Juan Francisco Cornejo, era sin duda una persona sencilla y honesta, que
destilaba bondad por cada uno de los poros de su piel y Norte se había dado
cuenta de ello nada más comenzar a charlar con él. Las arrugas de su rostro no
eran más que una muestra de la callada y continuada labor que el sol y el
salitre habían obrado pacientemente en su piel durante más de cuarenta años
como pescador artesanal en las costas de El Salvador, y esas eran unas condecoraciones
difíciles de igualar. Pero su aspecto de viejo lobo de mar, de marino
experimentado, no fue lo que llamó la atención de Norte. Lo que realmente le
fascinó fue su forma de hablar. La humildad con la expresaba sus opiniones
contrastaba con el enorme conocimiento que tenía de las cosas de las que
hablaba.
Lo había conocido de casualidad cuando Norte se entretenía observando el
ajetreo que en ese momento se vivía en el Puerto de la Libertad con la llegada
de las embarcaciones pesqueras. Una curiosa mezcla de pescadores artesanales, vendedoras
y turistas conformaban una colorida amalgama de gente que se movía
desordenadamente entre cajas de pescado y embarcaciones a lo largo del muelle que se adentraba como
una flecha en el Océano Pacífico.
- Cada día es más pequeño –exclamó de pronto el viejo pescador a la vez que
en su rostro se dibujaba un gesto de resignación que ponía en evidencia todavía
más las arrugas de su rostro.
Norte esperó pacientemente sin decir nada, observando los minúsculos
pescados que se amontonaban en el interior de la embarcación, a sabiendas de
que Juan Francisco Cornejo continuaría con su reflexión.
- Los barcos camaroneros cada vez faenan más cerca de la costa y se lo
llevan todo, incluidos los ejemplares inmaduros de especies que para ellos no
tienen valor –continuó, señalando a un enorme barco que se veía arrastrando no
muy lejos de la costa–. Dicen que solo aprovechan una décima parte de lo que
pescan, pero yo creo que es mucho menos.
Norte miró hacia donde le indicaba y comprobó que, a menos de 3 millas, un
barco de pesca arrastrero faenaba en busca del preciado camarón y recordó la
noticia que había leído en la prensa salvadoreña sobre la petición de los
pescadores al parlamento nacional para crear una zona de cinco millas a lo
largo de la costa para uso exclusivo de los pescadores artesanales.
A medida que las pequeñas embarcaciones iban regresando a puerto y eran izadas al malecón, la actividad aumentaba. Aquí y allá pequeños corros de gente se formaban en torno a las embarcaciones y sus capturas. Era el momento decisivo, cuando los compradores les ponen precio a la pesca del día; un precio que la mayoría de las veces no alcanza para pagarles el esfuerzo, los gastos ni el valor invertidos pero que sirve para seguir engañándose un poco más y continuar a la espera de ese golpe de suerte que casi nunca llega.
- ¿Y usted cree que si su parlamento acuerda modificar la Ley de Pesca y se
delimita el área para los pescadores artesanales se podrá revertir la
situación? –preguntó por fin Norte, tras un largo silencio de ambos.
- Desconozco si usted lo sabe joven… –contestó mirando a Norte con
escepticismo mientras comenzaba a caminar e indicaba a que lo siguiera– pero la
mar, ¡la mar… es hembra!
Lo dijo, con énfasis, muy despacio y, sobre todo convencido. Con la
sabiduría del tiempo trascurrido a sus espaldas, con la experiencia de un
veterano pescador, pero también con el convencimiento de estar en posesión de
la verdad absoluta.
- Fíjese en toda esa gente que consigue un sustento gracias a la mar –continuó
cuando llegaron a la zona donde los compradores limpiaban parte del pescado con
la ayuda, más voluntariosa que práctica, de algunos niños–. Así es y así será
en el futuro. Y es que a pesar de la pobreza y de la marginación, los pobres de
El Salvador se inventan día a día como salir de esa rueda infernal llenos de
esperanza y con una sonrisa en los labios;… y la mar, con sus frutos, mantiene
viva esa ilusión.
- Fíjese –continuó tras un breve saludo a los operadores que realizaban la
limpieza de las macarelas para convertirlas en pescado seco- que la mayoría de
la gente hace este tipo de cosas hasta que crecen lo suficiente y reúnen el
valor para irse para los Yunaís (emigrar a Estados Unidos). Es la única
esperanza para muchos de ellos.
- Y usted, ¿por qué no lo hizo?
–preguntó entonces Norte, justo antes de entrar en un toldado bajo el
cual varias pescaderas charlaban animadamente mientras espantaban cansinamente
las moscas que se posaban sobre el género que ofrecían a la venta: langostas,
cangrejos, jaibas, pescados boca colorada, calamares, conchas, camarones,
almejas y un sinfín de especies que ningún europeo en su sano juicio se
atrevería a comer.
- Cuando era joven –continuó tras
unos segundos de espera- no andaba en la jugada y ahora, fíjese, estoy para
colgar los tenis.
Norte sonrió en cuanto logró comprender lo que Juan Francisco Cornejo le
había querido decir en aquel lenguaje propio de los salvadoreños de a pie y
comprendió que, quizás luchar por ese pedazo de mar era la última oportunidad
de aquellos pescadores, ese golpe de suerte que esperaban para cambiar el rumbo
de los acontecimientos.
Y de pronto se dieron de bruces con un destartalado edificio que servía
para guarnecer a las pequeñas embarcaciones mientras esperaban la jornada de
pesca. A su alrededor una pléyade de
vendedores ambulantes se habían apropiado del espacio, metro a metro,
ofreciendo sus productos a los salvadoreños que llegaban de la capital para pasar
un día de asueto al borde del mar, comer un cóctel de camarones y volver al
final del día con la sensación de haber disfrutado de un día en un lugar
pintoresco, olvidando las preocupaciones por unas horas.
- ¿Qué le parece si nos tomamos unos camarones empanizados?, ¡lo invito!
–propuso de pronto Norte en un último y desesperado intento de retenerlo un
poco más, cuando comprendió que el viejo pescador ponía rumbo hacia la salida
del puerto.
Juan Francisco Cornejo se detuvo y lo observó en silencio durante unos
instantes antes de despedirse definitivamente. Sus cansados ojos, castigados
por el sol tropical, contrastaban con el blanco de la gorra del Real Madrid.
- Le agradezco su invitación, es ya un poco tarde y tengo que partir. Pero
si se va quedar un rato más y quiere entender todo esto, mírele a los ojos a la
gente. En el brillo de su mirada apreciará la fuerza que les impulsa a seguir
adelante comprenderá porqué cada día se empeñan en salir al mar.
Lo vio partir, caminando lentamente, mientras a su alrededor, los
vendedores de “Minutas” ofrecían a los viandantes esas pequeñas delicias hechas
de hielo raspado y rociado con jarabe de frutas de intensos colores que se
desvanecían con el calor del Pacífico tan rápido como los sueños de los
pescadores artesanales de El Salvador.
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