«Existe un lugar en el que los ríos
discurren por profundas gargantas creadas por la ira de diosas iracundas y
celosas,… porqué según cuenta una leyenda, Júpiter se enamoró de esa tierra y
la poseyó atravesándola con el río Miño. Su esposa Juno, furiosa le infligió
profundas heridas en un intento de afearla, creando, quizás sin proponérselo,
un hermoso lugar único y mágico… ». Norte sonrió al pensar que si tuviera
que escribir un relato sobre la Ribeira Sacra quizás lo comenzaría con esa
bella leyenda.
Y es que, en ese momento, descendía por un duro, pero hermoso sendero que
de cuando en vez, allí donde la frondosidad del bosque le daba un pequeño respiro,
se asomaba al borde mismo del abismo. A unos cientos de metros más abajo, el
río discurría lento y parsimonioso, adaptándose a las profundas cicatrices
dejadas por la ira de la reina del Olimpo. Un paisaje único en el que las
fragas de robles, castaños, encinas y abedules trepan por las escarpadas
laderas, compitiendo por cada brizna de tierra en la que crecer y tiñendo el
otoño con los tonos amarillentos y rojizos de sus hojas.
Un camino cuajado de piedras que atesoran los sueños y los anhelos de los
que allí vivieron. Apenas unas piedras que, en un equilibrio precario al borde
del abismo, son los postreros vestigios de los sueños de sus últimos
moradores. Piedras que guardan miles de secretos escritos en sus caras
desgastadas por el paso del tiempo. Piedras decoradas por los líquenes y musgos,
cómplices imperturbables de la memoria de los pueblos. Piedras que retienen el
tiempo en un viaje al pasado, a la historia y a las tradiciones.
Un camino que atraviesa viñedos imposibles. Viñedos colgados al borde del
abismo que destilan olor a mencía, a merenzao, a brancellao, a sousón, a caiño
tinto y a tantas otras variedades con matices y aromas únicos y que constituyen
una de las señas de identidad de esta tierra. Levantados piedra sobre piedra,
robándole la horizontalidad a laderas con pendientes increíbles, las terrazas
con cepas centenarias trepan por las paredes del cañón desafiando la gravedad y
dándole a la Ribeira Sacra la pincelada humana a un territorio agreste y
verdaderamente hermoso con una naturaleza que no suele facilitar las cosas.
Un lugar en donde los conventos se ocultan en bosques centenarios, colgados
al borde del abismo y confiriéndole a la Ribeira Sacra una enorme belleza
espiritual y artística; un entorno espectacular que una y otra vez sorprende al
viajero. Unas tierras refugio de eremitas que más tarde se convirtieron en
pequeñas comunidades que dieron lugar a numerosos cenobios, un legado que enriquece
si cabe todavía más estas tierras, dando como resultado una de las
concentraciones de conventos más alta de toda Europa.
Y de pronto, Norte se detuvo. A unos metros el campanario de Santa Cristina
de Ribas de Sil despuntando por encima del mar de hojas y erigiéndose al borde
del abismo, le indicaba que había llegado a su destino. Durante un buen rato permaneció
allí, quieto, escuchando el silencio atronador que todo lo envolvía, en perfecta
comunión con la naturaleza y comprendió porqué la Ribeira Sacra había sido
elegido como lugar de aislamiento y oración.
Continuó descendiendo hasta darse de bruces con Santa Cristina, un lugar
mágico que, como toda la Ribeira Sacra, está plagado de leyendas. Un espacio lleno
de singularidades que lo hace único y que es necesario preservar.
Un extraordinario legado arquitectónico situado en un enclave arrebatadoramente
bello que nos transporta al austero mundo de los cirtercienses, en una suerte de
conjunción mágica entre la naturaleza y la mano del hombre.
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