nieve cubría con un manto cada vez más grueso las rocas calizas, dejando solo a la vista algunos ejemplares de pino negro y de enebro, que obstinadamente se empecinaban en crecer allí donde ningún otro árbol lo haría.


Se detuvo para admirar los increíbles ejemplares de pino negro que, con seguridad, contaban con varios cientos de años viviendo en aquellas duras condiciones climáticas y edáficas. Se imaginó los avatares que habrían sufrido desde que una semilla germinó en una brizna de tierra.


Para Norte era uno de esos lugares donde la naturaleza se siente,… donde uno puede verla, oírla, olerla, tocarla y saborearla. Era naturaleza para los sentidos.