viernes, 4 de abril de 2014

A Brasileira (I)


Salió a toda prisa del parking donde había dejado su coche. En su alocada y atropellada carrera casi arrolla a una mujer que, cargada de bolsas, volvía a recoger su vehículo. Sin apenas detenerse y tras murmurar unas casi imperceptibles disculpas, Norte salió al exterior.

Quizás debido a las obras de remodelación urbanística del lugar, quizás a su propia impaciencia, tardó unos segundos en orientarse hasta que un inconfundible olor, una mezcla de especias y bacalao salado, le dio la pista que necesitaba. A escasos metros reconoció la antigua tienda de coloniales. La recordaba con una asombrosa nitidez, y estaba allí, justo donde comenzaba la Rúa dos Capelistas que finalmente le conduciría a su destino.

Caminó tan rápido como pudo, tratando de no llamar la atención, hasta llegar frente a la Iglesia dos Terceiros. Consultó entonces su hermoso reloj de cadena y se tranquilizó. Todavía faltaban unos minutos, así que trató de recuperar el aliento y, caminando más lentamente, optó por dirigirse a la Plaza da República y esperar allí hasta la hora de la cita.

Se entretuvo observando la secuencia, aparentemente anárquica, de los surtidores de la fuente con la esperanza de refrenar la incertidumbre que lo inquietaba desde que recibiera el mensaje. Hasta que por fin, con puntualidad británica, se dirigió a La Brasileira.

En la terraza, a pesar de la fresca temperatura de aquel mes de diciembre, media docena de mesas estaban ocupadas y sus clientes, parapetados al abrigo de la fachada del café, buscaban la tibieza del sol invernal orientado sus rostros hacia el astro rey. Caminó lentamente buscando algún rostro conocido, algún gesto, alguna señal, que le indicara que se sentara, que lo esperaban.


Finalmente se decidió a entrar. Quería ser visto, no pasar inadvertido y la mayoría de los clientes no pudieron menos que sorprenderse, posiblemente desconcertados por su indumentaria. Su impecable traje de lana merino y cachemira comprado en Gieves & Hawkes de Londres no pasaba desapercibido en aquella pequeña ciudad de provincias.

De pie, permaneció un rato allí, plantado en el centro del café, esperando una indicación, una llamada. Pero, como había ocurrido hacía tan solo unos instantes en la terraza, nadie reclamó su atención y, tras la expectación inicial, los clientes volvieron poco a poco a su lectura, a la tertulia o, sencillamente, a ensimismarse nuevamente en sus pensamientos.

Conocía el viejo café desde hacía mucho tiempo. De hecho, la historia de su fundación por Adolpho de Azevedo en 1907 y sus sucesivos dueños a lo largo de más de 100 años era archiconocida y citada hasta la saciedad en todas las guías turísticas e internet. Incluso, hacía mucho tiempo, había conocido a una jovencita descendiente del empresarios que lo había dirigido durante más de cuatro décadas. Pero Norte también había visto como, poco a poco, se producía su ocaso hasta que los servicios de sanidad lo cerraron. Desde entonces no había vuelto y ahora podía comprobar que, con su restauración, el local había mejorado notablemente su aspecto sin perder ni un ápice de su estilo original. El lado negativo era que ahora, tras aparecer en las guías turísticas y en innumerables artículos en la red, se había convertido, junto a la Sé, en uno de los lugares más visitados de la ciudad. Y eso no quería decir otra cosa que su clientela habitual se había transformado en una vulgar e insulsa ensalada de turistas cosmopolitas, obsesionados por conseguir la foto y añadirla a la larga lista de trofeos obtenidos durante su viaje.

Una jovencísima y amable camarera, con una ensayada naturalidad que hizo sonreír a Norte, le ofreció acomodarse. Lo hizo en una de las mesas vacías que estaba libre junto a una de las ventanas; una posición inmejorable desde la que dominaba la Rúa de San Marcos. Justo enfrente, el edificio modernista en el que durante la era del Estado Novo abrió la cafetería rival, Nova Brasileira, lugar de encuentro de los leales al régimen mientras que A Brasileira se daban cita los anti-salazaristas.

Mientras esperaba impaciente, se deleitó con el magnífico aroma a café recién hecho que inundaba el ambiente, quizás como un prometedor anticipo del que le servirían en tan solo unos instantes y se entretuvo observando con disimulo a cada uno de los clientes. Un grupo de jóvenes charlaba animadamente en una de las mesas situadas justo en el extremo opuesto de la estancia, un hombre ya entrado en años revisaba con miope perseverancia unos papeles frente a una taza de café vacía, una pareja se hacía confidencias justo en la mesa de al lado, una hermosa y elegante mujer, ajena al pequeño universo que la rodeaba, miraba para el infinito ignorando a todo y a todos. Sin embargo,… ninguno de ellos parecía estar esperándolo.

Decepcionado, esperó pacientemente a que le sirvieran su café y, mientras tanto, buscó en el bolsillo interior de su chaqueta la agenda donde anotaba con meticulosidad todas aquellas referencias que podrían ser de interés. En una de sus páginas, con una caligrafía impecable, se encontraba una escueta anotación sobre la cita: “día 14 de diciembre a las 14:00, café A Brasileira-Braga”. 

Mientras le servían una taza de aromático café brasileño, una duda le asaltó. Durante unos instantes el reloj de pulsera de la camarera quedó a la vista el tiempo suficiente para poder ver las manecillas con claridad. 

Norte sonrió levemente, quizás para esconder el imperceptible rictus de sorpresa que fue incapaz de reprimir. Tomó su café y, por un momento pensó en pagar, e irse rápidamente. Si quería llegar puntual tendría que volver. Sabía que por allí no aparecería nadie hasta, por lo menos una hora más tarde. El huso horario era el culpable ya que en Portugal había una hora de diferencia.

Sin embargo, en el último momento, tras sopesarlo apenas un instante, se dirigió hacia la mesa que ocupaba la mujer en la que se había fijado al sentarse. Se acercó despacio, sabedor de que ella, a pesar de mantener la vista perdida en el infinito, había reparado en él. Tan pronto llegó a su altura, Norte percibió de inmediato el intenso y seductor perfume que, como un campo de fuerza, como una frontera en torno a ella, la mantenía aislada y a salvo de la mediocridad del mundo que la rodeaba. 

Aun así, Norte dejó transcurrir unos segundos antes de dirigirle la palabra. En su rostro se dibujó ese gesto pícaro que los años no habían logrado borrar,... ni siquiera desdibujar. Se mantuvo allí plantado, de pie, observándola provocadoramente, escrutando el perfil de su rostro carente de la más leve imperfección, hasta que finalmente la saludó.

- Boa tarde. Posso?

Ella giró lentamente la cabeza y, tras unos segundos interminables, esbozó una imperceptible sonrisa antes de señalarle con un gesto la silla vacía.

- Permitam-me que me apresente. Meu nome é Norte e eu sou de Espanha.

- Mi nombre es Luzia, Luzia de Queirós. Ha llegado un poco pronto ¿no? –contestó en un correcto español, dejando entrever cierto deje de ironía. 


Continuará...

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