Siempre había pensado que una ventana era el marco perfecto para contar una
historia. A un lado o al otro, dentro o
fuera; tras las ventanas discurren las vidas, se adivina el espacio interior, su
luz nos cautiva y los paisajes diarios, esos que forman parte de nuestra vida,
transcurren sin que muchas veces seamos conscientes de ello.
Tal vez por eso Norte deambuló sin rumbo, ajeno a las lujosas estancias,
a las pretenciosas chimeneas o al rico mobiliario que hacía de Azay-le-Rideau un hermoso chateau del valle del Loira y, quizás
por ello, buscó las ventanas que se abrían en sus gruesos muros.
Hermosas ventanas en las que sus cristales, como teselas, multiplican la
luz como un caleidoscopio y crean un cuadro mágico en movimiento, distinto en
cada estación, diferente a cada momento del día y de la noche para acabar
convirtiéndose en los protagonistas escénicos de las estancias.
Acaso Gilles Berthelot cuando decidió construir una hermosa residencia, en
consonancia con su importante puesto de tesorero de Fancisco I, buscase poner
de relevancia su estatus social, dar visibilidad a sus éxitos…
… o tal vez poner de
manifiesto ese otro efecto, ese que se persigue para la satisfacer la vanidad,
ese que pretende despertar la admiración de los demás.
A pesar de ello, a Norte se le antojó que las ventanas, esa forma de
comunicación entre el exterior y el interior de aquel bello edificio construido
sobre una pequeña isla del río Indra, desde dentro o por fuera, representaban
una forma de mirar y de hacerse mirar.
Quizás por ello, cuando la
luz nos cautiva al otro lado, debemos
dejar que nos cuente su historia.
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