domingo, 20 de enero de 2019

Bajo las aguas del olvido


Nada más aparcar su vehículo Norte percibió los cambios. Durante unos instantes trató de recordar el tiempo que había trascurrido desde la última vez que estuvo allí. Tres,… quizás cuatro años tan solo, a pesar de lo cual enseguida comprobó que la extensión de los restos excavados había aumentado sensiblemente. También el entorno había mejorado y las pequeñas edificaciones sin ningún valor histórico que en el pasado había diseminadas por el bosque de rebollos que cubría la zona, habían desaparecido. Además el tráfico rodado había sido prohibido.

Desde donde él se encontraba, todavía bajo la protección de la densa cubierta vegetal, podía divisar la práctica totalidad de las excavaciones que se extendían hasta el mismo borde del río Limia, en el embalse de las Conchas, en la provincia de Ourense. Un conjunto arqueológico que emerge cada vez que las aguas del embalse lo permiten. Era como si, de cuando en vez, la historia recuperase la memoria.


Se hallaba de Aquis Querquennis, un campamento romano cuyo nombre evoca la historia de un mundo lejano pero, sobre todo, de una realidad desconocida que se escribió entre los siglos I y II de nuestra era. Un campamento cuya unidad militar tenía la responsabilidad de vigilar la Via Nova que comunicaba Bracara Augusta (Braga-Portugal) y Asturica Agusta (Astorga-España).


Tras cruzar la Porta Principalis Sinistra, Norte pudo perderse al fin entre los cimientos de lo que un día fue un campamento organizado con un evidente espíritu castrense. El cuartel general y sus principales dependencias, los barracones de la tropa o Strigia, el hospital o Valetudinarium, los almacenes de alimentos o Horrea, las murallas, torres y un sinfín de elementos constructivos que conforman un importante yacimiento arqueológico emplazado en un bellísimo paraje que contrasta entre el azul de las aguas del embalse y el intenso color verde del tupido bosque que lo flanquea por su parte superior.




Pero a pesar de la singularidad del yacimiento arqueológico y de la belleza del emplazamiento, a Norte lo que más le atraía de aquel lugar era su vínculo con una de las leyendas de la mitología clásica que desde siempre más le había llamado la atención, quizás por esa forma imprecisa que la sitúa entre el mito y el suceso verídico.



Se trataba del mito de Lethe o el Río del Olvido, un río que atravesaba el reino de Hades (la tierra de los muertos) y que debía su nombre a sus propiedades mágicas que provocaban la pérdida de memoria a quién bebiese de sus aguas.

Lo cierto es que la historia sitúa a Décimo Junio Bruto, apodado el Galaico, por estas tierras allá por el siglo I antes de Cristo. También cuenta la historia que cuando las tropas de este militar romano se encontraron con el río Limia, creyendo que se trataba del Río del Olvido, se negaron a cruzarlo por miedo a verse obligados a vagar por el mundo sin recuerdos ni identidad. Norte se imaginó entonces al general romano, tal y como cuenta la leyenda, cruzando el río con su estandarte en su caballo y llamando uno a uno a sus soldados por su nombre desde la otra orilla para convencerlos de que no se había olvidado de nada.


Nada más salir del recinto por los restos de lo que un día había la Porta Decumana (puerta Oeste) Norte no pudo dejar de mirar hacia el río y pensar en que quizás, cada vez que las aguas del río Limia cubren los restos de Aquis Querquennis es como si el velo del olvido hiciese desaparecer la historia envolviéndola y enredándola en las brumas del tiempo para que, de cuando en vez, la historia recuperase la memoria.

sábado, 5 de enero de 2019

El paisaje fortificado



«Es como si se tratase de un paisaje fortificado» ̶ pensó Norte, a medida que se acercaba a la entrada que se abría en el enorme talud de tierra de más de cuatro metros de altura que se alzaba frente a él. Una formidable defensa que rodeaba la acrópolis central, el lugar en el que grupos de castrexos vivieron al menos desde los siglos II al V de nuestra era.

Y es que, encaramado a un outeiro, el castro de Viladonga presidia una enorme extensión de la Terra Cha en la provincia de Lugo, un paisaje dominado y articulando por aquel asentamiento durante casi quinientos años.


Un poblado autosuficiente, construido en una zona productiva, cuyos moradores conformaron su estilo de vida en la que la producción agrícola, la caza, la ganadería y el comercio, acompañados de una gran dosis de racionalidad,  hicieron de esa comunidad un elemento más del paisaje.


Un recinto con construcciones que mantienen una estrecha relación espacial pero que al mismo tiempo conservan aspectos utilitarios diferenciados, de tal forma que cada vivienda es un microcosmos espacial y económico específico.


Un modo de vida que se mantiene durante siglos y que, sin embargo, la romanización produce su lenta dilución; como si se tratase de una larga “digestión” de su cultura y de su estructura social y económica hasta su desaparición.

Al mismo tiempo se produce un arrollador e irresistible cambio que se refleja en la construcción de un nuevo paisaje… porque, mientras tanto, a tan solo a 30 Km Lucus Augusti crecía como ciudad.