Mientras esperaba a que Cecilio volviese a recogerlo, Norte caminaba por la
angosta y serpenteante carretera disfrutando del paisaje volcánico y apocalíptico
de las montañas que comprimían las escasas, pero fértiles tierras del Valle de
Paúl en la isla de Santo Antao en el archipiélago de Cabo Verde.
En las cumbres, la niebla se deshacía en girones ocultando el azul del
cielo y la vegetación exuberante y profusa tapizaba las laderas casi verticales
de las montañas, proporcionando un hermoso telón de fondo a la caña de azúcar
que florecía en los exiguos retazos de parcelas agrícolas, en terrazas que los caboverdianos
habían logrado levantar en una lucha inmisericorde e inquebrantable contra la
ley de la gravedad.
Al borde mismo de los cauces de los torrentes, un puñado de casas
construidas con piedra volcánica y cubiertas por la paja seca de la caña de
azúcar que crecía a su alrededor daban una pincelada humana a aquel lugar donde
la naturaleza desbordaba con una exuberancia de la que solo ella era capaz de
mostrar.
Al fondo, sentado sobre el muro de piedra que delimitaba la ondulante
carretera, Norte descubrió por fin el elemento humano, el componente que le
faltaba para conformar la escena de una comunidad rural dedicada a la
agricultura.
Cuando el todoterreno de Cecilio se detuvo a su lado para recogerlo, Norte se
encontró con el rostro sereno de su guía observándolo a través de la ventanilla
del automóvil. Su carácter afable y hospitalario hizo que enseguida se estableciese
entre ambos un clima de cordialidad y confianza.
- Conoces a ese hombre que está sentado ahí delante –preguntó Norte nada
acomodarse en el asiento delantero.
- No, no lo conozco –respondió Cecilio tras unos instantes de observación- con
toda seguridad se trata de un agricultor de la zona que está pasando el tiempo.
Mucha gente de estos lugares siente, como dice el poeta Jorge Barbosa, una “nostalgia
resignada de países lejanos”
- ¿A qué te refieres?
- La vida aquí es extremadamente dura –continuó Cecilio en una especie de monólogo
reflexivo al que Norte ya se había acostumbrado- y la mayoría de los
caboverdianos piensan obsesivamente en emigrar. Todos tienen algún familiar que
vive en países lejanos y en ellos tienen depositadas todas sus esperanzas.
Nada más decir estas palabras, Norte rememoró a alguno de los compatriotas
de Cecilio que había llegado a conocer. Sonrió al recordar al taxista que lo
había llevado al aeropuerto en Boston, o a la extensa comunidad de
caboverdianos que vivía en Burela, una localidad de Galicia.
- Pero para otros muchos –continuó Cecilio tras una pequeña pausa- esta
añoranza se transforma en un sueño incumplido. La falta de dinero para iniciar
una nueva vida o simplemente de carecer de la valentía para hacer las maletas y
emigrar se transforma en un muro infranqueable más difícil de saltar que el
océano que nos rodea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Haz un comentario