Apático e indiferente, Norte se entretenía revisando al azar en su
ordenador las innumerables carpetas que contenían los archivos fotográficos.
Miles de instantáneas realizadas a lo largo de su vida, rigurosamente ordenadas
por año y destino en un intento de retener los recuerdos y quizás en una vana y fútil tentativa de volver a
recuperar emociones vividas.
Pulsó la tecla y las carpetas fueron desplazándose cada vez a mayor
velocidad por la pantalla hasta que, aleatoriamente, se detuvo en una de ellas.
Se titulaba “2015_2 Boston”. Esbozó una sonrisa y abrió la carpeta.
De inmediato los recuerdos se agolparon en su mente; y lo hicieron con
cierto sentimiento de aflicción. Por aquel entonces, como ahora, lo invadía la
nostalgia y la depresión… y recordó aquella tarde en la que a pesar de la gran
nevada salió a pasear en una búsqueda incesante de razones que le revelaran lo
que quizás era más que obvio: la imparable espiral de autodestrucción en la que
se había convertido su vida.
Y recordó cuando, a las siete y media de la tarde, en pleno mes de febrero,
aquella ciudad no era precisamente el lugar más agradable del mundo para dar un
paseo al aire libre y despejarse, tras una intensa y larga jornada de trabajo.
Había decidido salir del cálido y confortable hotel en el que se alojaba a
pesar de la perseverante nevada que caía desde hacía más de tres horas. Con
todavía nieve de más de un metro de espesor en muchas de las calles de la
ciudad, esta nueva nevada venía a empeorar todavía más, la adversa climatología
que Boston soportaba desde hacía varias semanas.
Pero lo cierto era que el estado de ánimo de Norte guardaba un enorme
parecido con los negros nubarrones que cubrían el cielo y ahora, que la tensión
del trabajo había desaparecido, esa tristeza que padecía desde hacía meses se
hacía más patente.
Nada más asomar la nariz al exterior el viento helado que atravesaba Copley Square lo envolvió, atravesando
la gruesa zamarra de piel con la que se protegía y, por unos segundos, valoró
la idea de volver a la calidez y al confort de su habitación. Quizás unos meses
antes ese pensamiento hubiese sido desechado al instante pero ante la sensación
de fracaso y decepción que le invadía, Norte hubo de realizar un tremendo esfuerzo
para sobreponerse y comenzar a caminar sobre la hielo en que se había
transformado la nieve que había sobre las aceras.
Dejó atrás las inquietantes sombras de Trinity Church y avanzó sin importarle la fría ventisca de nieve y viento que, procedente de Canadá, sacudía incesantemente la Bahía de Boston. Finalmente se encontró con las verjas que limitaban el Jardín Público; al fondo, destacando sobre la impenetrable negrura de la noche se alzaba el Massachusetts State House con su enorme cúpula dorada cubierta por la nieve.
A pesar de lo que viajar significaba para él, de que embarcarse en una
nueva y estimulante aventura y que vivir una experiencia como la de visitar una
de las ciudades más antiguas de Estados Unidos le hubiese resultado inspiradora
y emocionante, el desánimo y melancolía que lo invadía desencadenó en él un
estado de ánimo cargado de pesimismo.
Y de pronto, dejó de nevar. Y el viento helado mordió como una cizalla su
rostro si cabe con mucha más fuerza, así que ajeno al escaso tráfico que circulaba
por Charles Street y a riesgo de dar
un patinazo en el hielo, apretó el paso, en un intento de entrar en calor y, a
la vez, realizar un ejercicio de auto-reflexión que quizás le permitiese
valorar aquellos aspectos de la vida a los que no les había prestado demasiada
atención…
Cuando finalmente se incorporó a Beacon Street, Norte se cruzó por primera vez desde que había salido de su hotel con otro viandante que, como él, había desafiado el tiempo intempestivo y había salido a pasear, quizás también para dar con ese lugar de reflexión que él mismo estaba intentando encontrar y poder valorar objetivamente si los motivos que le habían alterado su estado de ánimo eran lo suficientemente significativos como para no poder continuar.