A pesar de los años transcurridos, cada vez que pasaba por delante del Antiguo Hospital de San Roque, Norte experimentaba una pequeña avalancha de recuerdos que provocaba que en su rostro se dibujara un gesto apenas perceptible y que solo su reducido grupo de amigos podría comprender. Se trataba de una expresión amable, de sosiego y de tranquilidad que era la manifestación de un sentimiento de gratitud. Un sentimiento que se renovó a medida que, de forma esporádica, los avatares laborales le llevaron a entrar de nuevo a un reformado edificio que ahora acoge diferentes entidades públicas.
Podía recordar con toda nitidez su primer día, su primera tarde de sábado de todo un curso escolar destinado a compartirlo con un grupo de chicos y chicas con síndrome de Down. Todavía hoy en día no podría explicar como aquel compañero de residencia universitaria que se lo propuso, pudo convencerlo. Quizás su determinación, quizás porque nadie mejor que él, con un hermano que padecía ese síndrome, supo explicárselo. Así que, el Norte de apenas 19 años, aspiró profundamente y no sin cierto sentimiento de congoja y de responsabilidad subió los desgastados escalones que conducían al interior del hermoso claustro. Dentro, un pequeño grupo de muchachos de edad indeterminada para sus ojos inexpertos, se divertía jugando con una pelota.
De pronto, unas sonrisas desinhibidas e ingenuas, exentas de cualquier resto de malicia, desmoronaron la falsa seguridad que el atrevimiento y la osadía de la juventud proporcionaban a Norte; hasta tal punto que el pánico le invadió y, por unos instantes, pensó en salir corriendo sin volver la vista atrás.
- ¡Hola!, tú debes ser Norte, ¿no? Fernando nos dijo que vendrías –le saludó una de las monitoras que jugaba con ellos y que, posiblemente sin quererlo, logró contener su deseo irrefrenable de huir.
Y en unos segundos, los más atrevidos, lo rodearon con curiosidad; y al cabo de unos minutos Norte recogía el balón entre el alborozo de los miembros de su improvisado equipo; y la tarde transcurrió casi sin darse cuenta. Después, los sábados fueron sucediéndose y la responsabilidad se transformó en un sincero compromiso amalgamado por la luz que irradiaban los rostros de aquellos muchachos.
Ahora, cuando Norte organiza una sesuda conferencia en el auditorio construido en lo que un día fue la antigua sala de juegos anexa al claustro del Antiguo Hospital de San Roque, no puede evitar recordar las tardes que compartió con un grupo de chicos y chicas con síndrome de Down. Y en su rostro se dibuja un gesto apenas perceptible, una expresión amable, de sosiego y de tranquilidad que es la manifestación de un sentimiento de gratitud hacia unas personas con una espontánea, sincera y hermosa sonrisa.
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