Mientras esperaba a que su
explorador le devolviese la consulta que había hecho, dejó su teléfono móvil
sobre la mesa y dio un largo trago a la magnífica cerveza que le habían
servido. El camarero no se había equivocado al recomendarle una de las antiguas
de la región, Braunschweiger Mumme.
Cuando, en su viaje a
Hamburgo, le hablaron de Buxtehude, una cercana y pequeña ciudad de la Baja
Sajonia de la que él jamás había oído hablar, Norte no lo dudó un instante y,
en cuanto dispuso de unas horas libres, se acercó hasta allí, quizás para
buscar ese aislamiento social en el que tanto gustaba recrearse.
Contrariamente a lo que la
mayoría de la gente hacía, Norte trataba de llegar a los lugares que visitaba
con la menor información posible. Simplemente deambulaba sin un rumbo fijo
dejándose llevar por su intuición. Eso le permitía sorprenderse a cada paso que
daba. Era como cuando todavía mandaba a revelar sus fotos. La espera le
generaba una mezcla de ansiedad e incertidumbre por el resultado, pero también
una buena dosis de curiosidad e intriga que solo cesaba cuando le entregaban
las copias en papel.
Volvió a consultar por
enésima vez su teléfono y, por fin, en su pantalla apareció una página de
cuentos infantiles.
No sin cierta curiosidad
Norte comenzó su lectura. Se trataba del archiconocido cuento de los hermanos
Grimm, “La libre y el erizo” y que él
había confundido en un primer momento con la no menos conocida fábula de Esopo,
“La liebre y la tortuga”.
“Sucedió un domingo de otoño por la mañana,
precisamente cuando florecía el alforfón. El sol brillaba en el cielo, el
viento mañanero soplaba cálido sobre los rastrojos, las alondras cantaban en
los campos, las abejas zumbaban sobre la alfalfa y la gente iba a oír misa
vestida con el traje de los domingos. Todas las criaturas se sentían gozosas y
también, por supuesto, el erizo...”
Frente a él, a escasa
distancia de la terraza en la que se encontraba, discurría el Fleth, antiguo
muelle central que recordaba el floreciente pasado portuario de la ciudad,
rodeado por casas históricas de ladrillo rojo, todo ello ahora convertido en
una parte más del «attrezzo» en un
intento de recreación del escenario de una película de época.
Tan pronto el grupo de
personas que ocupaba la mesa de al lado se fueron y la tranquilidad retornó,
continuó con la lectura: “…El
erizo estaba en la puerta de su casa, mirando al cielo distraídamente mientras
tarareaba una cancioncilla, tan bien o tan mal como suele hacerlo cualquier erizo
un domingo por la mañana, cuando se le ocurrió de repente que, mientras su
mujer vestía a los niños, podía dar un pequeño paseo por los sembrados, para
ver cómo iban sus nabos. El sembrado estaba muy cerca de su casa y toda la
familia comía de sus nabos con frecuencia; por eso los consideraba de su
propiedad…"
Nada más llegar había dado un largo y tranquilo paseo por su centro
histórico que le valió para percatarse de que se encontraba ante una ciudad “decorativa”,
un parque temático con el enorme campanario la Iglesia de San Pedro, su
Ayuntamiento y sus casas de madera con fachadas entramadas y con una antigüedad
de más de 500 años, verdaderos tesoros arquitectónicos pero, para Norte,
carentes de alma... con los bajos ocupados por tiendas y negocios para
turistas.
“…Pero, a la septuagésima cuarta vuelta la liebre
no pudo llegar hasta el final. En medio del campo se desplomó, la sangre fluyó
de su garganta y quedó muerta en el suelo. Y el erizo tomó la moneda de oro y
la botella de aguardiente que había ganado, llamó a su mujer desde su surco y
ambos se fueron contentos a casa; y si todavía no se han muerto, seguirán con
vida.
Así fue cómo sucedió que en las campiñas de
Buxtehude el erizo hizo correr a la liebre hasta la muerte, y desde ese día no
se le ha vuelto a ocurrir a ninguna liebre apostar en una carrera con un erizo
de Buxtehude.”
Norte, que curiosamente no recordaba el final del cuento, se sorprendió
y enseguida comprendió que los hermanos Grimm no lo habían escrito para niños.
Ni siquiera la moraleja final estaba destinada a ellos. Y sonrió al pensar que
recordaría aquella bonita ciudad, no por su bonita arquitectura, sino por ser
el escenario del cuento del erizo y la liebre de los hermanos Grimm, un cuento
que ni le habían contado ni había leído cuando era pequeño.
Precioso, intrigante, incierto... Como siempre. Gracias.
ResponderEliminarUna parte más de un viaje es recordarlo. Gracias Emilio por comentar.
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