A pesar de que el buen tiempo y verdor de los campos que estaba atravesando
invitaban a un plácido y agradable paseo, desde la distancia, las cumbres
del Pirineo navarro se antojaban
inexpugnables, inalcanzables para un simple aficionado al senderismo y al
turismo de naturaleza como él. Cubiertas de nieve destacaban sobre el
horizonte, aumentando su escepticismo a medida que se acercaba. No en vano, Norte
no dejaba de pensar en el juego de cadenas para los neumáticos que había dejado
en el garaje y en los constantes avisos de puertos cerrados por la nieve que
machaconamente repetían por la radio los servicios informativos.
Desde donde él se encontraba se podía intuir la enorme depresión que ocultaba
a los valles de El Roncal y Belagua antes de que, de nuevo, la cordillera
pirenaica se elevara hasta alcanzar los 1.800 metros del Col de la Pierre de
Saint Martin, un puerto cargado de historia, escoltado por cumbres emblemáticas
como la Mesa de los Tres Reyes o el Pic d´Anie... que rondaban los 2.500 metros
de altitud.
Y, de pronto, su perspectiva cambió de nuevo. Transitaba por el alto de
Laza y los pastos dieron paso a extensos bosques de pino silvestre, abetos,
hayas, quejigos y un sinfín de especies arbóreas que en otoño interpretaban una
hermosa sinfonía de colores y que en ese momento, durante el invierno,
mostraban una armonía más suave, menos contrastada, pero igualmente bella.
Hacía ya muchos años de aquel descubrimiento maravilloso. Los Pirineos
navarros habían sido su primer contacto con la alta montaña y es que para
Norte, volver allí, reproducir muchos de sus recuerdos, produjo en él sentimientos encontrados y, como ya le había
ocurrido en otras ocasiones, sonrió al pensar que la única forma de disfrutar
de los recuerdos es haberlos vivido.
Redujo la velocidad de su automóvil para disfrutar más, si eso fuera posible, del soberbio paisaje que recorría a medida que se adentraba más y más en el corazón de la cordillera pirenaica, intentando recordar las más conocidas hipótesis sobre su etimología. De todas ellas, la que más le gustaba era la que relacionaba el origen mitológico de la cadena montañosa con Pirene, hija de Atlas, a quién Hércules enterró, acumulando enormes piedras para sellar su tumba,… y Norte elevó su ceja izquierda en un gesto muy característico a la vez que sonreía ligeramente, mientras pensaba que nadie despreciaría un mausoleo de esas características.
Volver a sentir intensamente, recrearse en los recuerdos, era para Norte
una forma de sosiego, de serenar su estado de ánimo, así que cuando llegó al
valle de Belagua, esa sensación de bienestar aumentó si cabe, todavía más. Una
gama de verdes increíbles se extendía como una alfombra, tapizando cada rincón
de aquel bello lugar modelado por los hielos glaciares que por allí se deslizaron
hacía millones de años. Desde los verdes más claros de los pastos hasta los
verdes oscuros, casi obscenos, de los abetos, salpicados de pequeños rebaños de
ovejas lachas pastando apaciblemente y, entre medias, las ramas desnudas de
hayas, quejigos, avellanos y tilos, aportaban ese sutil contraste que rompía la
monotonía verdosa que dominaba el paisaje.
Casi sin tiempo de disfrutar de las hermosas vistas, la carretera se empinaba
de nuevo para ascender hasta la Reserva Natural de Larra; un extraordinario
macizo kárstico que se elevaba hasta los 2500 metros, cuajado de dolinas y
simas. A medida que ganaba altura, la nieve cubría con un manto cada vez más
grueso las rocas calizas, dejando solo a la vista algunos ejemplares de pino
negro y de enebro, que obstinadamente se empecinaban en crecer allí donde
ningún otro árbol lo haría.
Se detuvo para admirar los increíbles ejemplares de pino negro que, con
seguridad, contaban con varios cientos de años viviendo en aquellas duras
condiciones climáticas y edáficas. Se imaginó los avatares que habrían sufrido
desde que una semilla germinó en una brizna de tierra.
Para Norte era uno de esos lugares donde la naturaleza se siente,… donde
uno puede verla, oírla, olerla, tocarla y saborearla. Era naturaleza para los
sentidos.
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