Llevaba casi media hora sentado a
los pies de la estatua ecuestre de D. José I admirando el espectáculo que le
proporcionaba la visión del estuario del río Tajo al amanecer. A esas horas
apenas unos pocos lisboetas cruzaban con paso apresurado, la Plaza del Comercio
para dirigirse a sus trabajos.
Había decidido levantarse
temprano para disfrutar de Lisboa antes de que, el todavía ardiente sol de
septiembre, comenzase a abrasar las calles en un día más de calor que se anunciaba.
A intervalos, una brisa fresca y refrescante le llegaba desde el mar haciéndolo
olvidar las calurosas jornadas que estaba viviendo desde que había llegado a
aquella ciudad.
Al fondo, apenas difuminada por
una delicada y casi imperceptible bruma, Norte observaba fascinado una escena
en la que había reparado ya hacía algunos minutos. Frente a él, enmarcado por
las escaleras y las dos columnas de mármol, justo en el lugar por donde antaño
los embajadores y la realeza hacían su entrada en la ciudad, un hombre observaba
con nostalgia hacía las aguas del estuario. A pesar de encontrarse de espaldas
a él, Norte no se pudo resistir a imaginar las circunstancias personales que
podrían rodear a aquel hombre.
Quizás sentía nostalgia de su
tierra, de su hogar o de sus seres queridos, quizás trataba de visualizar los
amaneceres del lugar donde nació. Norte
sabía por experiencia que esos sentimientos solían ser poco realistas, un
anhelo idealizado. Aun así, se recreaba con demasiada frecuencia en emociones
pasadas, rememorándolas una y otra vez.
Y, de pronto, como una pompa de
jabón que estalla desvaneciéndose repentinamente en el aire, la magia
desapareció. Un rosario de corredores, modernos penitentes del culto al cuerpo,
comenzaron a pasar a intervalos y aquel lugar, especial y sorprendente hasta
ese momento, se convirtió solo en uno más de los hermosos rincones de Lisboa.
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