sábado, 9 de junio de 2018

Las huellas del pasado


No era la primera vez que le ocurría y, sin embargo, le seguía sorprendiendo. En apenas 20 km había dejado atrás la maravillosa gama de azules que le había regalado el Mar Mediterráneo, había olvidado las aglomeraciones del turismo de sol y playa, y se había adentrado en una comarca fascinante, donde las montañas de pendientes escarpadas y grandes desniveles toman el protagonismo. Allí donde el azul intenso y sereno del mar da paso a un inigualable decorado de montañas recubiertas por de un hermoso tapiz compuesto de una infinita gama cromática de verdes.

Carrascales, pinares de repoblación, frutales, olivos, almendros,… resultado de los usos a los que se le ha dado a la tierra a los largo de la historia, compiten con las laderas pedregosas y afloramientos calizos dando lugar a un conjunto de una belleza arrebatadora.


Y de pronto, una pincelada aparentemente disruptiva le llamó la atención. En medio de aquel bello y agreste paisaje, aquí y allá, distribuida sin una lógica aparente, la huella del hombre aparecía humanizando el paisaje. Y lo hacía de manera armoniosa, Norte pensó que incluso de una manera ejemplar. Racimos de casas blancas se apropian puntualmente del espacio, enriqueciéndolo de tal manera que de inmediato esa interacción entre paisaje y comunidad adquiría todo el protagonismo.


Era la Sierra de Aitana, en la Marina Baixa de la provincia de Alacant, un conjunto montañoso que da cobijo a un puñado de poblaciones en las que todavía se pueden percibir las huellas del pasado. Un pasado muchas veces no tan lejano y que de algún modo deberá aprender a convivir con los cambios rápidos y profundos de la sociedad actual. Y quizás su mayor exponente es El Castell de Guadalest, un pueblo-fortaleza que permanece encaramado a unas peñas desde el siglo XIII.


Mientras atravesaba el túnel horadado en la roca que permitía el paso a la localidad, Norte pensó en las muchos desafíos a los que quizás una comunidad debe enfrentarse cuando decide convertir el paisaje, y con él su localidad, en una plataforma económica,… en una forma de vivir. Y no estaba pensando en los retos administrativos o urbanísticos, sino en los dilemas que se deben abordar y que la mayor parte de las veces significan cambios radicales en el modo de vida.


Trató, como siempre, de inhibirse a todos aquellos elementos que de algún modo le causaban disonancia y comenzó a subir por las empinadas calles hasta dar con una gran plaza central en cuyo lateral se abría una hermosísima vista a la sierra y a las aguas azul turquesa del embalse.

En ese instante todas sus objeciones se desvanecieron. La dificultad para encontrar aparcamiento, las veces que fue literalmente abordado para ofertarle unas fotos turísticas atravesando el túnel de entrada, las numerosas tiendas de recuerdos,... todo pasó a un segundo plano y Norte se limitó a deleitarse con el paisaje que le proporcionaba ese entorno único.


Continuó subiendo y, a medida que lo hacía y se alejaba de la zona más masificada, comenzó a descubrir la sensibilidad práctica que los antiguos pobladores desplegaban en su escenario cotidiano; pequeñas pinceladas que revelaban la intensa relación que mantenían con el medio que los rodeaba.


Para Norte nada se hacía al azar, todo respondía a un plan muy sencillo,… un plan que respondía a dos premisas: simplicidad y practicidad,… a las que él añadiría la de la armonía con el medio. Por ello, a pesar de la componente turística y material que todo lo inundaba, pensó que el paisaje, nos revela como las hojas de un libro, la memoria, las huellas del pasado

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