Abrió la ventana de su cuarto y al instante una sonrisa de satisfacción se
dibujó en su rostro. Desde allí podía disfrutar de unas espléndidas vistas de
Grazalema, con el Peñón Grande presidiendo la población y, a pesar de
encontrarse en uno de los lugares más lluviosos de la Península Ibérica, todo
ello enmarcado por un cielo de un intenso color azul.
Consultó su reloj de pulsera y comprobó que se le habían pegado las
sábanas. Llegó con noche cerrada después
de un largo viaje en coche desde Madrid; un viaje cuya parte final había sido,
sin lugar a dudas, la más dura y penosa. Una infernal carretera de montaña,
repleta de curvas, lo llevó hasta aquel bonito pueblo blanco en la provincia de
Cádiz, el lugar donde pasaría los próximos dos días, disfrutando de una
naturaleza privilegiada.
Norte se encontraba pleno corazón del Parque Natural de Grazalema, un
imponente conjunto montañoso con cimas que alcanzan los 1.500 metros de altitud,
coronadas con roquedos y farallones calizos que despuntan entre los miles de
verdes de la vegetación en un entorno mediterráneo muy seco. Un lugar en el que
las variaciones climáticas, la complejidad geológica y las transiciones de altitud
y exposición, han dado lugar a una singular composición florística en la que
destaca el pinsapar, una formación vegetal dominada por el pinsapo, también
llamado abeto andaluz (Abies pinsapo).
Para Norte, conocer y disfrutar de este bosque en su distribución natural,
restringida a unos pocos enclaves del Sur de la Península Ibérica, era sin duda
todo un privilegio del que no estaba dispuesto a renunciar. Así que se vistió lo
más rápido que pudo, preparó una pequeña mochila y salió a toda velocidad, no
sin antes comprobar que llevaba el permiso del servicio de conservación de la
naturaleza andaluz que le autorizaba a visitar el parque.
Como era su costumbre, Norte apenas había preparado la ruta. Evitaba
hacerse con información excesiva y obviaba ver las fotografías del lugar con antelación
que, con seguridad, había publicadas en la red. Quería sorprenderse, deleitarse
con la simple contemplación del medio natural; le fascinaba poder disfrutar de
un bosque único de pinsapos del que, hasta ese momento, solo había visto ejemplares
aislados en parques y jardines botánicos.
Comenzó a ascender a la Sierra del Pinar por un hermoso pero exigente
sendero excavado en la roca que, como una sinuosa serpiente, salvaba los más de
300 metros de desnivel antes de llegar al Puerto de las Cumbres. Se trataba de
una hermosa senda que todavía conservaba los restos de una antigua calzada
empedrada que, en otros tiempos, había facilitado el trasiego de leña, carbón e
incluso hielo procedente de los pozos de nieve a lomos de las esforzadas caballerías.
A medida que ganaba altura, llegaba hasta Norte la respiración jadeante de otros
caminantes que avanzaban trabajosamente y que de alguna manera le indicaban el ritmo
que debía imponerse, sin dejarse llevar por la euforia de una caminata recién
iniciada. Quedaba un largo día por delante y unos cuantos quilómetros por
recorrer, así que elevó su ceja izquierda y se detuvo unos instantes para
recuperar el resuello mientras saludaba a un par de senderistas que continuaban
la subida con la obstinación y la osadía propias de la juventud.
Sofocado y fatigado por la intensa subida de casi una hora de duración
llegó por fin a lo alto del collado. Resoplando todavía por el esfuerzo, Norte
bebió un trago de agua de su cantimplora mientras disfrutaba de unas hermosas
vistas de Grazalema y, sobre todo se complacía al comprobar el importante
desnivel que había superado para alcanzar aquel excepcional mirador.
