sábado, 28 de marzo de 2015

Morabezza


A medida que la tarde transcurría y el sol comenzaba su precipitada carrera para zambullirse en el Océano Atlántico, la temperatura descendía hasta alcanzar ese estado que invita a pasear, a sentir la brisa del atardecer sobre la piel después de un caluroso día. Esa sensación de relajación y bienestar que, la mayoría de las veces, no es más que un burdo plagio de la felicidad, pero que en dosis adecuadas sirve para sobrellevar nuestra, a veces, inexplicable existencia.

A esas horas de la tarde, los caboverdianos comenzaban a componer su particular final del día. Un partido de fútbol en la playa, una charla pausada en el paseo marítimo, saborear una cerveza fresca o la simple contemplación de la mole rocosa de “Monte cara”, una elevación montañosa que se levanta al nordeste de la isla que debe su nombre al perfil que presenta. 


Norte caminaba lentamente, sin prisas,  disfrutando de la refrescante brisa marina en su rostro a lo largo del paseo que bordea la playa. Atrás quedaban las preocupaciones del día, los horarios incumplidos, los retrasos injustificados, … todo indicaba que tras unos días en la isla de San Vicente había comenzado a comprender lo que significaba la “morabezza”, esa forma de ser de los caboverdianos expresada en idioma “criole”. Tranquilidad, hospitalidad, amabilidad se podrían traducir en ese eslogan más moderno y menos preciso que los habitantes de la isla emplean ahora para pedir a los turistas occidentales un poco de paciencia: ”Cabo Verde no stress”.


A pesar de los evidentes signos de abandono y  de la suciedad acumulada en algunos lugares de la ciudad, Mindelo no lo había decepcionado. Conservaba ese aire colonial que le daba un carácter propio y singular; esa mezcla de cultura africana y brasileira, herencia quizás de la época portuguesa y de la proximidad al continente africano. En fin,  ese exotismo que a los europeos nos hace soñar con aventuras en lejanos y desconocidos países.

La música que provenía de uno de los locales que daban al paseo le hizo detenerse. Hasta él llegaban los compases de una melodía fresca, natural y cautivadora que de inmediato lo invitó a entrar. Se sentó en una de las mesas libres desde la que podía disfrutar del grupo musical y pidió una cerveza “Coral”, suave y refrescante que llevaba tomando desde que había llegado. Justo en ese momento subió al escenario una hermosa joven. A pesar de su fuerte acento caboverdiano y de emplear muchos términos en "criole", Norte comprendió la práctica totalidad de su presentación pero, sobre todo,  percibió la textura aterciopelada y cálida de su voz.


Tan pronto comenzó a cantar, acompañada de su guitarra, inundó con una voz poderosa hasta el último rincón del local. Temas propios que fusionaban estilos muy próximos a la música negra americana sin huir de sus raíces e influencias musicales, sedujeron de inmediato a Norte.

- ¿Ta bon?  –le preguntó de pronto el camarero que le había servido la cerveza hacía tan solo unos instantes– ¿Gosta da música de Daisy Pinto?

- ¡Moito! –contestó Norte, que ya no se sorprendía de la afabilidad de los caboverdianos y que, sobre todo, comprendía que su gente era lo mejor de Cabo Verde.

sábado, 21 de marzo de 2015

En medio de la noche


Encendió la pequeña lámpara articulada que tenía justo en el cabezal de la cama y un frío círculo de luz azul se formó sobre la mesilla. Una noche más, el insomnio había ganado la batalla y Norte se rindió sin condiciones sabedor de que no podría vencerlo. Comprobó la hora en su teléfono móvil y suspiró. Un suspiro largo y sonoro, proporcional a las horas que faltaban para amanecer.

Se mantuvo un largo rato quieto, con los ojos muy abiertos, intentando reconocer las formas de la habitación. Una butaca de la que fue incapaz de reconocer el tapizado, una cómoda en la que destacaban los tiradores de metal de los cajones, el perfil de la enorme pantalla de la TV que presidía la estancia,… y silencio, un silencio denso y profundo que le recordaba la soledad en la que se encontraba en aquella ciudad.

