«¿En qué lugar había leído que quizás ese placentero estado de bienestar que muchos asocian a la felicidad es provocada por el éxito o por la congruencia personal entre lo anhelado y lo alcanzado?» ̶ se preguntaba Norte mientras recorría aquellas maravillosas estancias y trataba de imaginar como fue el día a día de los señores que residieron en esa villa romana.
Y es que durante el Bajo Imperio se produjo una etapa de decadencia de la vida urbana que hizo que los aristócratas romanos se trasladasen a sus haciendas agrícolas y ganaderas y las transformaran en hermosas villas con todo el lujo y ostentación dignos de la mejor “domus” de la ciudad.
La Hispania no fue una excepción y por todo su territorio se crearon grandes latifundios en los que levantaron hermosas villas hispanorromanas en las que los nobles y sus familias llevaban una refinada y placentera existencia rodeados de lujo y suntuosidad.
Así que, cuando Norte se perdió en el enorme yacimiento arqueológico de La Olmeda, quedó fascinado por los bellos mosaicos que cubrían los suelos de la villa y que servían para facilitar la vida de sus moradores allá por los siglos III y IV de nuestra era.
Interminables cenefas, imposibles geometrías y hermosas escenas de caza y de mitología, conformadas por miles de teselas de hermosos colores, ornamentaban muchas de las estancias con un único propósito: mostrar el éxito y la riqueza de su propietario, quizás con el vano pero bello propósito de representar la felicidad.
Y es que durante el Bajo Imperio se produjo una etapa de decadencia de la vida urbana que hizo que los aristócratas romanos se trasladasen a sus haciendas agrícolas y ganaderas y las transformaran en hermosas villas con todo el lujo y ostentación dignos de la mejor “domus” de la ciudad.
La Hispania no fue una excepción y por todo su territorio se crearon grandes latifundios en los que levantaron hermosas villas hispanorromanas en las que los nobles y sus familias llevaban una refinada y placentera existencia rodeados de lujo y suntuosidad.
Así que, cuando Norte se perdió en el enorme yacimiento arqueológico de La Olmeda, quedó fascinado por los bellos mosaicos que cubrían los suelos de la villa y que servían para facilitar la vida de sus moradores allá por los siglos III y IV de nuestra era.
Interminables cenefas, imposibles geometrías y hermosas escenas de caza y de mitología, conformadas por miles de teselas de hermosos colores, ornamentaban muchas de las estancias con un único propósito: mostrar el éxito y la riqueza de su propietario, quizás con el vano pero bello propósito de representar la felicidad.