Sin concederse mucho tiempo para el descanso, continuó por el “camino del
pinar” que descendía ligeramente en dirección a la cara Norte de la sierra. El
paisaje se transformó radicalmente y los pinos resineros que le habían
acompañado durante toda la subida, desaparecieron para dar paso a una
vegetación de matorral compuesta por espinos, endrinos y retamas que enredaban
entre sus ramas los flecos de una bruma húmeda y fría que le obligó a
arroparse. Aquellas eran las tierras donde reinaba el pinsapo.
Y por fin comenzó a ver ejemplares aislados. Aquí y allá, diseminados por
los canchales de la ladera, despuntaban un buen número de pinsapos que crecían con
su forma troncocónica tan peculiar y un
intenso color verde para, un poco más adelante, formar un bosque compacto y
extenso que a Norte le recordó a un típico paisaje alpino, con sus abetos
trepando por las laderas. Eran las denominadas “caídas del pinar”, el corazón
del pinsapar que él pretendía atravesar.
Se detuvo un instante, quizás un poco emocionado. Se sentía feliz porqué tenía
la oportunidad de disfrutar de una formación vegetal única, un endemismo
estricto de la Serranía de Ronda y una reliquia de los bosques de coníferas del
terciario que llegó hasta nosotros debido quizás a su aislamiento, a que
requiere unas condiciones de temperatura no muy extremas pero con elevadas
precipitaciones y nieblas frecuentes y porqué, afortunadamente, las propiedades
mecánicas de su madera no la hacen apta para la mayoría de los usos madereros.
Norte valoraba la singularidad de aquella formación vegetal debido no solo
a lo reducido de su distribución; había algo en aquellos ejemplares que le
fascinaba. Quizás la arquitectura del propio árbol con su elegante porte piramidal o tal vez la obstinación
de la especie en llegar hasta nosotros en unas condiciones límite que hacían
extraordinariamente precaria su supervivencia. En suma, una singularidad
biogeográfica que permite mantener un bosque de coníferas boreal en el
mediterráneo, a pocos quilómetros de la costa africana.
A medida que avanzaba la densidad del pinsapar se hacía da vez mayor; atrás
quedaban los ejemplares aislados para
dar paso a un bosque húmedo y sombrío conformado casi en exclusividad por las
siluetas de árboles centenarios. Era la orientación Norte de la ladera, aquella
que permitía zonas sombreadas con una alta humedad ambiental, quizás una de las
razones que le han permitido a esta especie llegar hasta nosotros.
Finalmente, a medida que la altitud disminuía y la orientación cambiaba, el
bosque volvió a abrirse de nuevo y, la densidad del pinsapar comenzó a
disminuir, apareciendo encinas, alcornoques y quejigos y conformando un bosque
mixto que a Norte le pareció una transición perfecta para, de nuevo, volver al
mundo mediterráneo cálido y seco. Era como un puzle en lo que todo encajaba a
la perfección; clima, suelo, orientación,... conformaban un todo que había
mantenido intacto ese patrimonio natural único.
Ahora solo le quedaban unos quilómetros para llegar a Benamahoma, una
localidad en la que descansaría antes de volver a su hotel en Grazalema.
Mientras caminaba satisfecho por el hermoso paraje que había transitado, Norte
no pudo dejar de admirar los impresionantes farallones calcáreos del Torreón y
Pico del Águila que se elevaban a más de 1.500 metros y que servían de telón de
fondo a esa especie de mundo perdido del que acababa de salir.
Llegó a Grazalema al anochecer, justo cuando la actividad de la pequeña
población comenzaba a declinar, era esa hora en que la temperatura comienza a
descender y las calles se quedan desiertas;
así que, a pesar del cansancio que sentía, decidió perderse por sus estrechas
callejuelas a la luz de los faroles.
Todo encajaba, nada resultaba estridente,… especialmente cuando se dio de
bruces con la hermosa fuente de origen visigodo. Presidida por cuatro rostros,
testigos mudos de una buena parte de la historia del pueblo; era quizás la pequeña
pero hermosa contribución de los hombres al lugar donde crecen los pinsapos.
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