Después de tres horas de viaje, un gesto casi imperceptible, parecido
quizás a una leve sonrisa, se dibujó en su rostro fatigado. Por fin dejaría la
Carretera Panamericana Sur, atestada de enormes camiones y jalonada de cientos
de anuncios publicitarios, para dirigirse a su destino. A pesar del confort del
moderno 4x4 que había alquilado en Lima, lo cierto es que la ruta desde la
capital le había resultado muy fatigosa y cansina. Más de 250 quilómetros a
través de un terreno árido e inhóspito, un
desierto costero con colinas suaves, que alternaba con localidades al borde de
la carretera no particularmente atractivas. De cuando en vez, algún que otro arbusto
espinoso creciendo obstinadamente en aquel terreno reseco, subsistiendo quizás
de la condensación de las brumas de la mañana y, cuando los acuíferos que bajan
de las montañas lo permitían, se alternaban zonas con cultivos de algodón, vid
o frutales.
Durante todo el viaje, y a medida que se aproximaba a la ciudad de Pisco,
Norte no pudo dejar de revivir los sucesos ocurridos hacía ya 8 años, cuando
poco después de abandonar aquella ciudad un enorme terremoto de magnitud 8 la
asoló, dejando tras de sí un rastro de miles de damnificados, una destrucción
casi total de la ciudad y un gran número de muertos. Y no pudo evitar recordar
a Don Guillermo Huyhua, un barman de origen aimara con el que había compartido
una generosa cantidad de pisco (aguardiente) hasta altas horas de la mañana
hablando de lo divino y de lo humano. Tampoco pudo evitar acordarse de William,
el guía que le acompañó a la Reserva de Paracas, un biólogo enamorado de su
profesión que también, como otros muchos compatriotas, le confesó su deseo de
ir a España a completar sus estudios de Ecología.
Era la primera vez que volvía a Perú después de aquel trágico suceso y
parecía que los 8 años transcurridos no habían obrado el efecto benefactor que
se suele atribuir al tiempo, ese lapso temporal que lentamente transforma el
dolor en recuerdo.
Tan pronto llegó a la localidad de Paracas se dirigió hacia su destino.
Quería volver a visitar La Reserva Nacional de Paracas, un lugar mágico en el
que se puede contemplar como las frías y ricas aguas de la Corriente de
Humboldt dan refugio y alimentación a una fauna asombrosamente numerosa.
Un océano repleto de vida con una gran diversidad de peces y mamíferos
marinos que continúa en la franja costera, con acantilados y playas en donde
anidan y viven millones de aves.
Como otras muchas veces, Norte había tenido suerte; no había rastro de
visitantes, así que detuvo el coche y caminó los últimos metros hasta asomarse a
los acantilados y, una vez más como había ocurrido hacía 8 años, asombrarse por
el estallido de vida, que apenas a unos metros de donde él se encontraba, se
empeñaba en manifestarse en forma de leones marinos y pingüinos de Humboldt.
A su izquierda, aprovechando el abrigo que proporcionaban los estratos
erosionados de la roca volcánica un grupo de piqueros incubaba pacientemente
los huevos con el objetivo de sacar adelante una nueva generación que
perpetuara su especie, en un ejercicio de abnegación y altruismo que a él
siempre le había asombrado.
A lo lejos una gigantesca colonia de aves guaneras le hizo retrotraerse de
nuevo en el tiempo, cuando su amigo William le mostraba una "pajarada"
semejante compuesta por decenas de miles de piqueros, alcatraces y guanayes mientras
le explicaba entusiasmado como cada individuo forma parte del complejo
dispositivo que las corrientes frías de Humboldt originan, dando lugar a uno de
los ecosistemas más productivos del planeta. Y de nuevo recordó con tristeza a
Don Guillermo, a William y a tantas otras personas con la durante esos días
había compartido unos momentos y de los que no había vuelto a saber.
Pero a Norte, lo que realmente le fascinaba de la Península de Paracas era
quizás lo que menos le llamaba la atención a los visitantes. Sus llanuras
desérticas que se extendían hasta el infinito, solo interrumpidas por la bruma
del Pacífico que proporcionaba un velo sutil y etéreo a las arenas del
desierto, teñidas de tonalidades rojizas, rosadas o amarillentas.
Y por unos instantes, como había ocurrido 8 años antes Norte se sintió como
un astronauta en la superficie de un planeta hostil pero arrebatadoramente
bello, oculto por la bruma de un océano inmenso.
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