Volvió a suspirar y tomó libro electrónico que descansaba sobre la mesilla. Lo encendió y de inmediato apareció en la pantalla la página donde lo había dejado unas horas antes, antes de caer en la somnolencia química que le proporcionó la pastilla que se había tomado.

Se acomodó y, poco a poco, a medida que leía fue recordando la trama. Se trataba de una novela de un autor desconocido que había bajado de internet unos días antes del viaje y que le había llamado la atención por su título:

“Abrí la pequeña bolsa de papel que contenía el libro y un pequeño marcador salió volando caprichoso, realizando acrobacias imposibles, hasta perderse bajo la mesilla. La penumbra que reinaba en la habitación me impedía ver dónde había caído así que encendí la pequeña lámpara articulada que se situaba estratégicamente en la cabecera de la cama y enfoqué su luz azul, fría e intensa, hacia el suelo.

Bajo la mesilla y pegado al zócalo, descansaba el pequeño marca páginas que la dependienta debió introducir, a modo de regalo, junto con el libro en la bolsa de papel. Creo que todavía conservo ese marcador,… seguramente entre las páginas de ese mismo libro. Se trataba de la reproducción de una sección de un cuadro de Sorolla, que reconocí al instante, con una cita de Florance Nightingale: “Lo importante no es lo que nos hace el destino, sino lo que nosotros hacemos de él”. Ese marcador fue el detonante de los sucesos que me ocurrieron a partir de entonces,... ¿o en realidad lo fue la dependienta al decidir añadir ese pequeño detalle a la bolsa de un cliente anónimo que la trató con amabilidad y una sonrisa, haciendo más llevadero su monótona labor diaria?,… ¿o quizás la causante fue la compañera de la dependienta que unos días antes le pidió el cambio de turno para resolver un asunto personal?,… o ¿los sucesos habrían ocurrido de igual modo aunque no hubiesen añadido ese pequeño detalle de la asociación de libreros, pensado para incitar a la lectura pero que, curiosamente, solo se le regalaba a quien compraba un libro?

Me agaché para recogerlo y fue entonces cuando me llamó la atención otro objeto. Allí encajado, escondido por la mesilla y el canapé de la cama, alojado en el pequeño resquicio que se abría entre el zócalo y la pared, se encontraba una pequeña pieza rectangular que difícilmente se podía distinguir ya que apenas sobresalía unos milímetros. Me agaché curioso, para observarlo con más detenimiento e intenté extraerlo con cuidado. Mis esfuerzos fueron en vano ya que fui incapaz de sacarlo de allí sin correr el riesgo de rasgarlo o romperlo debido a lo encajado que se encontraba.

Recordé entonces que en mi neceser tenía un pequeño cortaúñas que podría emplear a modo de pinzas. Moví el brazo articulado de la lámpara para enfocar con más precisión el objeto y me arrodillé dispuesto a extraerlo y satisfacer mi curiosidad.

Acerqué el pequeño instrumento de metal a uno de los extremos y, con mucho cuidado para no cortarlo, apreté ligeramente y arrastré lentamente, acompañándolo con pequeños movimientos de vaivén, hasta lograr moverlo unos milímetros.

En cuanto pude realizar la operación con mis dedos, tiré lentamente para comprobar sorprendido que, en realidad, el objeto se trataba de un pequeño bloc de muy pocas páginas, cuidadosamente elaborado, que contenía dibujos de pequeñas flores multicolores y textos intercalados entre ellas”. (“La mujer que miraba las estelas de los aviones”. A. Rodríguez, 2013)

Durante unos breves instantes, Norte dejó la lectura quizás confundido por el pasaje que acababa de leer y, curioso, se levantó para inspeccionar la habitación. Lamentablemente, a pesar de la búsqueda minuciosa, no encontró nada que pudiese marcar el principio de una aventura y resignado, y quizás un poco decepcionado, se acercó a la ventana. Desde allí la ciudad de Boston resplandecía en un derroche de luz propio del primer mundo, iluminando miles de historias. Historias increíbles y vidas corrientes que se entremezclaban para escribir el día a día de la ciudad.


En el horizonte las luces parpadeantes de un avión le anunciaron que nuevos actores llegaban para alimentar aquel espectáculo, así que volvió a la cama intrigado por saber que le ocurría a aquella mujer que miraba las estelas de los aviones.