No era la primera vez que le ocurría y, sin embargo, le seguía
sorprendiendo. En apenas 20 km había dejado atrás la maravillosa gama de azules
que le había regalado el Mar Mediterráneo, había olvidado las aglomeraciones
del turismo de sol y playa, y se había adentrado en una comarca fascinante,
donde las montañas de pendientes escarpadas y grandes desniveles toman el protagonismo.
Allí donde el azul intenso y sereno del mar da paso a un inigualable decorado
de montañas recubiertas por de un hermoso tapiz compuesto de una infinita gama
cromática de verdes.
Carrascales, pinares de repoblación, frutales, olivos, almendros,…
resultado de los usos a los que se le ha dado a la tierra a los largo de la
historia, compiten con las laderas pedregosas y afloramientos calizos dando
lugar a un conjunto de una belleza arrebatadora.
Y de pronto, una pincelada aparentemente disruptiva le llamó la atención.
En medio de aquel bello y agreste paisaje, aquí y allá, distribuida sin una
lógica aparente, la huella del hombre aparecía humanizando el paisaje. Y lo hacía de
manera armoniosa, Norte pensó que incluso de una manera ejemplar. Racimos de
casas blancas se apropian puntualmente del espacio, enriqueciéndolo de tal
manera que de inmediato esa interacción entre paisaje y comunidad adquiría todo
el protagonismo.
Era la Sierra de Aitana, en la Marina Baixa de la provincia de Alacant, un
conjunto montañoso que da cobijo a un puñado de poblaciones en las que todavía
se pueden percibir las huellas del pasado. Un pasado muchas veces no tan lejano
y que de algún modo deberá aprender a convivir con los cambios rápidos y
profundos de la sociedad actual. Y quizás su mayor exponente es El Castell de
Guadalest, un pueblo-fortaleza que permanece encaramado a unas peñas desde el
siglo XIII.
Mientras atravesaba el túnel horadado en la roca que permitía el paso a la
localidad, Norte pensó en las muchos desafíos a los que quizás una comunidad debe
enfrentarse cuando decide convertir el paisaje, y con él su localidad, en una
plataforma económica,… en una forma de vivir. Y no estaba pensando en los retos
administrativos o urbanísticos, sino en los dilemas que se deben abordar y que
la mayor parte de las veces significan cambios radicales en el modo de vida.
Trató, como siempre, de inhibirse a todos aquellos elementos que de algún
modo le causaban disonancia y comenzó a subir por las empinadas calles hasta
dar con una gran plaza central en cuyo lateral se abría una hermosísima vista a
la sierra y a las aguas azul turquesa del embalse.
En ese instante todas sus objeciones se desvanecieron. La dificultad para
encontrar aparcamiento, las veces que fue literalmente abordado para ofertarle
unas fotos turísticas atravesando el túnel de entrada, las numerosas tiendas de
recuerdos,... todo pasó a un segundo plano y Norte se limitó a deleitarse con
el paisaje que le proporcionaba ese entorno único.
Continuó subiendo y, a medida que lo hacía y se alejaba de la zona más
masificada, comenzó a descubrir la sensibilidad práctica que los antiguos pobladores
desplegaban en su escenario cotidiano; pequeñas pinceladas que revelaban la intensa
relación que mantenían con el medio que los rodeaba.
Para Norte nada se hacía al azar, todo respondía a un plan muy sencillo,…
un plan que respondía a dos premisas: simplicidad y practicidad,… a las que él
añadiría la de la armonía con el medio. Por ello, a pesar de la componente
turística y material que todo lo inundaba, pensó que el paisaje, nos revela
como las hojas de un libro, la memoria, las huellas del pasado
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