La calidez del sol primaveral sobre su rostro le ayudó a superar momentáneamente el pequeño bache anímico que le había producido la Barcelona que se había encontrado. No recordaba con exactitud cuánto tiempo había pasado desde su última visita a aquella hermosa ciudad, quizás 5 o 6 años y, a pesar de no suponer un lapsus de tiempo demasiado grande, lo cierto era que la ciudad que se encontró lo había decepcionado enormemente.
La ciudad que él recordaba se situaba a años luz de aquel hervidero de gente de un sinfín de nacionalidades que pululaba por todas las esquinas, en una vorágine consumista de tópicos transformado en souvenirs de baja calidad. En un primer momento pensó que quizás ese fuese el precio de la fama, ese caro peaje que se debe pagar cuando una ciudad alcanza el éxito, esa pérdida de identidad aliñada con el “todo vale” cuando se manejan los fríos números de las cuentas de resultados de los negocios abiertos por y para los turistas. Durante un instante intentó ponerse en la piel de miles de barceloneses y barcelonesas que debían sufrir el martirio diario de las hordas de turistas en busca de lo obvio, de lo trivial; de los desembarcos diarios de miles de cruceristas que toman, como si de una cabeza de puente se tratara, las zonas más populares de la ciudad tratando de beberse de un solo trago toda la belleza que atesora Barcelona.
Se alejó de las Ramblas, atestadas de turistas hasta llegar al Moll de la Fusta, un hermoso paseo que discurre paralelo al Paseo de Colón. Norte disfrutaba de un agradable paseo refrescado por una ligera brisa del mar, ajeno al ajetreo que con toda seguridad tenían otras zonas de la ciudad. Desde allí podía ver, con la tranquilidad que proporciona la distancia, el Maremagnun y los enormes cruceros que, a esas horas, se encontraban dispuestos a partir no sin antes recoger a los últimos rezagados que habían desembarcado esa misma mañana.
Aunque Norte
no era ajeno al turismo masivo y había estado en lugares en dónde sufrían la
misma problemática como Venecia, Florencia o Brujas, para él Barcelona se había
convertido en la primera ciudad en la que pudo comprobar de primera mano esa
transformación tan radical. Había conocido una ciudad más humanizada, quizás más
provinciana y en cierta medida cándida, mucho más amable… y ahora se había
encontrado con la trivialización de
muchos de sus elementos de identidad. Recordó entonces un artículo que había
leído recientemente “Bye bye Barcelona” que
abordaba la problemática que estaba sufriendo la ciudad utilizando precisamente
un documental contra el turismo masivo.
Continuó
caminando hasta darse de bruces con un artista callejero que trataba de llamar
la atención de los viandantes realizando enormes pompas de jabón. Como si se
tratase de uno más de los niños que las miraban extasiados, Norte se sintió
atrapado de inmediato por la hermosa iridiscencia de las burbujas de jabón brillando
contra el cielo azul. A pesar de tratarse de uno más de las decenas de malabaristas,
cantantes, acróbatas, estatuas vivientes y demás oficios artísticos que se
repartían por toda la ciudad, Norte se dejó seducir por su etérea y efímera belleza,
especialmente cuando una enorme burbuja arrastrada por la ligera brisa estalló
en minúsculas partículas al contacto con su rostro,… como si de una caricia
iridiscente se tratara.
Allí no había
monumentos, ni iconos visuales que funcionaran como elementos de atracción para
el turismo de masas y sin embargo estaba viviendo emociones acordes con su
estilo de vida. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que quizás el turismo
debería ser concebido como un ejercicio de convivencia urbana entre iguales.
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