Nada más cerrar la puerta y posar su maleta, Norte descorrió las cortinas
que cubrían el enorme ventanal de su habitación. A pesar de ser tan solo las tres
de la tarde, las nubes y el viento que azotaban la costa portuguesa producían
una enorme y hermosa sensación de dramatismo que acrecentaba la agreste
belleza de los acantilados sufriendo las embestidas del mar.
Y, de pronto, todo su malestar se esfumó como por arte de magia. Su
monumental enfado con la compañía aérea por el retraso en el vuelo y la
consiguiente pérdida de su enlace fue atenuándose a medida que el viento húmedo
y cargado de salitre que entraba por el ventanal abierto de par en par, inundaba sus pulmones.
Sin casi explicaciones lo habían alojado en Ericeira, una pequeña población
situada a más de 50 Km de Lisboa, a la espera de las más de 24 horas que
tendrían que pasar hasta su próximo vuelo. Finalmente, resignado, comprendió
que era inútil rebelarse y que solo conseguiría aumentar su mal humor; así que,
sin perder un instante, se enfundó la única prenda de abrigo que llevaba y
salió del hotel dispuesto a disfrutar de la pequeña población pesquera.
Sin pensárselo dos veces se dirigió hacia el puerto pesquero situado en la
base de los acantilados. Desde la playa que se abría al abrigo del espigón
podía contemplar allá arriba, la fachada marítima del pueblo con sus casas
ribeteadas de azul, un azul desdibujado por la fría y gris luz invernal y la
fina lluvia que caía en eses instantes.
Mientras tanto, frente a la playa, un grupo de surfers esperaba
pacientemente para coger las olas más grandes y Norte se quedó un buen rato
contemplándolos. Para un amante del mar como él, ardiente entusiasta de la
navegación a vela, el surf siempre le había parecido un deporte apasionante, y
que posiblemente, para muchos de ellos, trascienda de una simple afición a un
modo de vida.
Y es que Norte tenía algunos amigos surfers que se movían como nómadas de
playa en playa, en una búsqueda incesante de la ola perfecta, pero
compartiendo, respetando, aprendiendo y, sobre todo, sintiendo, unos valores
que él había visto encarnados muchas veces en ellos y que en cierta medida
envidiaba.
Viendo a aquellos chicos flotando en sus tablas sobre el mar, esperando
pacientemente las olas, sin ningún ánimo de competir, Norte podía sentir su
pasión por el mar, su búsqueda constante de sensaciones, horadando las olas con
sus tablas para atrapar la magia que existe en el mar y que transmite el surf.
Poco a poco, al caer la tarde, los surfers comienzan a retirarse. Con sus
tablas a cuestas vuelven a tierra, posiblemente recordando el último impulso
para ponerse en pie sobre la tabla y deslizarse por la ola; y que Norte
imaginaba como algo muy semejante a una danza que hace aflorar de nuevo
sensaciones que recorren cada centímetro de sus cuerpos.
Para cuando llegan a Ericeira,
la noche se ha precipitado sobre las estrechas calles del pequeño pueblo de
pescadores que ahora comparte espacio con esta nueva forma de ver y entender la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Haz un comentario