Todavía recordaba cuando le hablaron de aquel lugar por primera vez. Era
una evocación tan nítida, tan límpida, que el paso de los años no lo había
logrado desdibujar ni un ápice aquella impresión que tuvo desde el primer
momento, la sensación de que el Cañón del Río Lobos era especial.
Ahora, muchos años después, Norte sentía que aquel lugar era fascinante; allí se aunaba
naturaleza, arte, historia, tradición y magia,… sobre todo magia; un lugar que
lo hechizó desde el primer momento y al que volvía irremisiblemente, seducido
por su embrujo.
Para Norte, el Cañón del río Lobos es uno de esos lugares en los que los
diferentes mundos que lo conforman se entrelazaban con una armonía y un
equilibrio que componen un todo único; un crisol en el que se funden los
elementos hasta conseguir una aleación incomparable e irrepetible.
Porque lo que primero le atrapó nada más llegar allí fue su silencio, ese
silencio ensordecedor solo roto por el susurro del viento colándose entra las
ramas de los árboles y diseminando por
cada rincón el olor resinoso y acre de los pinos y de las sabinas. Un silencio
que da paso a una naturaleza serena y hermosa, dominada por el profundo cañón
calizo erosionado por el río Lobos y cuyas enormes paredes, decoradas con las
bellas tonalidades rojizas de los óxidos de hierro, están cuajadas de cuevas y
simas que le confieren un halo de misterio propio de los lugares mágicos. Y
aquí y allá, como pinceladas en un hermoso óleo, las sabinas que sobreviven
obstinadamente en un puñado de tierra, trepando por las laderas y dando ese
toque de naturaleza viva.
Desde lo alto, dominando toda la bóveda del cañón, la silueta inconfundible
de bordes desflecados del buitre leonado planeando por los cortados y
ascendiendo en espiral hasta los mismos
cielos, en un vuelo interminable de búsqueda incesante.
Pero para Norte, la nota destacada, el elemento diferenciador que hacía
mágico y único el Cañón del río Lobos era, además de su hermosa naturaleza, la historia que atesoraba en su interior. Una
historia repleta de leyendas enredadas en las brumas del tiempo que llegaron
hasta nosotros gracias a tradiciones que convirtieron a ese enclave en un lugar
enigmático.
Y de pronto, en un ensanchamiento del cañón, quizás en uno de los lugares
más bellos que uno se pueda imaginar, asoma la ermita de San Bartolomé; una
sencilla y austera capilla románica del siglo XIII que parece parida por la
propia madre tierra. Como una formación rocosa más, como una excrecencia de la
madre tierra que rivaliza con las paredes rojizas que la rodean, Norte jamás se
había sentido capaz de imaginarse aquel lugar sin ella.
Desde la distancia era como más le gustaba observarla. Desde allí la
pequeña capilla mostraba esa integración con el entorno que la rodeaba y era
entonces cuando la leyenda se fundía con la realidad y Norte rememoraba el
hecho prodigioso que, según cuentan, dio origen a la ermita de San Bartolomé de
Ucero. Es en ese instante cuando uno comprende que cabe la posibilidad de que,
en el mismo lugar donde se levanta el santuario, los cascos del caballo que
montaba el apóstol Santiago quedasen esculpidos en la roca al saltar desde los
cortados para escapar de los invasores musulmanes y su espada se le cayese,
clavándose en el suelo y señalando el lugar donde debía erigirse la capilla.
Pero de lo que sí no había duda –pensó Norte- era de que la ermita de San
Bartolomé se encuentra justo en el centro de la línea imaginaria que une el
Cabo de Creus y el “Cabo del fin de la Tierra” (Cabo Finisterre), o cabo
Touriñan según otros autores, exactamente a 532 quilómetros y 744 metros, más o
menos, de cada uno de los dos cabos. Y Norte sonrió al pensar que, en efecto,
un lugar tan bello, en el que el Apóstol Santiago logró escapar indemne de los
invasores musulmanes y en el que se da una circunstancia geográfica semejante,
bien merecía la construcción de una ermita tan hermosa como aquella.
Pero si la perspectiva que daba la distancia la hacía arrebatadoramente bella,
acercarse a la sencilla construcción románica le permitía a Norte admirar con
detenimiento el hermoso repertorio iconográfico con su extensa colección de canecillos
llenos de simbolismo; y, en especial, su rosetón, emblema del parque natural,
con seis corazones entrelazados que conforman a su vez una estrella de cinco
puntas que representan el conocimiento y que relacionan el lugar, según algunos
autores, con el halo siempre misterioso de los caballeros templarios.
Y es que a medida que uno se adentra en este cañón, lleno de secretos y
misterios, la imaginación se dispara acompañada quizás por el rosario de
leyendas que subsisten obstinadamente al paso de los siglos.
En sus numerosas visitas Norte había tenido la oportunidad de charlar con
gente del lugar y casi siempre escuchaba testimonios que le desvelaban nuevas
perspectivas sobre aquel enclave. Decenas de historias verosímiles o no, pero
todas hermosas y llenas de misterio como la “Leyenda de la roca de la músicamágica” que le había narrado un pastor de Santa María de las Hoyas. Una historia que comienza con un título
ciertamente seductor pero de desenlace trágico, y que nos relata como las tres
hermosas hijas del señor de Ucero acostumbraban a subir todas las tardes a lo
alto de la “Roca de la música mágica” para buscar inspiración y sosiego. Hasta
que un día al atardecer, justo en el solsticio de verano algo ocurrió tras las
últimas campanadas de la ermita de San Bartolomé…
Y es que el Cañón del rio Lobos es un microcosmos que aúna naturaleza,
arte, historia, tradición y magia,… sobre todo magia; un lugar que lo hechizó
desde el primer momento y al que vuelve irremisiblemente, seducido por su
embrujo.
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