La llovizna pertinaz que los acompañó durante todo el viaje seguía cayendo obstinadamente
cuando llegaron a Rotherburg ob der Tauber. También allí, una tenue neblina envolvía
el paisaje que difuminaba los contornos y le daba un aspecto ilusorio, casi irreal
a la hermosa campiña de Baviera. El
color de los tiernos brotes primaverales de los tilos, sauces y arces
rivalizaban con el verde intenso de los prados, salpicados por pequeñas
pinceladas de color de los cerezos y manzanos cuajados de flores. Y como telón
de fondo, conformando una de las ciudades medievales más fascinantes de toda
Europa, un apretado racimo de hermosas casas con entramado de madera, fachadas
multicolores y empinados tejados que pugnaban por desafiar el abrazo de las
murallas que las rodeaban.
Deambularon sin rumbo como hacían a menudo, buscando en silencio una de las
muchas entradas que permitían acceder al interior del recinto amurallado y el azar
los llevó hasta la Puerta de Röder. Nada más traspasarla, la atmósfera medieval,
que impregnaba hasta la última piedra de aquella ciudad, los atrapó.
Era como si el tiempo se hubiese detenido. Atravesar aquella puerta los
había transportado, en apenas una docena de pasos, hasta la Edad Media. Atrás
quedaban los edificios de aspecto anodino e insustancial, impregnados por el
pragmatismo y la rigidez de la normativa urbanística germana que tanto
desagradaba a Norte y que Francesca, quizás por su origen, detestaba.
Caminaron dejándose llevar por la intuición, sabedores de que quizás esa
habilidad para conocer, comprender o percibir algo sin la intervención de la
razón es la mejor guía de viajes. Avanzaron despacio, paladeando cada rincón,
cada casa, cada una de las torres hasta toparse con la Marktplatz, lugar donde antaño
se articulaba la vida económica y social de la población y que ahora se había convertido en el centro neurálgico
del turismo. Porqué, a pesar del día lluvioso, un buen número de viajeros
merodeaba por el lugar, quizás a la espera de que en el reloj artístico del
Ratstrinkstube se representase el “Trago Magistral”; una escena que se repetía,
una y otra vez, como si se tratara de un bucle temporal en que los turistas
quedaban atrapados, desde que en el año 1631, el alcalde Nusch tomara de un
solo trago los 3,25 litros de vino ante la mirada del Conde de Tilly, para así
salvar a Rothenburg de la destrucción durante la guerra de los 30 años.
Enfrente, justo al otro lado de la plaza, una gran fuente presidida por la
figura del caballero San Jorge con su espada matando dragones, hacía de
antesala al práctico mirador que un alcalde de la ciudad mandó construir en
1488 para poder ver más cómodamente las ejecuciones que tenían lugar en el
centro de la plaza.
Descendieron por la calle para darse de bruces con el Burggarten, una
hermosa zona ajardinada que ocupaba el solar en el que antaño se había erigido
un castillo. A Norte, más que un jardín, le parecían una extensión en miniatura
de la bella campiña que había atravesado para llegar hasta aquella localidad.
Senderos tortuosos, parterres de flores y pequeñas praderas con árboles y
arbustos creciendo al azar, daban a aquellos jardines un aspecto silvestre, con apariencia de naturaleza
anárquica.
Mientras él realizaba estas cábalas, Francesca, como hacía con frecuencia,
se preguntaba qué era lo que realmente le atraía de Norte. En realidad él mismo
le había hecho esa pregunta en infinidad de ocasiones..., entonces ella
desgranaba, uno a uno, muchos de los rasgos de su personalidad que más le
atraían. Hasta que, en ese momento, cayó en la cuenta de que era lo que
realmente le gustaba de él. Era simplemente su modo especial de ver la vida;
esa capacidad que él tenía de maravillarse y sorprenderse por cuanto los
rodeaba. En su compañía Francesca era capaz de disfrutar de cada instante. Para
ella, Norte era un inventor de momentos, capaz de hacerle descubrir una
inesperada fuente de bienestar en las cosas más simples.
- ¿En qué piensas? -preguntó de pronto Norte, con ese rictus tan
característico de sus cejas cuando hacía una pregunta.
- Eh, en nada, … en nada,... -respondió Francesca
sorprendida por la pregunta, justo cuando llegaban al Plönlein, quizás el lugar
más fotografiado de Rothenburg, que con frecuencia sirve de imagen de portada
para muchas guías de Alemania y que ellos, afortunadamente, desconocían hasta
ese momento.
Y Francesca sonrió al
comprobar por el rabillo del ojo que Norte elevaba su ceja izquierda, quizás
dispuesto a inventar uno de esos momentos que a ella le fascinaban.
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